domingo, 24 de febrero de 2019

relato de Guille

Qué mar!, la memoria
En aquella cafetería abarrotada de gente, de actividad y de griterío es donde recibió la llamada de su hermana. Se dio cuenta que llevaba una temporada muy estresada y, justo ahora, al hablar con ella, es cuando lo empezó a valorar. De fondo oía el tintineo de cubiertos y vajilla al chocar, las voces de los camareros, alguna conversación de fondo, el tráfico, la radio,… La vida cosmopolita era muy exigente, al igual que su trabajo… recordó la imagen de aquellos fines de semana de casi verano, cuando todavía eran unas niñas…
La mamá lo tenía todo organizado; el coche cargado con las maletas y la comida, el depósito de gasolina bien lleno. Recogería a las niñas a la salida del colegio y se enfilarían hacia aquel pequeño paraíso. La casa, hoy de invitados, se llamaba “El Morito”. Una pequeña y antigua construcción de principios del XIX separada por 50 metros de tierra de la casa de los anfitriones que estaba frente al mar.
Ella era muy diligente; de buena mañana preparó la casa y el desayuno a base de leche fresca, las galletas de la abuela y el bote de cacao. Sí, en aquella casa nunca había un cacao fácilmente soluble. Era una experiencia para las niñas remover y remover la leche del vaso y, aún así, ver que seguía habiendo grumos. Sacar una cucharadita con alguno de ellos, a poder ser uno solo, e intentar morderlo, sentir la extrañeza de cómo se deshacía en la boca e intentar no toser, era una delicada tarea; y a su vez notar su intenso y frío sabor al pasar por la garganta… ooh…
Despertar sentadas a la mesa, en aquella naya sin pintar, de altas y antiguas columnas, con vistas de árida tierra daba la sensación de que el tiempo se perdía. Se presagiaba un día de calor, aún así hacía fresquito, la brisa húmeda y los olores, el sonido de las hojas al ondear y, de fondo, el sonido del mar, suave, constante, tranquilizador, … sin expectativas de qué hacer ese día…quién sabía, hacer agujeros en la tierra, explorar bichitos, coger flores, jugar a la pelota y a muñecas, estar dentro de casa a medio día, bañarse en la piscina de la casa grande, ir a la playa, leer un cuento, ayudar a cocinar, …
- La cuenta señorita, aquí tiene!
- Gracias

Y siguió pensando: “Quién recuerda los descampados… parece que ya no queden…”


miércoles, 20 de febrero de 2019

relato de Amparo


¿Oby?

