miércoles, 30 de enero de 2019


MARTA
A Marta solo la veía una vez al año. Era en la cena de empresa. Es la mujer del Gerente. Año tras año siempre se la veía tras la estela de su marido, pero esta vez me quedé boquiabierto cuando entró. Lo primero que pensé fue que la mujer tan  espectacular que venía junto al jefe no era Marta. Luego me di cuenta que era ella con más pecho que en los años anteriores. Eso sí, no se los puso exagerados. Además era la mujer con el  vestido más elegante y llamativo de todas. No podía dejar de mirarla.

Esa entrada triunfal fue sólo la primera sorpresa. Al final de la cena y en las palabras de agradecimiento a los empleados  el gerente, anunció que se retiraba pronto ya que tenía que ir a Madrid al día siguiente para las cuentas anuales de la empresa. La siguiente sorpresa fue Marta se quedó.

Los teníamos obligaciones familiares fuimos a un discopub. Marta se vino con nosotros. Nunca había tenido con ella más allá de un saludo cortés. Ahora tenía ganas de conocerla y de algo más. Marta se puso a bailar nada más llegar, cuando paró y se fue a la barra para pedirse una copa y yo también fui.
Era una oportunidad única de ir a por ella.

-Estás muy cambiada.
-Espero que sea para mejor - dijo ella sonriendo-
-Mucho mejor. Te he observado esta noche y ahora se te ve. Otros años estabas a la sombra de Pablo.
-Me he dado cuenta que muchos hombres me miraban esta noche. Tú también.
-¿Tanto se me ha notado? -dije fingiendo tono de preocupación-
- Lo que haces se nota. Todos los años hacéis el payaso los comerciales. Estaba a la espera de vuestro teatrillo demostrando lo que tenéis que hacer para vender.
-¿Eso es qué te ha gustado todos los años nuestro teatro?
- Todos no, pero el de este año sí. Me he reído mucho en especial cuando Miguel hacía de posible compradora y tú tratabas de ligártela.
-¿Tan mal lo hacía?
- Mal no, peor. Desde luego así no ligarás nunca.
-¿Qué tengo que hacer para ligar? -dije haciéndome el inocente-
-¡Como si tú no lo supieras hacer! -dijo ella añadiendo en tono condescendiente- Una mujer tiene que sentir que estás pendiente de ella, que te sientes atraído, que le gustas. No puedes ir enseguida a lo único que tenéis los hombres en la cabeza.
-Dejemos de lado la actuación, que era solo teatro. Estoy encantado de estar aquí  y poder mirarte sin disimulo.
-¿Estás intentando ligar con la mujer del jefe?
-Estoy intentando acercarme a Marta. La mujer que hoy me ha deslumbrado.
-¿No te da miedo que te diga que sí y que todos se enteren en la empresa de lo que has hecho?
-Los comerciales somos muy atrevidos, no nos frenamos ante el riesgo y a veces hacemos locuras. Pero no quiero hacer una locura contigo.
-Si no quieres hacer una locura ¿Qué es lo que pretendes?
-Tengo claro no que no pretendo. Si mi situación sería jodida si pasase algo publico entre tú y yo la tuya podría aún ser peor. Yo no puedo consentirme eso.
-No te preocupes tanto por mí. Mis problemas los resuelvo yo. Quiero saber lo que quieres tú.
-Quiero estar contigo sin que se entere nadie de los que están aquí. Pero también que te apetezca a ti.

Marta se quedo callada sonriéndome. Habíamos jugado muy fuerte los dos. Ambos intuíamos muchas más cosas de lo que acabábamos de decir. Yo sabía que la convención de Madrid era en verdad pasado mañana y no mañana, que el gerente se iría con Rebeca. Intuía que la actitud de ella era la que era porque ella se habría enterado de la situación. Por otra parte yo no soy muy guapo, pero gusto mucho a las chicas. No es casual que sea era el comercial que más vende teniendo en cuenta que la mayoría de los clientes de la empresa son clientas. Marta lo sabría ya que me habían premiado por ser el mejor vendedor en toda España en una de las cenas de los años anteriores. Pensé que los dos sabíamos que nos estábamos buscando esa noche y para que estábamos buscándonos.
Tras la sonrisa se puso seria y me dijo:

-No te creas que esta noche estoy aquí por despecho hacia Pablo. Lo suyo con Rebeca lo sabe todo el mundo. Lo sé hace tiempo. Las esposas solemos enterarnos enseguida de estas cosas. Hoy mismo me lo ha dicho una de tus compañeras y me he reído. Estoy aquí porque me apetece divertirme.
-Me encanta que me lo digas. Yo me siento atraído por ti. Esto no tiene nada que ver con él. 
- Me cuesta creerte. ¿Sabes mi edad? Debo tener 15 años más que tú.
¿Qué tiene que ver la edad para sentirse atraído? No creas que solo atraes con tu físico, que atraes. Me encanta tu espontaneidad, tu alegría, tus gestos, tu sonrisa...
-¡Para, para, para! no soy la cliente habitual a la que tienes que convencer.
-Entonces dime tú lo que quieres. Hasta ahora solo has dicho que quieres divertirte. Yo también quiero divertirme contigo. Quiero que los dos lo pasemos bien. No me importa tu edad. Me importa que me atraes.
- ¿Que me propones para que nos divirtamos los dos?
-Besarnos, abrazarnos, acariciarnos, sentirnos..
-Y follar ¿supongo?
-También, claro. -dije un tanto sorprendido-
-Entonces ¿Cuál es tu plan? Quizá que salgamos de aquí cogiditos de la mano.
-Eso seguro que no -dije sacando la cartera-
-¿No irás a invitarme a la copa? -dijo riéndose-
-No. Mientras los demás ven que pago la mía yo dejo sobre la barra la tarjeta de visita en la que está escrita la dirección de mi casa. Yo me voy ya. Te espero allí.

