miércoles, 19 de junio de 2019

El pescador de razones (by Guille)

Mi nombre es X y vivo cerca de todos ustedes. Normalmente paso desapercibido, me muevo entre la gente y me dedico a coleccionar sueños o experiencias extraordinarias. Trabajo en Nuboteca. Se preguntarán qué diablos es esto. Pues bien,  almaceno los sueños de la gente, aquellos que han sido vividos o los que no. En realidad almaceno agrupaciones de recuerdos o imaginaciones , los suficientes para evocar una situación de vida, con todos sus detalles; entorno, olores, sonidos, percepciones, afectos, simpatías  .... En concreto yo, estoy especializado en las sensaciones de máxima plenitud y satisfacción. A esa imperecedera sensación de intemporalidad, de felicidad. Otros compañeros se dedican a otras especialidades; secciones como: miedo, nostalgia, amor, sexo, lujuria, pasión, adrenalina, éxito, drogas, ...En estas situaciones de vida se generan un sin fin de emociones y eso es lo que vendemos. Son efímeras, sí, pero más allá del retrogusto amargo que se puedan generar a la vuelta del "viaje" son experiencias extrasensoriales. Auténticas y propiamente vividas.

Claro está, depende qué experiencia consumas, de su nivel de intensidad, y de dónde la consumas, esta puede ser más o menos placentera; podría ser incluso peligroso. Imagínen que sufre un trauma a su retorno a la vida real. Hay gente que se ha quedado marcada hasta el resto de sus días por experiencias concretas; lo mismo pasa con nuestras experiencias diferidas. Para ir con precaución, debemos seguir las instrucciones. Depende de los niveles, claro está. Distinguimos nivel de realismo y nivel terapéutico. A partir de los niveles  11 y 21 respectivamente se necesita atención terapeútica para evitar secuelas psicológicas.

Estás experiencias de vida consiguen contextualizar a cualquier cliente, en cuestión de segundos, en otra vida y sentirse dentro de ella. Reaccionar dentro de ella. Es una de las experiencias más intensas para cualquier ser humano. Piensenlo, podrían vivir cualquier momento de cualquier persona que haya sido vivido o podrían situarse en cualquier situación que quieran vivir. Por ejemplo, podrían ser la chica que vivió el romance de la película más bonita o ser la espía más inteligente en el momento más crítico que les parezca. Podrían ser un actor en plena actuación o su personaje, un alpinista coronando el Everest o cualquier otra persona. Esta es la cuestión. Podemos jugar a ser quienes queramos en la situación que queramos. Qué les parece?, Qué momento elegirían?, de quién?, de qué época?, Porqué?, Cómo creen que lo vivirían?...

Los sueños o las situaciones de vida estan siempre por el aire, en pequeños volúmenes y /o rincones. Son difíciles de localizar porque no son casi visibles. Es por esto que dónde más fácil es localizar estás masas de aire con experiencias es en las nubes. Porque se ven cuando estas adquieren una tonalidad y una textura diferentes y, además, porque en las nubes es donde más información se retiene sobre las experiencias.

Ayer pesqué tres nubes. Me parecieron interesantes y francamente rentables, claro está. Hoy  hace un día gris, con un viento horrible, y las nubes pasan muy rápido con lo que son difíciles de atrapar. Además vienen con mucha agua de lluvia y esto también dificulta su captura. Hoy las nubes son más tristes que otros días. Los sueños que evocan son más costoso, más trabajados. Otros días es como pescar, esperas a verlas venir y, simplemente, ellas simplemente  vienen hacia tí.

Ahora mismo estoy en el campo. Intento localizar una nube en concreto, la que se gestó el día que Rafael Nadal coronó la quinceaba Copa de los Mosqueteros justo en el momento de la consecución del último punto del partido.  Esta nube tendrá una de los mayores retornos de inversión que haya conseguido jamás y, además, hará disfrutar a millones de personas. No será fácil cazarla, hay que tener muchas cosas en cuenta, la velocidad, la dirección, el sentido, las rachas de viento, la humedad, el peso específico, la temperatura... Luego, una vez cazada ya vendrán los trámites operativos y  administrativos: almacenarla, darla de alta en el registro de la propiedad, asegurarla, negociar los derechos de privacidad del autor original, ... un lío...

Y ustedes se preguntarán, por qué tanto lío? Pues bien, en primer lugar porque hay que ganarse la vida con algo y, en segundo, porque este negocio plantea uno de los debates más interesantes de la actualidad social. Después de todas las evoluciones tecnológicas y las que se preveen para este año 2025, una vez más, el ser humano vuelve a mirarse el ombligo. El debate que se plantea en la calle es si el aprendizaje es suficiente para que nos adaptemos a los nuevos tiempos. Ante las incertidumbres y el desarraigo que nos provoca la evolución, lo que más nos afianza es el camino recorrido, un camino coherente, ordenado dentro de sus desórdenes, razonable y con sentido; lo que llamamos nuestra historia personal. Pues bien, si nuestras historias personales se basan en la razonabilidad, en la subjetividad del recuerdo, y si la razón, como bien dijo Emile Cioranes, es una puta que sobrevive mediante la simulación, la versatilidad y la desvergüenza  porqué no marcar ese camino como consecuencia de las más elevadas experiencias?.

Mira, mira... un segundo; ahí está... que la pillo, que la pillo... aaaahhh!...ups,... sí, si,...ya, ya.... la tengo, la tengo...oh, oh, oh, no, no no,...joder, joder...se fué...no me lo puedo creer! ... Si es que no tendría que haber estado hablando con ustedes, lo ven?...