Como si se tratara de una turbulencia en mi cerebro, sentí un dolor agudo y punzante en la zona occipital. Apenas podía abrir lo ojos. Me llevé las manos a la cabeza, ese simple gesto, me resultó un gran esfuerzo, fue un movimiento lento y tembloroso. Rocé mi pelo, era fino y enroscado, las yemas de mis dedos tardaron en sentir el tacto del cabello. Mi ojo derecho palpitaba como el segundero de un reloj, la zona interna dolía y sentía como si se desviara al interior del tabique nasal.
Me costó mucho abrir los ojos, no había casi luz, descubrí la piel oscura de mis manos y una alianza cuyo destello se alineó con el reflejo de la farola, aquello me hizo fruncir el ceño, y desencadenó en otra punzada profunda que me cortaba la respiración.
Degusté un sabor acre y rancio, necesitaba un sorbo de agua para quitarme aquel asqueroso gusto a vómito.
Un zumbido acompasado penetraba en mis oídos, la humedad me estaba paralizando el cuerpo y el miedo también.
Me incorporé torpemente apoyándome sobre mis codos, llevaba una camisa blanca, perfectamente arremangada, las dobleces estaban alineadas y paralelas, frenaban justo a cuatro centímetros por debajo del codo, parecía de seda. El antebrazo izquierdo lucía un tatuaje elegante y arabesco, pude leer Michelle, completaban la ornamentación un símbolo de infinito y una fecha…pero… ¿quién era Michelle?, ¿qué significaba esa fecha?, ¿Qué día era hoy?, ¿quién soy?
Se sucedieron una tras otra, preguntas en mi cabeza sin respuesta.
Miré a mi alrededor, comenzaba a surgir un resplandor en el horizonte, descubrí que estaba cerca del mar, los zumbidos de mis oídos era el vaivén de las olas. Estaba semisentado en la arena, giré sobre mis espaldas y vi la monumentalidad de un faro, indicando con su parpadeante luz, el rumbo de los barcos.
Ponerme en pie era doloroso y complicado, la zona lumbar estaba casi paralizada, no sentía las piernas, me hundía en la arena y era imposible avanzar hacia el paseo. Era más fácil gatear. A unos metros encontré una americana, debía ser mía, las rayas diplomáticas se repetían en el pantalón. Busqué desesperadamente en los bolsillos de la chaqueta, no encontré nada que me facilitase mi identidad. En el bolsillo interior apareció una tarjeta, pude leer Stanford University, por la parte trasera había una nota, 27 de noviembre, 8:45 AM. Volví a repetirme la misma pregunta, ¿qué día es hoy? ¿por qué veo doble?
De momento mi principal preocupación era encontrar el zapato que me faltaba. Mantener la calma y la serenidad me ayudaría a recobrar la memoria. Debía de estar pasando por un estado de shock, no parecía estar herido ni haber recibido ningún golpe. No presentaba signos de agresión.
Palpando sobre la arena en busca del calzado perdido, tropecé con un objeto, era un mando, al parecer pertenecía a un coche, la imagen de unas alas enmarcaba las palabras ASTON MARTIN. Las guardé en el bolsillo del pantalón. Aquello seguía sin tener sentido para mí. A pocos metros estaba el zapato que faltaba, salpicado en vómito. Era de piel marrón jaspeada, con suela de cuero, en el interior sobre la plantilla en una etiqueta ponía Tanino Crisci.
Me coloqué el zapato, torpemente anudé los cordones, más bien los dejé atados, colgando un cabo por cada lado, no recordaba como se anudaban.
Conseguí incorporarme y comencé a caminar hacia el paseo, con la intención de encontrar el vehículo al que correspondían aquellas llaves.
A pocos metros, sobre el paso de peatones y obstaculizando el carril de bicicletas, había un descapotable gris plata. Mal estacionado, pero no presentaba ningún golpe, sobre el asiento del copiloto una corbata desanudada granate. Inmediatamente me precipité sobre el coche, abrí la guantera, en busca de documentación o algún papel que me ayudara a averiguar mi identidad.
En la guantera solo había una cajetilla de cigarrillos, un paquete de chicles y un sobre amarillo, el cual tenía el precinto abierto, en su interior solo había papeles con muchos números, muy complejos, fórmulas …No entendía nada de lo que ponía, ni sabía interpretar aquellos números.
Empecé a tener miedo, me senté agotado en el asiento del conductor, bajé el parasol para ver mi aspecto, ¿eh?, ¿quién soy? La imagen reflejada en el espejo no me servía de nada, no me reconocía. Una punzada aguda me partió el pecho. Me derrumbé y me dejé caer sobre el volante. Sollozando y envuelto en una inmensa duda y sensación de incredulidad.
Mantén la calma, me decía a mí mismo, esto es pasajero. En unos instantes volverás a ser tú.
Las lágrimas corrían por mis mejillas, el ojo seguía doliendo y dando la sensación de que se iba a salir del sitio.
Del espejo retrovisor colgaba un corazón, por cada lado del corazón una foto, en una la imagen de una mujer, ¿sería Michelle? Por el otro lado dos niñas de unos seis y ocho años, guiñando los ojos, simpáticas y sonrientes. ¿serían mis hijas? ¿tenía familia?   
Decidí relajarme, buscar agua para beber y enjuagarme la boca. Algo debía haberme pasado para estar en esas condiciones. Registrando el coche, los recovecos de los numerosos huecos,
encontré un bote de fármacos, Mestinon 60 mg, el frasco estaba prácticamente entero. ¿Necesitaba medicación?, ¿por qué veía dobles las letras? No había prospecto para leer su contenido y su posología…
Calma, debo mantener la calma, tengo un coche, un fármaco, unas fotos, unas fórmulas, una tarjeta de la Univ...
_¡Oby!, ¡Oby! ¡Cariño! ... Celia ha preparado el almuerzo con el asistente de la campaña electoral, te va a encantar, lleva unas propuestas muy interesantes. Antes has de pasar por el despacho y firmar unos documentos de la embajada y acuérdate también de firmar el acuerdo con la universidad de Stanford. Luego tendrás tiempo para hacer tus ejercicios, pero no podrás usar la piscina cubierta, John ha puesto un producto de choque, dos, tres días, tardará en hacer efecto. Me apetece ir al estudio de Rachel Roy, a ver que diseños tiene para esta temporada, ¿me acompañarás? Será solo una hora, no tardaré mucho, ya llevo las ideas muy claras de lo que quiero. Al acabar podríamos hacer una pausa y tomarnos un zumo de cinco frutas con leche… ¿o no?, ¿será muy arriesgado? ¿Recuerdas cuando éramos novios? Íbamos al cine, con sus respectivas palomitas y refresco… y aún nos entraba el medio litro que nos ponían en aquellas copas…jajaja…el local sigue igual, butacas de mimbre bajitas, las mesas que te llegan a las rodillas, lámparas colgando a la altura de las cabezas, con forma de sombrero... ¡Qué tiempos! Si te parece arriesgado, le decimos a Andrew que nos los traiga, a mí me apetece mucho, llevo días pensando en esos zumos. Nos vendrá bien antes de la consulta con el neurólogo… ¡Ah!, la cita es a las seis, cuando se hayan ido todos los pacientes. Tendrás que contarle que tal te ha ido el tratamiento, yo te noto mejoría.
Desde que Michelle había entrado en la habitación, no había parado de hablar y de moverse de aquí para allá, las cortinas habían cambiado de posición unas tres veces, hasta conseguir la intensidad de luz suficiente, para que el despertar fuera agradable y transitorio. Los cajones de la cómoda, abriéndose y cerrándose habían afinado un melodioso susurro, que se entremezclaba con el zumbido de mis oídos. Sus tacones acompasados y rítmicos, daban el toque de diana de cada mañana. Su silueta danzante me hizo recordar el sentido del tacto, cuando la sensualidad lo era todo. No puedo pasar por alto estos episodios, debo contárselo al doctor.
Michelle se acercó, me dio un tierno beso en la frente. Mientras desaparecía, ya casi en el pasillo, se giró y en esta ocasión fue escueta.
_Obama. Se te ve pálido.





relato sobre memoria (Susi)


