jueves, 30 de mayo de 2019

Relato a partir de una imagen

                                                                        X


                                                              X
Las botas negras que acariciaban sus rodillas apenas levantaban la suela del pavimento. Estaba cansada. Caminaba moviendo la cabeza como un aspersor de riego, girándola hacia ambos lados. La luz roja de un semáforo la detuvo en el borde de la acera. Unos coches cruzaron rugiendo motores y escupiendo humo. Miró al cielo: estaba totalmente nublado y amenazaba con lluvias. Eran los últimos compases de la tarde. Sacó un reloj analógico de bolsillo y miró la hora. Se calmó al ver que aún quedaba tiempo: presentía que estaba muy cerca del lugar que buscaba para llevar a cabo el encuentro. El color rojo se transformó en verde y reanudó el paso. Siguió radiografiando cuidadosamente todo lo que encontraba en su camino: los locales de las fachadas de las fincas, los portales de viviendas, las entradas de los garajes. En un cristal de una oficina bancaria pudo ver su imagen reflejada: tenía el pelo enmarañado, sucio, cientos de arrugas por toda la cara. No se reconocía. “Llevó muchas horas sin dormir”, se susurró a sí misma para justificarse. La mampara de cristal de un comercio le llamó la atención. Tenía un logotipo de una gota azul pintada sobre un fondo blanco. La gota esbozaba una sonrisa y tenía dos brazos. Uno de ellos levantaba el pulgar de la mano, como los emperadores romanos en el circo de gladiadores al estilo hollywoodiense. Le brillaron los ojos. Miró a través de la mampara. Era un comercio de lavandería automática. Se oyó un trueno y empezaron a caer unas gotas. Entró. La sala era cuadrada, no había nadie. Un tubo fluorescente pegado en el techo esparcía una luz blanca albina. Había humedad en el ambiente. Las lavadoras estaban encajadas en las paredes y, por encima de ellas, estantes con diversas botellas de cosmética. Cerca de una de las paredes estaba un banco corrido, con una cesta para la ropa, que estaba vacía. Se sentó y apoyó la espalda en una de las lavadoras. Sacó un paquete de Ducados y un mechero de los bolsillos del abrigo de poliéster que llevaba puesto. Encendió un cigarrillo y aspiró hondamente. Cruzó las piernas. Observaba la sala mientras fumaba. “Tiene que ser este lugar, estoy segura”, dijo en voz alta. Volvió a mirar el reloj. Se levantó y se acercó a la mampara de la entrada. Pudo ver un relámpago que zigzagueaba por encima de los edificios. La lluvia caía con más aplomo. Cada vez se sentía más nerviosa. El sudor le caía por la espalda. Se fijó otra vez en el logotipo del negocio, en la gota de agua sonriente, el pulgar levantado. Volvió a sentarse. Sacó el reloj y lo puso boca arriba en el banco. Intentó relajarse. La puerta del comercio se abrió. Eran dos jóvenes que estaban empapados de los pies a la cabeza. Ella los miró gravemente, afeando más su rostro. “¡Fuera!”, les grito. Los jóvenes se asustaron y se marcharon bajo el aguacero. Se encendió otro cigarrillo. 

La lluvia, arrastrada por el viento, golpeaba rabiosamente la mampara de cristal, impidiendo ver el exterior. Miró el reloj y pensó que era la hora. Se frotó los ojos bruscamente: se podía oír el rumor acuoso de cómo se tambaleaban en sus orbitas. Apoyó los antebrazos en las rodillas, inclinando el cuerpo hacia adelante y miró una de las lavadoras. La miró fijamente. El pelo le caía por la frente. Al cabo de unos segundos sus ojos empezaron a perderse en la negrura agazapada detrás del cristal de la puerta, en el tambor. La luz del tubo fluorescente parpadeó. Y se oyó un clic. 

Se sobresaltó y se puso en pie, dándose la vuelta. Una de las lavadoras se había puesto en marcha. El tambor se estaba llenando de agua y empezando a girar. La velocidad del giro aumentaba cada segundo, cómo el movimiento de las hélices de un helicóptero. Otro clic. Otra lavadora también estaba en marcha y giraba el tambor. Ella dio una carcajada. Clic. Clic. Clic. Todas estaban en funcionamiento. Veía cómo las paredes temblaban y algunas botellas caían. Sentía vibrar el suelo, como el ruido aumentaba desorbitadamente de volumen. Se llevó las manos a los oídos: no quería que se rompieran sus tímpanos. Estaba muy excitada. El tubo del techo se fundió. Gritó. Ahora la sala estaba en penumbra, sólo se filtraba la luz grisácea del exterior, y el ruido de las lavadoras había cesado. Podía oír su respiración. Percibió cómo en el tambor de una de las lavadoras empezó a emerger un ligero brillo: unos puntos de color dorado. Luego otros de color violeta, azul, verde. Los puntos se unieron formando un haz de luz, con forma de serpiente, que empezó a dar vueltas sobre sí misma. El acontecimiento se repitió en todas las lavadoras. Estaba alucinada. Se acercó lentamente hacia una. Tocó el cristal de la puerta y movió el dedo, siguiendo el recorrido de la serpiente luminosa. Abrió la puerta y una brisa proveniente del interior empujó su pelo hacia atrás. Olió cómo a metal suave. La serpiente desapareció en la profundidad del tambor. Ella se acercó. Se acercó más y metió la cabeza. Sintió que era cómo una ventana al universo. Había diminutas estrellas esparcidas por el espacio y, en el horizonte, estaba suspendido un triángulo. Parecía que estaba ardiendo. Quería entrar en tambor, quería alcanzar el triángulo de fuego, pero su cuerpo era demasiado grande, no cabía. Los hombros chocaban con el diámetro de la puerta. Empujaba con las piernas con todas sus fuerzas, pero no podía. Sentía dolor. Tenía el corazón desbocado, con los latidos golpeándola en la garganta. Sacó la cabeza y retrocedió unos pasos. Apretó los puños, los dientes, tomó impulso y… se lanzó de cabeza contra la lavadora. Sonó un golpe aparatoso. El triángulo y el resto de las estrellas se convirtieron en un fundido negro. 

Cuando se despertó estaba tumbada en el suelo, cerca de una lavadora. Estaba mareada y sentía un dolor muy fuerte en la cabeza. El abrigo de poliéster tenía manchas de sangre. El tubo fluorescente de la sala estaba encendido y parpadeaba. Las lavadoras estaban apagadas, las botellas de cosmética en los estantes. Olía asquerosamente a tabaco. Se puso en pie con dificultad, cogió el reloj de bolsillo y se acercó a la puerta. Seguía lloviendo a raudales. “Creo que tendré que pedir ayuda” dijo con amargura, y salió a la calle.   

Rafael Mercé


No hay comentarios:

Publicar un comentario