Nada, otro día perdido. Tendré que esperar un año más, y a ver si gana el español otra vez, buff... y si conservo el empleo, claro...


miércoles, 12 de junio de 2019


Los Cauzadores de almas

relato a partir de una imagen II por el Abejaruco viejo


Me crean o no yo estuve allí un tiempo justo después del accidente. Cierto que pocos lo han visto en vida y nadie debería verlo en muerte, pero sepan ustedes que existe un lugar infinito y adimensional donde la falta de vida y la muerte se entrecruzan. Hago bien en distinguir muerte de falta de vida, porque a lo que quiero referirme es a que cuando algo muere no tiene derecho a volver a vivir y sencillamente se pudre allá donde lo dejen. Sin embargo existe un punto medio entre la muerte y la vida y créanme que es bien real. ¿No me creen? Pues respóndanme a esto. ¿Dónde estamos cuando somos apenas un amasijo informe de carne en el vientre de nuestra madre? Lo diré de otra manera, ¿dónde está nuestra esencia, alma, espíritu o como quieran ustedes llamarlo? ¿Dónde estuvo la mía cuando falté a la vida en mi accidente? Sí, no se sorprendan que he dicho bien. Falté a la vida.
Tuve la suerte de conocer al médico que me asistió en el mismo lugar del accidente. ¿Saben qué me dijo? Que es un milagro que no me quedaran secuelas ya que estuve literalmente muerto más de tres minutos. El buen doctor al que debo la vida se equivocaba. No morí tres minutos, solo estuve falto de vida. La única diferencia, a mi entender, con morirse de verdad es que a los que les pasa lo que a mí nos conceden el derecho a volver. No me pregunten quién lo concede ni por qué, el caso es que aquí estoy. He sido uno de los pocos turistas de la muerte y deseo contarles cómo es, aún a riesgo de ser calificado de excéntrico, bobo o falto de razón.
Pues debo reconocer que aunque no me haría una casita allí, ese lugar resultó a su modo agradable. No sentía frío ni calor y recuerdo sentir menos peso del que ahora soportan mis pies. No recuerdo haberme visto a mí mismo, pero sí todo lo que ocurría a mi alrededor. Veía perfectamente sin necesidad de gafas ya que estoy seguro de no llevarlas porque no murieron conmigo, si me permiten la frivolidad. Caminar no me costaba esfuerzo alguno y daba lo mismo que fuera cuesta arriba o cuesta abajo. Y créanme si les digo que había infinidad de cuestas. Yo en concreto, estaba rodeado de montículos como si me hallara en medio de un siniestro aquelarre de enterramientos tumularios. Más no me sentía incómodo.
Quise tener mejor vista y reconocer el lugar donde me encontraba así que elegí el más alto de ellos para ascender. Accedí a la cima en un santiamén y lo que desde allí pude ver me dejó maravillado. Todo a mi alrededor eran secuencias infinitas de colinas tumularias como la que acababa de ascender, pero lo que más me maravilló fueron los sembrados de nubes. Eran miles, si no millones y mirara donde mirara todas las laderas de las colinas y algunas cumbres estaban sembradas con nubes. ¿Cómo explicarlo? Imaginen multitud de troncos finos como una maroma portuaria, pero muy altos, plantados desordenadamente por doquier. Imagínenlos coronados por penachos de ramas más finas aún y muy tiesas, irguiéndose hacia el cielo.  Imaginen que esas tiesas ramitas en lugar de introducirse, como es natural en una copa superpoblada de hojas verdes, se perdieran de vista al introducirse en una copa hecha de girones de vaporosas nubes. Imaginen por último estar en medio de tal maravilla. ¿No sería un espectáculo digno de un rey? Pues yo lo vi.
Esos… árboles de nubes eran como una plaga del Señor. Ningún montículo en derredor mío se libraba de ellos. Las colinas parecían alfileteros ensartados por palos de algodones de azúcar como los que se ven en las ferias, pero a tamaño gigantesco. Todos se inclinaban del mismo lado y esto me pareció harto curioso porque no sentí viento alguno que pudiera causar tal reverencia. A buen seguro que me hubiera quedado allí para siempre admirando tal maravilla de no haber sido porque al poco, una sombra en movimiento llamó mi atención.
 No quedaba lejos de mí así que no me costó nada distinguir la figura de un hombre que paseaba tranquilamente por entre el bosque de troncos nublados. Era delgado y bien parecido y aunque no podría precisar su edad, se le veía joven pese a que en su coronilla una escasa mata de pelo raleaba.
No andaba ocioso. Tocaba cada uno de aquellos extraños troncos si le venían al paso, los agarraba con la mano y tiraba de ellos consiguiendo que algunos se balancearan lenta y armoniosamente por un rato. Parecía que necesitara mecerlos como una madre a sus retoños. En un momento dado y sin detener sus quehaceres me miró. Me saludó con la mano abiertamente y sin extrañeza alguna, como si el hecho de que estuviera yo allí fuera para él, la cosa más normal del mundo. Correspondí al saludo y acto seguido me hizo nuevas señas para que me acercara. Lo hice presto, más no consigo recordar muy bien cómo. Simplemente quise hacerlo y de repente me vi plantado a corta distancia de él. Lo que sí recuerdo con nitidez es que desde el momento en que me planté delante de aquel extraño, aunque les juro por Dios era la primera vez que le veía, sentí una familiaridad abrumadora como la que se siente al conocer en persona a un primo con el que te has carteado toda una vida, pero al que no habías podido ver hasta entonces. Tanto es así que sentí una incomprensible y a la vez gran alegría de verle y me sobrevinieron unas fortísimas ganas de abrazarle, aunque por educación, no lo hice. Pero sí decidí saludar.
-          Buenos… – y entonces caí en la cuenta de que en aquel lugar no lucía ningún sol que pudiera orientarme sobre la hora, nada proyectaba sombra alguna y el cielo carecía de color así que cambié mis modales por sana curiosidad – ¿Dónde estoy?
-          En el espectro no visible del mundo – me respondió.
-          Perdón, no entiendo nada. Le ruego concrete algo más.
-          Tú estás en realidad en el mismo sitio donde tuviste el accidente – el accidente, ya no lo recordaba – al menos la parte visible de ti, la otra parte está aquí conmigo, cosa que agradezco ya que no hay demasiadas oportunidades de hablar con alguien en este lugar. Estás justo en el corazón de las colinas de las almas perdidas.
-          ¿Quiere usted decir que he muerto a causa del accidente y que estoy vagando perdido por este jugar? – inquirí.
-          No. Tú tienes derecho a volver si así lo deseas y créeme, todos lo desean.
 Por extraño que les parezca, nada de lo que me decía aquél hombre me sorprendía. No entiendo el porqué, pero cada retazo de información que me brindaba lo asumía con la misma naturalidad con la que asumo las noticias que leo en el diario cada mañana.
-          ¿Y quién es usted si es que puedo preguntarlo?
-          Agradezco de veras tanta formalidad pero no es necesaria. Sé que has sentido que somos familiares aunque yo he vivido en un tiempo tremendamente alejado del tuyo. Te explicaría con gusto quién soy, pero no tienes tanto tiempo así que me centraré en qué soy. Soy un “cauzador de almas”.
-          Será cazador – interrumpí.
-          No, no. “Cauzador” de cauce, no de caza.
Tuve que poner tal cara de tonto al escuchar aquella palabra que tras dedicarme una breve sonrisa, aquél hombre sin nombre continuó.
-          Verás, no todos los muertos se mueren del todo. Algunos se mueren pero no se dan cuenta y su alma se queda enganchada en un bucle infinito de acontecimientos del que no pueden salir. Normalmente repiten siempre algo que les gustaba hacer especialmente en vida. Una profesión, un día agradable, una conversación, un paseo por un lugar bonito… En fin lo que fuera que les agradara. En otras ocasiones por desgracia, repiten en bucle situaciones no tan agradables. Su ejecución, una terrible tortura, un deseo de venganza, un asesinato o un largo encierro que les llevó a enloquecer. Hay casi tantas situaciones posibles como estrellas en el cielo. Esas almas no están donde deben estar, están perdidas y no ven más allá de su estrecha realidad repetitiva.