UN MAR DE SENTIMIENTOS
No estuve en ese momento, y me siento mal cuando me acuerdo. Y dicen que los hombres no sentimos igual. Y una mierda. Ese sábado por la noche yo preferí irme a cenar a casa de unos amigos que estar con ella. Acabó la cena, un rato de obligada tertulia (porque se me cerraban los ojos), y me fui a casa. Todos la estaban velando. Todos menos yo. Y eso que era su preferido, o eso decía siempre ella.
El cansancio y la impotencia me ahogaban, y me iba hundiendo cada día un poco más. Lo peor de todo es que yo era consciente y lo permitía. Ese año estaba siendo un año duro en el trabajo. Me levantaba cada mañana maldiciendo el día y a mi jefe, que era un tío amargado, sin escrúpulos y falto de cariño, y esa carencia la esparcía en forma de latigazos contra todos nosotros, sus leones chupaculos, atontados con su desmesurada exigencia y su falta de ética. Éramos como barquitas a la deriva, en medio del océano, sin rumbo fijo, con la esperanza de que algún barco nos rescatara, pero ese barco nunca aparecía.
Yo la quería, la quería muchísimo, pero no podía soportar que no nos recordara. Cada vez que iba a verla y tenía que recordarle mi nombre, mi mar se partía en dos, un mar ahora confundido. ¿Cómo me llamo? Ella me miraba y sonreía. Yo le sonreía también. Entonces, me acercaba, le cogía de las manos (de lo que quedaba de ellas), le miraba con ternura y le decía alto y claro la primera letra de mi nombre: “EEEE”. Ella asentía y seguía sonriendo. Entonces yo continuaba: “Ed”. Ella seguía sonriendo, y me miraba con sonrisa picarona, como si quisiera burlarse de mí. “Eduardo”, acababa diciendo yo. Entonces repetía mi nombre y su sonrisa se hacía más grande. Qué oleaje de sentimientos encontrados cada vez que iba a verla: miedo, rabia, ternura, tristeza, resignación… Un vampiro, en mitad de la noche, estaba yendo a su casa, cada día, a chuparle la vitalidad, la energía, la fuerza, y hasta la mala leche que le caracterizaba.
Recuerdo con especial cariño un jueves por la noche. Salí de trabajar. Llegué a casa tarde, cansado, enfadado. La cabeza me estallaba, pero no de dolor. Mis hijas y mi mujer me esperaban, aunque apenas les dediqué un minuto. Necesitaba despejarme, dar un paseo, desconectar. Les dije que no contaran conmigo esa noche. Me puse la ropa de deporte y las zapatillas, para irme a correr, y la corriente me llevó a su casa. Eran casi las diez de la noche. Su calle estaba desierta. Llamé al timbre del portal y me abrieron.
-        ¿Está despierta? - Le pregunté al entrar a la chica que le cuidaba.
-        Está en el salón, sentadita. Iba a acostarla ahora mismo.
El salón estaba en penumbra. Qué paz y qué tristeza. Y ella en su sillón, allí en medio, sola, con la única compañía de aquella lamparita que siempre estaba encendida.
-        Déjanos unos minutos, a solas.
Me agaché, me arrodillé delante de ella. Le cogí de las manos, me quedé mirándola unos segundos y le dije susurrando:
-        Hola. ¿Sabes cuánto te quiero?
Su cabeza miraba hacia el suelo. Intenté levantársela un poco, pero caía de nuevo. Le acaricié la cara.
-        ¿Me oyes?
Ni un suspiro, ni un apretón de manos, ni si quiera una sonrisa.
-        ¿Me oyes? -  dije levantando un poco la voz.
Entonces me tiré encima de ella, la rodeé con mis brazos y me eché a llorar.
-        Te quiero. Te quiero. Te quiero. Te quiero. Te quiero y siempre te querré. Te quiero muchísimo. No lo olvides nunca, por favor.
Me quedé así, abrazado a ella, unos minutos, llorando y diciéndole cuanto la quería, hasta que la postura me invitó a sepárame. Allí, arrodillado, volví a mirarla con todo el cariño y ternura que me quedaba. Todo se lo regalé a ella ese día. Parecía no sentir, ni oír, ni ver. Le di un tierno beso en la mejilla, me levanté, volví a mirarla y me fui. Mi corazón se apretó tanto, que creí que me había quedado sin él. Esa fue la última vez que la vi.
A las dos y media de la madrugada del sábado, sonó el teléfono. Era mi hermana. “La yaya grande (así la llamaban sus biznietos), nos ha dejado”. Me hundí entre las sábanas y lloré de rabia, por no estar en ese momento a su lado.

