lunes, 27 de mayo de 2019

La primera vez que entré a la lavandería de la calle cuarenta y tres con la séptima avenida era de noche y hacía tanto calor que las aceras de la calle todavía chisporroteaban del sol. Dentro el ambiente era espeso, casi eléctrico, como en las tormentas de verano. Había un pequeño ventilador en la esquina que apenas tenía fuerza ni para levantar las tiras de papel que le colgaban. En el techo una de esas lámparas para atrapar mosquitos emitía, de vez en cuando, un destello de luz y se oía un ligero puf cuando caían en la trampa. Y como no, al fondo tras una densa nube de humo, se dibujaba la diminuta figura de la señora Wachowski. En cuanto me vio cruzar el umbral de la puerta ya no me quitó el ojo de encima, me observaba desde su asiento mientras daba largas caladas a su cigarrillo. Mi ropa estaba centrifugando cuando se levantó y se sentó a mi lado, le brillaba frente.

Menuda está cayendo ¿eh? tenía una voz ronca y un fuerte acento sureño, se sacó una pitillera de plata del bolsillo y me ofreció un cigarro.

Gracias, no fumo.

La guardó y sin decir nada se quedó allí, observando mi ropa girar violentamente dentro de la lavadora. Permanecimos así, en un silencio que solo rompió el pitido que indicaba que mi colada ya estaba lista. Ese fue el día en que conocí a la señora Wachowski, más tarde supe que era de Luisiana, nunca se casó ni tuvo hijos y que cuando no estaba fumando estaba mascando tabaco. Nunca llegué a ver a esa mujer meter, ni sacar, una sola prenda de ropa en la lavadora y sin embargo siempre estaba ahí. Pasabas una noche cualquiera por la calle cuarenta y tres con la séptima avenida y a través de los cristales de la pequeña lavandería podías apreciar la figura de la señora Wachowski en el asiento del fondo, tras la nube de humo. Me contaron que, día tras día, llegaba exactamente a las diez y cuarto de la noche, ni un minuto antes ni un minuto después.

¿Sabe usted que los vecinos de Königsberg ponían sus relojes en hora cuando veían a Kant dar su paseo diario? le dije un día, ella me miró en silencio y acto seguido expulsó una enorme cantidad de humo (para una mujer tan menuda) dibujando círculos en el aire.

Me gustaba pensar que la señora Wachowski era una especie de genio en la sombra, una espía rusa o incluso un fantasma que habitaba el lugar y que tan solo unos pocos veíamos. Se sabía las historias y nombres de todos los que visitábamos la lavandería pero nunca hablaba mucho de ella.

¿Qué hace usted tan lejos del sur?

¿Ves a ese hombre de ahí? —señaló a un tipo encorvado con una gran barriga que de vez en cuando sacaba un pañuelo grasiento del bolsillo y se secaba el sudor de la calva brillante se llama Harold y le dejó su mujer hace unos meses, es buen hombre pero creo que no ha estado sobrio en su vida. Estuvo trabajando en un circo ¿sabes?

Uno de mis jueves de colada llegué temprano y me quedé esperando el momento en que la señora Wachowski aparecía por la puerta dejando tras de sí su característico olor a tabaco. Reinaba el silencio y tan solo se oía el tic-tac de mi reloj y los chispazos de los mosquitos cayendo en la trampa de luz. Era una noche tan calurosa como la de la primera vez que entré en aquel lugar. Dieron las diez y cuarto, el programa de una lavadora finalizó emitiendo un pitido. La señora Wachowski no apareció por la puerta, un destello de luz, un mosquito dio a parar a la trampa. Una vez la lectura del Emilio de Rousseau hizo que Kant se olvidase durante unos días de su paseo diario. Sonó el tintineo de la puerta al abrirse, un hombre entró con un walkman, llevaba la música tan alta que podía escucharse en toda la lavandería. Dieron las diez y veinte, ni rastro de la señora Wachowski. El ventilador de la esquina dejó de funcionar por algún motivo, el calor empezó a hacerse más patente. Tic-tac, a una mujer se le desparramaron las monedas por el suelo. Me acerqué para ayudarle, cacé con el pie un centavo que se dirigía hacia la puerta y entonces vi a la señora Wachowski a través del cristal.

Acaban de atropellar a Harold justo aquí enfrente anunció al entrar, con su voz ronca y el cigarrillo en la boca.


Hada

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