-          ¿Y dónde se quedan como dice usted, enganchadas?
-          Se quedan demasiado cerca del mundo visible y a veces inevitablemente se entrecruzan con él. Eso es lo que los vivos tienen entendido que es una casa encantada, un buque fantasma, un bosque encantado y cosas así. Pero esas almas deben completar el ciclo como todas las demás. Somos nosotros, los “cauzadores” los que nos encargamos de eso.
-          Entiendo y, ¿cómo lo hacen?
-          Pues es bastante sencillo en realidad y muy gratificante – y señalando con el dedo hacia arriba me preguntó –. ¿Ves las nubes de diferentes tamaños al final de las cuerdas?
Diantre si las veía. Pero debo admitir que en cuanto me fijé con detenimiento y a esa distancia, vi con claridad cristalina que lo que yo confundía con troncos en realidad resultaron ser cuerdas de vasta manufactura y buen grosor.
-          Las veo.
-          No son nubes en realidad. Son un amasijo de almas. Invisibles al principio pero que conforme se van agrupando se hacen más visibles en este lado del mundo. Mira, todas las cuerdas que puedes ver a tu alrededor empiezan siendo apenas un hilo tan fino que apenas se hace visible. Nosotros los “cauzadores” clavamos una estaca al suelo y atamos en ella ese primer filamento invisible. El hilo sube hacia tu mundo atravesando el cielo incoloro que tienes sobre ti y busca serpenteando por allí hasta que encuentra una de estas pobres almas perdidas. Una vez la localiza, se le enreda como haría el hilo de una tela de araña alrededor de un insecto, lo que pasa es que este hilo es tan fino que las almas ni lo notan y debe ser así porque si no se soltarían, ya que ellas creen estar vivas y no desean abandonar vuestro mundo de ninguna manera. Nosotros, que sabemos perfectamente cuándo un alma está enredada, lo que hacemos es volver a la estaca y tirar otro hilo que localizará otra alma y así hasta el fin de los días.
-          Dices que los hilos son invisibles pues, ¿cómo es que ahora todas las cuerdas que veo son tan gruesas?
-          Las almas enredadas no paran quietas y como te he dicho una estaca puede llevar sujetos miles o millones de hilos. Conforme van acumulándose las almas enredadas en sus hilos y éstos a su vez van enredándose en pos de la estaca – dijo esto dando dos palmaditas en una de ellas –, van formando una hilada cada vez de mayor grosor lo que hace que deje de ser invisible.
-          ¡Miles o millones de hilos cada estaca! – no pude evitar mirar a mi alrededor una vez más porque ciertamente me encontraba en medio de un auténtico sembrado de estacas, la magnitud de lo que me relataba era descomunal – Pero debe ser una labor de…
-          Siglos. Sí – me interrumpió –. Aquí una cosa que sobra es el tiempo.
-           Un momento, me ha dicho antes que todas deben completar el ciclo…
-          Cierto – me cortó de nuevo – nosotros nos encargamos de eso. Sólo debemos esperar a que la cuerda alcance el color y el grosor adecuados y entonces tiramos de ellas. Las almas siempre se resisten pero están tan enredadas que no pueden escapar. Nosotros comprobamos la tensión de cada cuerda, cuando una se muestra muy tirante la dejamos pero si al tirar notamos debilidad, la enrollamos alrededor de la estaca. Así poco a poco vamos acortando la distancia con el suelo de este mundo y cuando no queda más cuerda que enrollar…
-          ¿Sí? – interrumpí yo esta vez con avidez.
-          Entonces las almas abandonan el mundo de los vivos, se encauzan hacia donde deben estar y el ciclo vuelve a empezar.
-          ¿Cómo?
-          Muy sencillo. Este campo de colinas y estacas es infinito, pero no es el único, hay más campos infinitos como éste. Tú has aparecido en el mío, pero en los otros campos hay otros “cauzadores” con otras funciones. Por ejemplo hay otro campo que encauza almas de dentro hacia fuera, es decir, almas que salen de allí a la vida. Son los que guían las almas a sus nacimientos. Otros, los más afanados, hacen la labor contraria y guían a las almas a su lugar desde que a sus cuerpos les llega la muerte. Esas no pasan por aquí.
-          Pero por todos los santos sólo este campo es infinito  ¿tantos hombres hay de almas perdidas que se necesita una extensión semejante?
-          ¿Por qué supones que sólo son las almas de los hombres las que se encauzan aquí? – y por segunda vez me sonrió – Esta es una labor constante y que ocupa mucho tiempo, pero al final todas las almas perdidas son encauzadas. Algunas nos cuestan siglos, otras sólo unos años. Imagina que nunca las encauzáramos, cuando fueras de paseo al campo te atormentarían las almas de algún hombre de las cavernas o de algún animal prehistórico y eso no puede ser. Si no fuera por nosotros la vida no existiría y nada evolucionaría, porque debes saber que ninguna alma nace exactamente igual que cuando nos llegó. Vuelven un poco cambiadas.
Justo entonces detuvo sus pasos, dejó de hablar y giró la cabeza bruscamente. Yo casi no me di cuenta de ese cambio de actitud porque en mi cabeza bullían miles de preguntas que deseaba hacerle, sin embargo su expresión se tornó taciturna y sombría.
-          Sólo tengo tiempo de advertirte sobre algo – continuó diciendo – cuando llegue tu hora sea cuando sea, no explores el mundo que se abrirá ante tus ojos por ti mismo. Pégate al cauzador que irá a recibirte y síguele a dónde vaya.
-          No entiendo.
-          Hay ciertas almas que tratan de separarse de su cauzador, se pierden y se transforman en eso.
Y entonces señaló a lo lejos una forma que no sabría definir muy bien en términos de este mundo. Imaginen que en una preciosa postal se abriera un agujero provocado por una llama que la devora desde el medio hacia los extremos. Imaginen que dicho agujero no dejara pasar la luz y su contorno sufriera constantes deformaciones y horribles cambios gracias a los cuales pudiera desplazarse hacia ustedes. Eso fue lo que vi y recuerdo que quedé horrorizado.
-          ¿Qué criatura es esa? – inquirí.
-          No hay tal criatura. Es un vacío errático. Un alma infinitamente errante cuyo único objetivo es sustituir a los que caen aquí como tú para volver al mundo de los vivos. Pero eso no podemos consentirlo porque desde tu mundo vendría una persona y volvería eso otro. Nuestro tiempo juntos ha expirado.
Y sin dejar de mirar aquella cosa informe, oscura y vil extendió un brazo hacia mí y sentí que algo me impulsaba con una fuerza irresistible fuera de allí.
Recuerdo entonces abrir los ojos y ver la cara del buen doctor dedicándome una sonrisa entre sorprendida y alegre. Luego perdí la consciencia y la recuperé cuando ya estaba tumbado en la cama de mi habitación de matrimonio con mi mujer sentada a los pies.
En fin mis queridos amigos, mi relato concluye aquí. Desde esta noche pueden decir ustedes que conocen al único turista que tras un breve paseo por el inframundo volvió a éste sin secuelas y con una buena historia de contar. O pueden decir que conocen a otro viejo excéntrico y medio chiflado que tras casi morir en un accidente quedó mermado de razón. Eso lo dejo a su sabio entendimiento.
Y ahora si me lo permiten voy a rellenarme el vaso con un poco más de güisqui con agua, me acercaré al calor de la chimenea y estaré encantado de responder a todas sus preguntas si son capaces de hacerlas en orden y sin atropellarse.