ejercicio sobre personaje y odio de Susi


COBARDÍA
El día que entré a trabajar en ese colegio pensé, cuando la criticaban, que no eran justos. Debía de ser muy difícil dirigir un colegio, tanto padre exigiendo lo mejor para sus hijos, un montón de papeleo con el que lidiar, un problema, al menos, cada día. Qué fácil es criticar, cuando termina tu jornada, te vas a casa y al día siguiente más. Menuda panda de vagos deben de ser todos estos, me atreví a juzgar.
Aquel día, después de muchos días como ese, lo tuve claro. O conseguía escapar o jamás recuperaría mi dignidad, esa que había perdido al someterme a su osadía, su prepotencia y su hipocresía. De verdad que lo intenté, que traté de hacerle ver que ese no era el mejor camino, que había otras maneras. Juro que procuré darle cariño, pero sólo recibí golpes, cada vez más fuertes. Todo el mundo la criticaba, nadie parecía entenderla. Al principio me daba pena, al final asco.
Entré en su despacho para recibir de nuevo sus ofensas. Otra vez ese olor a pescado podrido mezclado con su perfume, y ver su cara brillante y coloreada con esa cicatriz rara y difuminada, no recuerdo muy bien en que parte de su cara. Allí estaban esperándome algunos de mis compañeros, su marido (una marioneta boba, que daba casi más asco que ella), y la bruja malvada. El ambiente iba caldeándose:
-        - Pero les dijimos a sus padres que le ayudaríamos en todo lo que hiciera falta.
-        - Tenemos más niños en el colegio.
-        - Ya, pero…
-        - Pero nada.
-       -  Les prometimos que…
-        - Yo no he prometido nada.
-        - Sin ayuda, Javi no puede seguir la clase, ni hacer los exámenes...
-        - Que se joda.
“¿Qué se joda?, ¿ha dicho que se joda?, ¿he oído bien?”. La frase retumbaba en mi cabeza y sentí como si me clavaran una flecha en el corazón. “Qué se joda”. Como si no fuera bastante jodido ya tener todas esas dificultades y esos problemas para relacionarse con los demás niños.
-       -  Entonces no puedo poner en su informe que…
-        - Tú pondrás en el informe lo que haga falta.
-        - No puedo hacer eso.
-        - Claro que puedes.
No sé cómo lo dije.
-        - No voy a hacer eso- dije con la boca pequeña.
Esa frase inmovilizó a los allí presentes, y su cara redonda y sudorosa me miró con rabia. “¿Cómo osaba a llevarle la contraria?”
-        - Pues tendrás que atenerte a las consecuencias.
No contesté. Entonces, dirigiéndose al resto de compañeros que había en el despacho, no recuerdo cuántos eran, dos, tres…, preguntó:
-       -  ¿Quién no está dispuesto a hacer lo que yo le diga, por el bien del colegio?
Nadie contestó.
-       -  El que no esté dispuesto a pelear por el colegio que lo diga ahora mismo.
No volví a abrir la boca. Un calor escalofriante se apoderó de mí. Mi corazón empezó a latir a gran velocidad. Quería salir de allí.
-        - ¿Algo que añadir?
Ni un suspiro. “Panda de cobardes”, pensé incluyéndome entre ellos.
-       -  Pues voy a seguir trabajando que tengo muchas cosas que hacer, cosa que, al parecer, vosotros no.
Y en procesión, con la cabeza gacha, empezamos a salir. Yo iba la última.
-       - Y que nadie tenga que darte las gracias por nada- añadió en tono amenazante cuando salíamos de aquel endemoniado despacho- En todo caso tendrían que dámelas a mí.
Al salir, todos la criticaban. Yo no quise participar. Me fui. Me llamaron, pero no me giré. Uno de mis compañeros me siguió y me dijo:
-        - Lo siento, pero ya sabes…
No le miré. Seguí andando.
En cuanto reuní el valor suficiente, dejé atrás aquel maldito lugar, y entonces recuperé mi libertad, aunque tardé algunos años. Me costó una operación de espalda, muchas horas de trabajo invisible, remordimiento, tiempo que no dediqué a quien quería, mucho sufrimiento. Todavía quedan secuelas de aquellos años secuestrada. Hace poco me enteré de que la mayoría de mis compañeros de entonces, ya no seguían allí. Me alegré por ellos y me sentí ganadora. Pero no consigo sentirme bien, todo lo bien que me gustaría.

martes, 19 de febrero de 2019


MURMULLOS

-Murmuro sí, murmuro. Y tú ahí durmiendo como todas las tardes. Aprovecho para hacerlo en tu siesta, para no despertarte. ¡Cómo no voy a murmurar! tengo que quejarme pero no quiero que te enteres. No es que me importe mucho. Entre lo poco que oyes y lo rápido que lo olvidas podría hablarte a gritos que no pasaría nada. Murmurar me sirve para descargar y tengo una edad en la que ya me importa hablar sola.
Mira donde nos ha metido tu hijo para librarse de nosotros este mes de agosto. Entiendo que quiera disfrutar de las vacaciones y de los hijos, pero mandarnos a una playa... digo lo de playa porque está junto al mar y se puede acceder a pie... ¡Menudo pedregal! No hay un grano de arena cerca de la costa.
Esta urbanización es un lujo. Un par de tiendas de alimentación, 4 bares y todo lo demás apartamentos. Ni una sola tienda si no te vas hasta el pueblo. A escasamente tres kilómetros de distancia. Vamos un lugar de lo más divertido.
Tu nuera seguro que le convenció para que nos mandase a esta "recóndita" playa de este "recóndito" pueblo de la provincia de Castellón. Ella con tal de ahorrarse dinero lo que haga falta.
De todas formas hace buena pareja con tu hijo. No quisiste que fuera solo uno, que con un varón ya tenemos sucesor para la empresa. Pues ¡toma! para sustituir a un jefe duro sale una versión corregida y aumentada. ¡La de empleados que me han dicho que te echan de menos! Aunque si tuvieras que mandar con esa memoria ya habríamos quebrado.
No me parece nada bonito que nos quiten de en medio de esta forma y más aún después de tu ictus. Vale que el apartamento está perfectamente equipado, que vienen dos días por semana a limpiar. Que encargamos la compra y nos la traen. Pero tengo la sensación de estar en una cárcel. Aunque la condena sea sólo de un mes.
-¿Qué murmuras? -dijo Juan al despertar-
-Estaba comentándome lo bonita que es esta playa –dije con sorna no disimulada-
-Mujer, bonita no es ¿Pero dónde íbamos a encontrar una playa con tan poco gente para estar tranquilos y junto al mar?