                                                ORVILLE

Cedar Rapids, Iowa, 1878


El maestro, detrás de su mesa, leía en voz alta un fragmento de un libro de texto: “Los hombres andan por los caminos. Los pájaros vuelan por el cielo. Las serpientes reptan por la tierra…” Los alumnos copiaban. Y copiaban. El señor Evans pronunciaba cada palabra con claridad, intentando que se distinguiera cada silaba, vocalizando con esmero. A veces, levantaba la vista disimuladamente para vigilar a sus pupilos, cerciorarse que todos estaban haciendo su trabajo. Y todos lo estaban haciendo, excepto uno. Orville no movía el lápiz al ritmo de su dictado. Tampoco levantaba la cabeza como el resto de los alumnos cuando hacía una pausa demasiado larga. “Las mariposas aletean sus alas. Los ratones se esconden en las madrigueras. Y…” Cuando pronunció estas últimas palabras el maestro, que se había levantado sin dejar de leer, estaba a un palmo de su pupitre de madera. “Y las cucarachas son sólo eso, cucarachas. ¡Orville!” El muchacho levantó la cabeza sobresaltado cuando escucho gritar su nombre. Vio la cara rechoncha y enrojecida de su tutor, que le cogió de una oreja y tiró hacia arriba. “¿Se puede saber que está haciendo usted, señorito?” Miró la mesa: el cuaderno no contenía ninguna de las palabras dictadas. En cambio, sí tenía una especie de dibujo. El maestro lo cogió y se lo acercó un poco más para observarlo mejor. El color rojo anterior de su cara se convirtió en violeta. “Esto vas a tener que explicarlo al director, señorito” Y sin soltarlo de la oreja lo arrastró entre los pupitres hasta la puerta, mientras se oían algunas risas del resto de alumnos.
 