Me quedé mirándolo. No sabía cómo decirle que esta misma mañana había estado quejándose de la playa. Mejor no le contesto, prefiero que este de buen humor.

-Me alegro que te despiertes de tu siesta con buen humor. ¿Has pasado frío?
-No cariño, con esta sabana he dormido la mar de bien. ¿Salimos a dar un paseo?
-Aún no, hace demasiado sol y no es bueno para tu piel ni para mi catarro.
-¿Estás acatarrada? El sol es bueno para el catarro.
-Juan, tengo el catarro de sudar. Y te recuerdo que me constipé el primer día que llegamos arrastrando tu silla de ruedas por la tarde con toda la solana.
-Pero si llegamos ayer.

¿Debía callar o corregirle? Esta vez callaré, ya le corregí lo mismo toda la semana que llevamos aquí. Me quedé mirándolo. Cuando estaba de un humor aceptable aún conservaba la belleza del hombre del que me enamoré.

-¿Quieres tomar algo mientras esperamos el atardecer?
-No necesito nada ahora. Me siento bien aquí. Con el aire fresco en la cara.

Me sorprendía que no se quejase. Le tenía que haber sentado bien la siesta. Estaba encantada que se hubiese olvidado de lo que había comido hoy. Nunca quiere comer cosas sanas y ahora, con ayuda de los médicos, le obligo a que coma bien.
Si mi marido odia alguna comida esa es el hervido. Siempre me dice que es una forma de matar el sabor, de desgraciar los alimentos. Hoy quería que invitáramos a su neurólogo a comer hervido. Me dijo que quería verle la cara que pondría al comer la bazofia que le obligaba a comer a él.
Traté de convencerle que era la mejor comida para su cuerpo. Le dije lo importante que era alimentar las células del cuerpo porqué solo bien alimentadas pueden hacer su trabajo y, como solía hacer en los momentos de lucidez en los que era realmente brillante, me respondió: "Las células no trabajan, sólo hacen su función. ¿Acaso tú sientes que estás trabajando cuando haces tu función?" Me dejó sin palabras. Era cierto, le damos valor a las palabras y pensamos que todo trabaja ya que nosotros trabajamos.
Luego se levantó y él solo llegó a la chaise longue para acostarse. Fui yo a arroparle con la sábana -con una resfriada en casa hay bastante- y se durmió enseguida. Si supiera lo bien que le sienta en todos los sentidos el hervido, no se quejaría tanto de él.
Mientras se volvía adormecer yo sonreí. Me di cuenta porque hacía tiempo de la última sonrisa. Me sentía mucho mejor- Pensé que habrían sido las palabras de Juan expresadas desde la tranquilidad y el bienestar las que me habían aportado a mí esa sensación. Empezó a roncar suavemente y aproveché para sentarme cerca de él y volver a murmurar. 
Esta vez quería murmurar de otra forma quería que fuera un murmullo. ¡Hay que ver el distinto valor que le damos a las palabras murmurar y murmullo! Quería decirle a Juan en voz baja las mismas cosas de antes pero desde otro punto de vista.

-Te cuento todo esto en el mejor momento del día cuando dormitas en la terraza con la brisa del mar. En este apartamento que nos consiguió nuestro hijo. Yo que pensaba que nos aparcaba para pasar el verano tranquilo con la mujer y los hijos. La verdad es que ahora estoy contenta de estar en esta playa perdida de un pueblo perdido de la costa de Castellón.
Manuel hizo bien en escuchar su mujer. Nos mandó a un apartamento en una playa de piedras como puños donde es difícil alcanzar la orilla. Seguro que le costó barato. ¿Pero dónde íbamos a encontrar una playa con tan poco gente para estar tranquilos y junto al mar? Además, con tu ictus no íbamos a bañarnos en la playa.
Tu hijo te ha superado. Bien sabes que me hubiera gustado tener más pero estoy contenta con lo que tengo.  Lo educaste para que fuera el jefe de la empresa que tú le ibas a dejar. Ahí lo tienes. Más eficaz y más práctico que tú. Nos dejó a los viejos colocados en un apartamento para disfrutar de unas vacaciones de verdad con su familia pero no dejo al aire los detalles. El apartamento está perfectamente equipado. Vienen dos días por semana a limpiar. Encargamos la compra por teléfono y nos la traen.
Yo pensaba que no las tendría pero me he dado cuenta que si las quiero las tengo. Estas tardes mientras duermes en la terraza, a la sombra y sintiendo el arrullo del aire son mis vacaciones.
Aquí puedo murmurarte palabras sabiendo que no me escucharás entre lo poco que oyes y lo dormido que estás. Siempre murmuro, pero en la tarde el aire del mar me murmura a mí también. Como si hablase conmigo.
Tu presencia lo ocupa todo ahora porque he de cuidarte todo el día. Pero cuando estás bien ya no siento que esté trabajando. Siento que cumplo mi función.

José Luis Romero

Relato sobre la memoria.

SÓLO UN MOMENTO MÁS.

Tras su despido unos meses atrás, su humor no había mejorado un ápice, pero aquella mañana, con los preparativos del viaje parecía haber recobrado viejas esperanzas. Por un momento lo sentí incluso adueñarse de mis anhelos por volver a aquel lugar, pero todo se había desvanecido, evaporado con el correr de los kilómetros y con el cambio de paisaje. Ahora los naranjos, los kakis y las infinitas pinadas se le antojaban carentes de vitalidad, algo vacuo que acentuaban su sensación de incomodidad y desasosiego.

Salimos de la carretera Nacional 332 a la altura de Benisa, sintiendo una bajada progresiva de temperatura según nos acercábamos a la costa. Enchufé el aire acondicionado del coche para despertar mis pies de un frio letargo; Pere lo apagó de inmediato. El viento comenzó a arreciar, fuerte, como antaño en los duros inviernos de mi memoria. Las carreteras secundarias que nos adentraban por pueblos sucios y anodinos, de balcones arrancados y paredes tiñosas se desvanecieron pronto, coincidiendo con el descenso de la altitud hasta el nivel del mar. Atravesamos un puente completamente seco, lleno de maleza; el asfalto dejó paso a una carretera comarcal de tierra, bacheada, sin apenas señalización, franqueada por una acequia a su izquierda y un frondoso bosque de carrascas a la derecha. Me alegro comprobar que el paisaje no había cambiado tanto como esperaba. Saqué un cigarrillo para mí y enchufé otro para Pere, pero con el traqueteo de la carretera cayó sobre la alfombrilla, agujereándola, tanto o más que a su paciencia. Apenas torció el gesto y siguió concentrado en la carretera.

-Ya estamos cerca, cariño –dije, mirando por la ventanilla-. Ese pozo de ahí nos suministraba de agua al vecindario. Solíamos venir mamá y yo todas las mañanas con la mula que compró papá para la labranza. Una vez, volviendo ya cargados, se volvió completamente majara, dando brincos y coces sin sentido. Creo que vio una rata. Le asustaban las ratas. Llegamos a casa sin una gota de agua en los cántaros –seguí el pozo con la mirada hasta que lo perdí de vista. Ahora se veía en desuso, todo pintado con grafitis-. Murió al poco tiempo de aquello y mi padre la sustituyó por una mecánica.

-¿Si? –dijo Pere-. Vaya… Oye, el camino se bifurca. Joder, maldita sea –se había tirado toda la ceniza encima y trataba de espolsarla-. ¿Sigo recto o giro a la izquierda? ¿Qué hago?

- Gira por aquí. Es la casa que se ve detrás de esos árboles.

El sendero ahora se había convertido en un hervidero de socavones que hacían golpear los bajos del coche de forma peligrosa. Pere negaba con la cabeza, quizá arrepintiéndose ya de haber venido.

-¿Quieres un caramelo, cariño? Son de menta –le digo, mientras me pongo uno en la boca. Me doy cuenta que tengo la boca un poco seca.

-Ya sé de qué son, los he comprado yo. Todavía no he terminado el cigarrillo –miraba hacia adelante, concentrado.

Pere redujo la marcha, enfilamos un estrecho camino que giraba a la izquierda, haciendo una curva cerrada, y detuvo el coche frente a la entrada, que coincidía con el final de aquel camino. La casa era la última y más grande de la zona, con dos alturas, ahora pintada de un color mostaza y con visibles desconchones por todos lados. El terreno quedaba cercado por una valla metálica, y la doble puerta de acceso cerraba el paso con un pequeño candado. Un buzón negro, sobrio, con el número 40 y un cartel rojo con letras blancas que rezaba Propiedad privada, prohibido el paso nos dieron la bienvenida.

-Aquí es. La recordaba más pequeña, aunque…no tan vieja, la verdad. –dije, buscando las llaves en el bolso-. Detrás de aquel pequeño montículo hay un senderito de arena que lleva directamente a la playa.

Asintió con la cabeza, mirando fijamente hacia delante, sobre un punto fijo. Entornó un poco los ojos, como molesto por el brillo del sol que se filtraba mínimamente a través del cielo encapotado y echó una indiferente ojeada a la casa. No bajó del coche. Le sonreí mientras iba probando llaves hasta encontrar la que abría el candado. Él trató de devolverme la sonrisa.

Pere había estudiado Ingeniería de Caminos, Canales y Puertos en la Politécnica de Barcelona, de donde era natal, pero su pasión era la escultura. Desde su salida al mercado laboral trabajaba para una constructora que había quebrado, dejando a mucha gente sin trabajo. Vivíamos juntos en el barrio de Gràcia.  Yo estaba hastiada de la contaminación, de los atascos y de los sustos al tratar de cruzar la ciudad en bicicleta hasta el colegio donde impartía clases ¿Por qué no lo dejamos todo y comenzamos una nueva vida lejos de la ciudad? Medio en broma, medio en serio, se lo propuse en varias ocasiones. Yo simplemente anhelaba una vida sencilla, tranquila. Tenía treinta y tres años y no quería hacerme vieja en ese entorno. Pere tuvo mucho trabajo durante el boom de la construcción y durante sus días de descanso le gustaba dejarse caer por los cines y centros comerciales del centro. “¿Cómo podríamos educar a nuestros hijos si empezamos un tipo de vida así? A mí me gustaría que estudiaran en La Farga, como su padre”, decía cuando sacaba el tema. ¿Y si era niña?, pensaba yo. ¿Le cortaríamos el pelo a cepillo y le pintaríamos un mostacho por debajo de la nariz? Una fría tarde de miércoles, hace dos semanas, saliendo del cine y no sé si por descuido o por simple excitación, habló de un cambio de aires, de crear sus propias esculturas, de perseguir sueños. Tal vez el efecto La la land se hubiera adueñado de su persona; era la tercera vez que le hacía verla. Volví a mencionarle la casa deshabitada de mi padre en la playa de Moraira.