-Señora Susan, como usted sabe, este colegio y también la comunidad, tenemos un aprecio enorme hacia su familia. Todos sabemos la labor que su marido realiza en la Iglesia, su compromiso con nuestras creencias y su dedicación a la hora de predicar nuestro evangelio por todo el país.

El despacho del director no era muy amplio. La mesa tenía una pila de documentos, una biblia y montones de cartas desordenadas. En una de las paredes había una cruz.
-Sí, señor director. Y sabe que nosotros, mi marido y yo, también estamos muy agradecidos con usted y con el colegio- contestó Susan. En realidad, sus palabras no eran del todo ciertas. Ella y su marido, desde hacía algún tiempo, pensaban que el Colegio no podía dar a sus hijos lo ellos necesitaban. Habían pensado muchas veces en enviar a sus hijos a otros colegios pero eran muy caros y además estaban lejos de casa. También el trabajo de Milton en la Iglesia no era ninguna ayuda a que sus hijos fueran a una escuela distinta.
- Y este afecto y esta gratitud la hemos tenido en cuenta en muchas ocasiones a la hora de aplicar las normas disciplinarias a sus hijos. Y cuando digo “sus hijos” me refiero obviamente al pequeño Orville- añadió el director. Susan sabía perfectamente que se estaba refiriendo al pequeño - Ya sabe que respecto a Wilbur estamos muy orgullosos de él. Sus notas son magníficas.

-Sí, Wilbur es muy aplicado. Aunque debo decirle que el pequeño es muy inteligente.
-Sabe que no estamos cuestionando la inteligencia de su hijo. Sabemos que tiene buenas aptitudes. Sólo que su actitud es la que nos preocupa. No es la primera vez que tenemos esta reunión para hablar de su comportamiento.

-Sí, lo sé.

-Y sobre todo es el maestro de su hijo, el señor Evans, quien lo padece en mayor medida. El dibujo que ha hecho hoy durante la clase ha sido una ofensa inconcebible.

El director puso el cuaderno sobre la mesa, encima de las cartas. Susan se inclinó para mirarlo mejor. Se quedó un poco desconcertada.

-Sabe: no logro entender bien el dibujo. Mi hijo puede ser a veces muy travieso pero, en ningún caso, es una persona ofensiva. Todos nuestros hijos han sido educados en el máximo respeto hacia los demás. Seguro que Orville no ha querido burlarse del maestro.

-Señora Susan. Sinceramente: me gustaría creerla. Pero el señor Evans está muy dolido, y créame yo también le comprendo a él. Esta vez tenemos que aplicar las normas disciplinarias con todo su rigor.

-Lo entiendo, señor director. Las normas son las normas.

-Miré. Vamos a expulsarlo unos días. Intenten hacerle reflexionar sobre su comportamiento y motivarle para que sea consciente de que las enseñanzas que se imparten en este Colegio van a ser determinantes para su futuro. Tener un buen expediente académico puede abrirle muchas puertas. Aunque su hijo aún es muy pequeño, es en estas edades donde se forja el carácter de uno. Si sigue por este camino, sólo Dios sabe que puede llegar a ser de él. Por cierto, su marido el Señor Milton… ¿Por qué no ha venido?

- Está de viaje por Illinois. Su nuevo cargo en la Iglesia le exige desplazarse mucho, dando conferencias, teniendo reuniones, ya sabe. Estará ausente durante un tiempo. Se va a disgustar mucho cuando se enteré de lo ocurrido.
-No se preocupe, señora Susan. Su marido será comprensivo. Y esperemos que su hijo al final enderece el rumbo. 


Esa noche Orville fue castigado a cenar en su dormitorio. Se sentó en una de las sillas del escritorio y empezó a comer el pavo asado que había preparado su madre. No tenía mucho apetito. No le gustaba que le castigarán y menos cenar sólo. Podía oír la algarabía que ascendía por las escaleras hasta el cuarto. Se imaginó lo que estaría ocurriendo en la cocina, con todos sus hermanos mayores peleándose por la comida y hablando todos a la vez. Aunque sus padres pertenecían a la Iglesia Presbiteriana no eran tan estrictos en el cumplimiento de las normas como otros padres de sus amigos.
-Hijo mío. Sabes que en el Colegio hay que portarse bien, lo hemos hablado muchas veces. Hay que ser obediente, prestar atención y hacer los deberes. Y, sobre todo, no hay que burlarse de nadie y menos del maestro- dijo su madre. Susan había entrado en la habitación de su hijo y se había sentado en la cama de Willbur, que estaba más cerca del escritorio. Los hermanos Orville y Willbur compartían el dormitorio. Se sentían afortunados porque era la habitación más amplia de la casa, mayor incluso que la de sus padres, y podían tener en ella todos sus juguetes y también los artilugios que solían construir. Ellos llamaban a su habitación “el taller”.
-Mamá, te prometo que no me he burlado del Señor Evans.
- ¿Seguro que no? Entonces este dibujo del cuaderno ¿qué significa?

Susan le enseñó el cuaderno. Orville pudo ver el dibujo otra vez. Estaba a punto de terminarlo cuando había sido descubierto por el Señor Evans. El ejercicio que estaban haciendo en clase le había sugerido una idea inusual que lo había entusiasmado. El muchacho miró a su madre. Luego miró hacía la pared, donde colgaba una estantería. Entre libros de matemáticas y mecánica, un ábaco de madera, un giroscopio y una bicicleta de metal en miniatura, había un juguete cuya forma era distinta al resto. Era el último juguete que su padre le había regalado a su hermano Wilbur por su décimo primer cumpleaños. De sólo una pieza fabricada en bambú, con forma pentagonal y hueca por dentro, tenía unas aspas rectangulares que emergían del centro. Una banda de goma se utilizaba para girar las aspas y el juguete se mantenía suspendido en el aire unos segundos. Su madre contempló asombrada el juguete y volvió a ver el dibujo del cuaderno. Una bombilla se encendió en su interior. En el dibujo aparecía un señor orondo que estaba dentro de una pieza pentagonal y tenía unas aspas alrededor. Estaba volando por el cielo junto a una bandada de pájaros. Debajo de ellos había hombres, serpientes y hasta un camino. Susan sonrió. Le hizo gracia pensar que el Señor Evans y su enorme barriga pudieran volar sentados en un siniestro aparato de bambú.  

-¡Menuda imaginación tienes, hijo mío!- y le apartó el flequillo de la frente- Bueno, descansa y mañana hablaremos, que hoy ha sido un día intenso- le dio un fuerte beso y se marchó.

Esa noche Orville se desveló. La respiración fuerte de su hermano Wilbur, que estaba frito en la otra cama, no le dejaba dormir. Se acercó a la ventana, que estaba abierta. Apenas se oía ningún ruido. Quizá algún chasquido de algún animal nocturno. El cielo estaba inmenso. La luna, redonda como una rueda. Se acordó de su dibujo y del Señor Evans montado en el juguete de bambú, con esas bandas giratorias, los pájaros. Una estrella fugaz partió en dos el cielo. Se mantuvo un par de segundos y desapareció. Al tumbarse de nuevo en la cama se quedó mirando al techo. Empezó a imaginarse al Señor Evans, montado en un aparato volador, partiendo en dos el cielo como lo había hecho la estrella fugaz. “Sería alucinante”, dijo en susurros.  Y se durmió. Seguramente a partir de esa noche fue cuando empezó a soñar despierto. *


                                        FIN


*Orville abandonó la escuela cuando era un adolescente. No llegó a poseer ningún título académico oficial. Wilbur, siguió estudiando y sacando unas notas brillantes en el bachillerato, pero cuando tenía que ir a la universidad tuvo un accidente que le impidió seguir estudiando.

Los hermanos Wright, Orville y Wilbur, llegaron a crear su propio periódico, montaron una empresa de bicicletas y fueron los primeros en realizar un vuelo en un avión propulsado por la fuerza de su motor el 17 diciembre de 1903. Son considerados los padres de la aviación moderna.

Rafael Mercé


 






lunes, 10 de junio de 2019

El otro (Jorge Luis Borges)