-Es un lugar verdaderamente inspirador, verdad –dije, buscando prácticamente a tientas el cuadro de luces con el mechero en alto- Necesita alguna reforma, eso era de esperar, pero dispondrías de todo el tiempo que quisieras para crear. Abre alguna ventana para que entre luz.

-Me fascina que hayas vivido aquí –dijo, mirando hacía todos lados. La turbia claridad de la ya entrada y desapacible tarde iluminó la estancia a través de las ventanas-. Por más que lo intento no consigo verte aquí.

-Pues he vivido aquí. Durante toda mi infancia. Allí arriba está mi habitación –hice una pequeña pausa, pensativa-. Quizá hayan sido los mejores años de mi vida.

Pere me miró por primera vez desde que bajamos del coche, pero no dijo nada. Tocaba las paredes, pasaba la mano por los muebles, como comprobando su antigüedad o la posible presencia de carcoma. A veces pienso que pudiera ser él quien albergara en sus cavidades interiores alguna especie de bicho, minúsculo, royendo y devorando su alma poco a poco, sin prisa. Le miro esperando que diga algo, lo que sea, pero sigue buscando huellas o algo así, tratando de cerciorarse de que aquí, en el mismísimo fin del mundo, donde terminan los caminos y sólo hay polvo y escasez, se haya podido desarrollar con dignidad algún tipo de vida.

-¿Y de qué se supone que viviríamos ahora?, eh. ¿De qué? –dijo-. ¿De mi esculturas? Ja. Vamos, sé realista Ana. Que tu padre haya subsistido plantando patatas y alcachofas no quiere decir que esa vida sea para nosotros.

Traté de morderme la lengua, no decirlo. Sabía que no le iba a gustar.

-Yo tendría trabajo. He hablado con una amiga de la infancia que vivía unas casas más allá. Es directora del colegio que hay en el pueblo y me haría un hueco para realizar sustituciones y trabajos parciales hasta que se jubilase una mujer mayor, dentro de un par de años. Entonces el puesto sería mío –concentrada, rascaba un pegote de algo que encontré en la pared que no supe distinguir de donde procedía; huelo su enfado desde la otra punta de la casa-. Podría ser tu gran oportunidad.

Pere se humedeció los labios y dijo.

-Has venido aquí para quedarte –niega con la cabeza-. No me lo puedo creer, lo tenías todo planeado. ¿Y si no quiero quedarme aquí? –gritó y alzó los brazos- ¿Y si una vida en mitad de la nada no es para mí? Este ha sido tu maldito hogar, no el mío.

-Yo no he planeado nada. Tampoco he decidido nada. Simplemente he barajado algunas opciones. No me hables de esa forma.

Salí airadamente de la casa, evitando torpemente que comenzaran a brotar lágrimas de mis ojos, en dirección indeterminada, confusa, seguramente errónea, como casi todo. De pronto recordé el mar. El senderito que sube y baja la duna y que conduce a la playa. El sabor alcalino alrededor de mis labios. Un recuerdo que mí día a día había borrado, desarticulado de mi memoria.

En el camino me detuve a contemplar, como si fuera la primera vez que la veía, la antigua cebera donde mi padre dejaba secar las cebollas. Rocé con los dedos la madera, frágil, triste, rota por dentro. Recordarla erguida y llena de vida hizo que por un momento consiguiera evocar mi juventud. Las malas hierbas crecían por casi todos los rincones. Nunca habían sido bienvenidas y así se lo hacía saber papá con la azada en ristre. Una pareja de picudos mirlos se alzaron desde el limonero, jugueteando y perdiéndose en la lejanía. Siempre coges los limones verdes, solía regañar mi madre a mi padre cuando lo veía entrar en casa con el basquet lleno, sujeto con ambas manos. Yo también soy un poco impaciente a veces. Ahora se esparcían por la tierra seca; algunos manteniendo vagas tonalidades amarillas, como rememorando que un día fueron fuertes y sanos; la mayoría completamente grises, putrefactos, a punto de comenzar a lloverse, al igual que la tarde. Sujetos todavía al árbol, sabedores de su destino, había limones gordos y deformes, parecidos a pomelos. Se había escapado. Mi juventud. Podía evocarla, traerla a mi memoria, pero jamás recobrarla. Cogí el senderito, apenas transitable por las elevadas briznas de hierba que casi lo ocultaban y llegaban hasta mi cintura, mientras secaba mis lágrimas con la manga de la chaqueta que ahora manaban sin oposición, como el paso del tiempo.