El hecho ocurrió en el mes de febrero de 1969, al norte de Boston, en Cambridge. No lo escribí inmediatamente porque mi primer propósito fue olvidarlo, para no perder la razón. Ahora, en 1972, pienso que si lo escribo, los otros lo leerán como un cuento y, con los años, lo será tal vez para mí.
Sé que fue casi atroz mientras duró y más aún durante las desveladas noches que lo siguieron. Ello no significa que su relato pueda conmover a un tercero.
Serían las diez de la mañana. Yo estaba recostado en un banco, frente al río Charles. A unos quinientos metros a mi derecha había un alto edificio, cuyo nombre no supe nunca. El agua gris acarreaba largos trozos de hielo. Inevitablemente, el río hizo que yo pensara en el tiempo. La milenaria imagen de Heráclito. Yo había dormido bien; mi clase de la tarde anterior había logrado, creo, interesar a los alumnos. No había un alma a la vista.
Sentí de golpe la impresión (que según los psicólogos corresponde a los estados de fatiga) de haber vivido ya aquel momento. En la otra punta de mi banco alguien se había sentado. Yo hubiera preferido estar solo, pero no quise levantarme en seguida, para no mostrarme incivil. El otro se había puesto a silbar. Fue entonces cuando ocurrió la primera de las muchas zozobras de esa mañana. Lo que silbaba, lo que trataba de silbar (nunca he sido muy entonado), era el estilo criollo de La tapera de Elías Regules. El estilo me retrajo a un patio, que ha desaparecido, y a la memoria de Álvaro Melián Lafinur, que hace tantos años ha muerto. Luego vinieron las palabras. Eran las de la décima del principio. La voz no era la de Álvaro, pero quería parecerse a la de Álvaro. La reconocí con horror.
Me le acerqué y le dije:
—Señor, ¿usted es oriental o argentino?
—Argentino, pero desde el catorce vivo en Ginebra —fue la contestación.
Hubo un silencio largo. Le pregunté:
—¿En el número diecisiete de Malagnou, frente a la iglesia rusa?
Me contestó que sí.
—En tal caso —le dije resueltamente—usted se llama Jorge Luis Borges. Yo también soy Jorge Luis Borges. Estamos en 1969, en la ciudad de Cambridge.
—No —me respondió con mi propia voz un poco lejana.
Al cabo de un tiempo insistió:
—Yo estoy aquí en Ginebra, en un banco, a unos pasos del Ródano. Lo raro es que nos parecemos, pero usted es mucho mayor, con la cabeza gris.
Yo le contesté:
—Puedo probarte que no miento. Voy a decirte cosas que no puede saber un desconocido. En casa hay un mate de plata con un pie de serpientes, que trajo del Perú nuestro bisabuelo. También hay una palangana de plata, que pendía del arzón. En el armario de tu cuarto hay dos filas de libros. Los tres volúmenes de Las mil y una noches de Lane con grabados en acero y notas en cuerpo menor entre capítulo y capítulo, el diccionario latino de Quicherat, la Germania de Tácito en latín y en la versión de Gordon, un Don Quijote de la casa Garnier, las Tablas de sangre de Rivera Indarte, con la dedicatoria del autor, el Sartor Resartus de Carlyle, una biografía de Amiel y, escondido detrás de los demás, un libro en rústica sobre las costumbres sexuales de los pueblos balkánicos. No he olvidado tampoco un atardecer en un primer piso de la plaza Dubourg.
—Dufour —corrigió.
—Está bien. Dufour. ¿Te basta con todo eso?
—No —respondió—. Esas pruebas no prueban nada. Si yo lo estoy soñando, es natural que sepa lo que yo sé. Su catálogo prolijo es del todo vano.
La objeción era justa. Le contesté:
—Si esta mañana y este encuentro son sueños, cada uno de los dos tiene que pensar que el soñador es él. Tal vez dejemos de soñar, tal vez no. Nuestra evidente obligación, mientras tanto, es aceptar el sueño, como hemos aceptado el universo y haber sido engendrados y mirar con los ojos y respirar.
—¿Y si el sueño durara? —dijo con ansiedad.
Para tranquilizarlo y tranquilizarme, fingí un aplomo que ciertamente no sentía. Le dije:
—Mi sueño ha durado ya setenta años. Al fin y al cabo, al recordarse, no hay persona que no se encuentre consigo misma. Es lo que nos está pasando ahora, salvo que somos dos. ¿No querés saber algo de mi pasado, que es el porvenir que te espera?
Asintió sin una palabra. Yo proseguí un poco perdido:
—Madre está sana y buena en su casa de Charcas y Maipú, en Buenos Aires, pero padre murió hace unos treinta años. Murió del corazón. Lo acabó una hemiplejia; la mano izquierda puesta sobre la mano derecha era como la mano de un niño sobre la mano de un gigante. Murió con impaciencia de morir, pero sin una queja. Nuestra abuela había muerto en la misma casa. Unos días antes del fin, nos llamó a todos y nos dijo: “Soy una mujer muy vieja, que está muriéndose muy despacio. Que nadie se alborote por una cosa tan común y corriente”. Norah, tu hermana, se casó y tiene dos hijos. A propósito, en casa, ¿cómo están?
—Bien. Padre siempre con sus bromas contra la fe. Anoche dijo que Jesús era como los gauchos, que no quieren comprometerse, y que por eso predicaba en parábolas.
Vaciló y me dijo:
—¿Y usted?
—No sé la cifra de los libros que escribirás, pero sé que son demasiados. Escribirás poesías que te darán un agrado no compartido y cuentos de índole fantástica. Darás clases como tu padre y como tantos otros de nuestra sangre.
Me agradó que nada me preguntara sobre el fracaso o éxito de los libros. Cambié de tono y proseguí:
—En lo que se refiere a la historia... Hubo otra guerra, casi entre los mismos antagonistas. Francia no tardó en capitular; Inglaterra y América libraron contra un dictador alemán, que se llamaba Hitler, la cíclica batalla de Waterloo. Buenos Aires, hacia mil novecientos cuarenta y seis, engendró otro Rosas, bastante parecido a nuestro pariente. El cincuenta y cinco, la provincia de Córdoba nos salvó, como antes Entre Ríos. Ahora, las cosas andan mal. Rusia está apoderándose del planeta; América, trabada por la superstición de la democracia, no se resuelve a ser un imperio. Cada día que pasa nuestro país es más provinciano. Más provinciano y más engreído, como si cerrara los ojos. No me sorprendería que la enseñanza del latín fuera reemplazada por la del guaraní.
Noté que apenas me prestaba atención. El miedo elemental de lo imposible y sin embargo cierto lo amilanaba. Yo, que no he sido padre, sentí por ese pobre muchacho, más íntimo que un hijo de mi carne, una oleada de amor. Vi que apretaba entre las manos un libro. Le pregunté qué era.
—Los poseídos o, según creo, Los demonios de Fyodor Dostoievski —me replicó no sin vanidad.
—Se me ha desdibujado. ¿Qué tal es?
No bien lo dije, sentí que la pregunta era una blasfemia.