La playa estaba tal y como la recordaba, solitaria. Habían levantado alguna edificación por aquí y por allá, pero de forma bastante controlada. Me descalcé y avancé entre una nube de mosquitos diminutos, habituales en estas fechas, inofensivos y avasalladores. Encendí un cigarrillo y me senté sobre la dura arena invernal, de tacto metalúrgico. El susurro de las olas era todo lo que mis oídos querían escuchar, rompiendo suavemente frente a mí. El mundo sigue su camino, las ciudades hierven a estas horas de la tarde, la gente se insulta desde sus vehículos por la infracción de alguna señal de obligado cumplimiento. Me dejé envolver por aquel vaivén tan armónico y dispar, preguntándome en cual de la realidades estaría inmerso mañana a esas horas y que tipo de susurros llegarían a mi conciencia. ¿No era esto lo que había deseado? Apoyé ambas manos sobre la arena, tocando el invierno, el invierno de siempre.

Saqué otro caramelo y me concentré en el mar. Pensé en el número de criaturas que se movían allí abajo, libremente, bajo unos estándares sociales –si es que había algo parecido a eso por allí- bien distintos a los que nos mueven a nosotros. En la lejanía, un buque mercante transportaba toneladas y toneladas de productos, amontonados en grandes contenedores multicolores, dispuestos a saciar los sentidos de muchos seres humanos. ¿Pero qué había del amor, qué había de la libertad? Algo se estaba instalando en mí, algo elevado pero de raíces profundas, algo que Pere no podría ver aunque lo tuviera de frente.

Había cerrado los ojos cuando él llega por detrás y me toca el hombro. Doy un respingo y me inclino vagamente hacia el lado opuesto. Giro la cabeza y le vi allí plantado, sosteniendo un puro entre sus labios y con un sombrero puesto sobre la cabeza, que apretaba con su mano hacía el cogote, para que no saliera despedido por el húmedo viento.

-¿Qué haces con eso puesto?

-Estaba por allí tirado, en el taller junto a la casa. Me queda bien, ¿verdad? Parezco un llauro –Ya no se acuerda de cómo me ha hablado antes-. ¿Te he asustado?

-Eso no es tuyo –me enfadé-, ni lo puros, ni el sombrero. No entiendo por qué lo tienes que coger todo sin permiso.

-Está bien. Sólo quería darte una sorpresa –se encogió de hombros-. He pensado sobre lo de instalarnos aquí.

¿Y bien? –dije. Miré de nuevo hacia el carguero, que se movía en horizontal y parecía haber recorrido sólo unos metros hacia el norte. Quizá hacia el puerto de Valencia. O quizá hacia el de Tánger.

-Creo que esto no está tan mal. He visto toda la casa y con un poco de paciencia y de arrimar el hombro estaría lista en un par de semanas. Y el taller que tiene tu padre es estupendo. Podría utilizar sus herramientas para comenzar a trabajar. Tiene cantidad de aperos de labranza. Soy un negado, ya lo sé, pero podría aprender y plantar alguna cosa.

Saqué otro cigarrillo mientras miraba el agua del Mediterráneo, que se oscurecía por momentos con la caída de la tarde. Pere buscaba mi mirada, tratando de encontrar en ella la alegría que debía suponer aquel cambio de actitud. No giré la cabeza. Pensé en la cantidad de amistades que había dejado aquí de pequeña al marchar. Pensé en papá.

-Sabes una cosa. –dije sin volverme-. Mira a tu izquierda, la segunda casa, blanca, con una palmera enorme. Ahí vivió Chester Himes sus últimos años. Murió cuando yo era sólo una niña. Mi padre le conoció bien –esbocé una sonrisa al mar, cada vez más oscuro-. Le interesaban la agricultura y todo aquello que tenía que ver con las plantaciones típicas de la zona. Su mujer, Lesley, hacía un poco de traductora entre ambos. Recuerdo todavía una cena los cinco. Su gato, Griot, creo que se llamaba, se entretuvo jugando con una naranja durante toda la cena.   

-Nunca me lo habías contado.

-Hay cosas que una guarda muy adentro y no salen así porque sí. Necesitan de un detonante –respiro profundo, llenando los pulmones-. Cuando era pequeña solía sentarme aquí, en este mismo lugar donde estoy ahora. Me pasaba las horas, absorta. No pensaba en nada. Creía que la vida no cambiaría nunca. Que sería pequeña eternamente. Que siempre estaríamos papá, mamá, yo. La playa. No pensaba en ser mayor –hice un pausa y chupé una calada del cigarro, suave y pausada, soltando todo el humo despacio, con un hilillo inapreciable-. Solía ser papá quien tocaba mi hombro, dulcemente, indicando que era la hora de volver a casa. Llevaba siempre su puro entre los dedos y ese mismo sombrero. Apenas lo recuerdo sin él sobre su cabeza. Daba igual invierno o verano, ardiera el sol o cayera una tromba de agua.

Hice otra pausa, más larga, lanzando el cigarro lejos, muy lejos, tan lejos como pude.

-Déjame un momento aquí, cariño. Sólo un momento más.

-Te vas a congelar, Ana. Está cayendo la noche.

No lo ve. Aunque lo tuviera al alcance de su mano sería incapaz de percibirlo. No ve que mamá ha puesto en marcha el viejo brasero bajo la mesa camilla. No ve que papá ríe tanto que su sombrero, que apoyaba sobre el respaldo de la silla, ha caído al suelo.

-No tengo frío, cariño –dije tranquilamente-. He vuelto a casa.



 Jorge Gallent