—El maestro ruso —dictaminó—ha penetrado más que nadie en los laberintos del alma eslava.
Esa tentativa retórica me pareció una prueba de que se había serenado.
Le pregunté qué otros volúmenes del maestro había recorrido. Enumeró dos o tres, entre ellos El doble.
Le pregunté si al leerlos distinguía bien los personajes, como en el caso de Joseph Conrad, y si pensaba proseguir el examen de la obra completa.
—La verdad es que no —me respondió con cierta sorpresa.
Le pregunté qué estaba escribiendo y me dijo que preparaba un libro de versos que se titularía Los himnos rojos. También había pensado en Los ritmos rojos.
—¿Por qué no? —le dije—. Podés alegar buenos antecedentes. El verso azul de Rubén Darío y la canción gris de Verlaine.
Sin hacerme caso, me aclaró que su libro cantaría la fraternidad de todos los hombres.
El poeta de nuestro tiempo no puede dar la espalda a su época.
Me quedé pensando y le pregunté si verdaderamente se sentía hermano de todos. Por ejemplo, de todos los empresarios de pompas fúnebres, de todos los carteros, de todos los buzos, de todos los que viven en la acera de los números pares, de todos los afónicos, etcétera. Me dijo que su libro se refería a la gran masa de los oprimidos y parias.
—Tu masa de oprimidos y de parias —le contesté—no es más que una abstracción.
Sólo los individuos existen, si es que existe alguien. El hombre de ayer no es el hombre de hoy sentenció algún griego. Nosotros dos, en este banco de Ginebra o de Cambridge, somos tal vez la prueba.
Salvo en las severas páginas de la Historia, los hechos memorables prescinden de frases memorables. Un hombre a punto de morir quiere acordarse de un grabado entrevisto en la infancia; los soldados que están por entrar en la batalla hablan del barro o del sargento. Nuestra situación era única y, francamente, no estábamos preparados. Hablamos, fatalmente, de letras; temo no haber dicho otras cosas que las que suelo decir a los periodistas. Mi alter ego creía en la invención o descubrimiento de metáforas nuevas; yo en las que corresponden a afinidades íntimas y notorias y que nuestra imaginación ya ha aceptado. La vejez de los hombres y el ocaso, los sueños y la vida, el correr del tiempo y del agua. Le expuse esta opinión, que expondría en un libro años después.
Casi no me escuchaba. De pronto dijo:
—Si usted ha sido yo, ¿cómo explicar que haya olvidado su encuentro con un señor de edad que en 1918 le dijo que él también era Borges?
No había pensado en esa dificultad. Le respondí sin convicción:
—Tal vez el hecho fue tan extraño que traté de olvidarlo.
Aventuró una tímida pregunta:
—¿Cómo anda su memoria? Comprendí que para un muchacho que no había cumplido veinte años, un hombre de más de setenta era casi un muerto. Le contesté:
—Suele parecerse al olvido, pero todavía encuentra lo que le encargan. Estudio anglosajón y no soy el último de la clase.
Nuestra conversación ya había durado demasiado para ser la de un sueño.
Una brusca idea se me ocurrió.
—Yo te puedo probar inmediatamente —le dije—que no estás soñando conmigo. Oí bien este verso, que no has leído nunca, que yo recuerde.
Lentamente entoné la famosa línea:
L’hydre —univers tordant son corps écaillé d’astres.
Sentí su casi temeroso estupor. Lo repitió en voz baja, saboreando cada resplandeciente palabra.
—Es verdad —balbuceó—. Yo no podré nunca escribir una línea como ésa. Hugo nos había unido.
Antes, él había repetido con fervor, ahora lo recuerdo, aquella breve pieza en que Walt Whitman rememora una compartida noche ante el mar, en que fue realmente feliz.
—Si Whitman la ha cantado —observé—es porque la deseaba y no sucedió. El poema gana si adivinamos que es la manifestación de un anhelo, no la historia de un hecho.
Se quedó mirándome.
—Usted no lo conoce —exclamó—. Whitman es incapaz de mentir.
Medio siglo no pasa en vano. Bajo nuestra conversación de personas de miscelánea lectura y gustos diversos, comprendí que no podíamos entendernos. Éramos demasiado distintos y demasiado parecidos. No podíamos engañarnos, lo cual hace difícil el diálogo. Cada uno de los dos era el remedo caricaturesco del otro. La situación era harto anormal para durar mucho más tiempo. Aconsejar o discutir era inútil, porque su inevitable destino era ser el que soy.
De pronto recordé una fantasía de Coleridge. Alguien sueña que cruza el paraíso y le dan como prueba una flor. Al despertarse, ahí está la flor.
Se me ocurrió un artificio análogo.
—Oí —le dije—, ¿tenés algún dinero?
—Sí —me replicó—. Tengo unos veinte francos. Esta noche lo convidé a Simón Jichlinski en el Crocodile.
—Dile a Simón que ejercerá la medicina en Carouge y que hará mucho bien... ahora, me das una de tus monedas.
Sacó tres escudos de plata y unas piezas menores. Sin comprender me ofreció uno de los primeros.
Yo le tendí uno de esos imprudentes billetes americanos que tienen muy diverso valor y el mismo tamaño. Lo examinó con avidez.
—No puede ser —gritó—. Lleva la fecha de mil novecientos setenta y cuatro.
(Meses después alguien me dijo que los billetes de banco no llevan fecha.)
—Todo esto es un milagro —alcanzó a decir—y lo milagroso da miedo. Quienes fueron testigos de la resurrección de Lázaro habrán quedado horrorizados.
No hemos cambiado nada, pensé. Siempre las referencias librescas.
Hizo pedazos el billete y guardó la moneda.
Yo resolví tirarla al río. El arco del escudo de plata perdiéndose en el río de plata hubiera conferido a mi historia una imagen vívida, pero la suerte no lo quiso.
Respondí que lo sobrenatural, si ocurre dos veces, deja de ser aterrador. Le propuse que nos viéramos al día siguiente, en ese mismo banco que está en dos tiempos y en dos 
sitios.
Asintió en el acto y me dijo, sin mirar el reloj, que se le había hecho tarde. Los dos mentíamos y cada cual sabía que su interlocutor estaba mintiendo. Le dije que iban a venir a buscarme.
—¿A buscarlo? —me interrogó.
—Sí. Cuando alcances mi edad habrás perdido casi por completo la vista. Verás el color amarillo y sombras y luces. No te preocupes. La ceguera gradual no es una cosa trágica. Es como un lento atardecer de verano.
Nos despedimos sin habernos tocado. Al día siguiente no fui. El otro tampoco habrá ido.
He cavilado mucho sobre este encuentro, que no he contado a nadie. Creo haber descubierto la clave. El encuentro fue real, pero el otro conversó conmigo en un sueño y fue así que pudo olvidarme; yo conversé con él en la vigilia y todavía me atormenta el recuerdo.
El otro me soñó, pero no me soñó rigurosamente. Soñó, ahora lo entiendo, la imposible fecha en el dólar.