Tras pagar me alejé de la barra y saludé a los compañeros diciéndoles que me iba. Antes de salir miré hacia la barra. Marta ya no estaba allí. Tuve un momento de duda pero comprobé que mi tarjeta de visita tampoco estaba donde la dejé. No sabía si ella se había ido del discopub mientras saludaba a los demás o si se había ido al baño. Lo único que podía hacer era ir a casa y esperarla.  

Mientras conducía a casa repasé mentalmente lo sucedido y respiré tranquilo. La esperaría convencido que vendría. Casi seguro la tendría que esperar un buen rato. Separar el tiempo de la salida entre uno y otro era la mejor coartada. Seguro que ella habría ido al baño y se pondría a bailar otra vez. La había visto disfrutar en la pista.

Ya en casa me di cuenta que me sentía un triunfador. Marta era una mujer de bandera, no era un ligue más. Incluso tuve mis dudas de quién se había ligado a quién. Pero eso no importaba, la esperaba y me sentía feliz por ello y porque mi mujer tuviera turno de noche en el hospital.

José Luis

La verdad (Susi)


LA VERDAD
Era viernes y llegaba con urgencia al cuarto de baño. Llevaba aguantándome desde las dos, y eran las cuatro de la tarde. Abrí apresuradamente la puerta de casa, dejé el bolso en el mueble de la entrada y sin quitarme el abrigo corrí hacia el baño. Mi hija estaba estudiando en la habitación de al lado. El baño se comunica con su cuarto, así que abrí la puerta y me senté rápidamente en el retrete. Ella estaba sentada en su escritorio.
-        Perdona hija. Es que voy a reventar y me voy corriendo. ¿Todo bien cariño?
-        Sí, todo bien. Qué pronto has venido hoy, ¿no?
-        Sí, es que tengo depilación y llego tarde. Me voy cagando leches.
-        Sí, sí, no lo jures.
(Reimos juntas)
Mientras disparaba la mascletá ví la cama por hacer, y la habitación hecha un desastre. No me extrañó porque era habitual que su habitación estuviera en esas condiciones.
-        Hija, ¿tanto cuesta arreglar la habitación y hacer la cama? Por la mañana vais con el tiempo justo, pero ahora cuando has llegado, podías haberlo recogido todo.
-        Ahora lo hago.
-        Venga, te ayudo y lo hacemos en un momento, entre las dos.
-        No, déjalo, vete que tienes prisa, ya lo hago yo.
Me resultó extraño que rechazara mi ayuda, pero como yo tenía poco tiempo, entendí que era por mí. De repente, tuve un presentimiento. No sé cómo ni por qué pensé “hay alguien más en la habitación”
-        Sí venga, hagamos la cama juntas y recoges ahora y luego sigues. Así descansas un poco.
Quise mirar debajo de su cama, pero ella no me quitaba ojo. “Si miro y no hay nadie, pensará que desconfío de ella”. Al agacharme a estirar las sábanas, pasé la mano por debajo de la cama, para ver si alcanzaba a tocar algo, pero nada.
-        ¿Qué vas a hacer esta tarde?
-        Nada, estudiar. Tengo exámenes. No puedo salir.
-        Venga, pues recoge toda esta ropa y échala a lavar, y ventila un poco, estudiarás mejor.
-        Ahora cuando te vayas la recojo. No seas pesada.
-        No, cuando me vaya no, ahora.
-        Vale, pues ven conmigo y mientras te cuento una cosa.
“No quiere que me quede sóla en la habitación”. Más que el haberse saltado las normas, me daba mucha rabia que me mintiera. En los últimos meses le había pillado alguna que otra mentira adolescente, totalmente esperable, pero mentira al fin y al cabo. Habíamos dejado claro que mentiras ni una.
-        Bueno, tengo que irme. Luego me sigues contando.
La verdad es que no recuerdo que me contó. Cogí mi bolso y salí de casa. Llamé al ascensor y entré, pulsé el cero. “Tampoco tenía tanta importancia, pero la norma era la norma, y si no tenía importancia, por qué lo escondía”. Me mataba la curiosidad. Estuve a punto de anular la depilación, pero “y una mierda, también me voy a quedar sin depilarme. Es igual, llego tarde y ya está. Otras veces me hacen esperar a mí”. Entonces paré el ascensor y apreté de nuevo al octavo. Al salir, me quedé fuera y pegué mi oreja en la puerta. Escuché unos pasos aproximarse hacia ella desde el interior. Puse mi dedo índice en la mirilla. “Se va a cagar”, pensé. “Que se joda. ¿Por qué no me ha dicho Steven ha venido un momento, pero ya se va...?”. Llevaban juntos un par de meses. Metí la llave en la cerradura y volví a entrar. Ella pasaba por la entrada, así por casualidad.
-        ¿Qué haces aquí mami?
-        Me he olvidado algo.
-        ¿El qué?
No tenía preparada la respuesta, pero rápidamente dije:
-        Unas bragas limpias.
Me dirigí hacia mi habitación, y extrañamente la oí en dirección a la cocina. Llevaba la ropa sucia en la mano. “Tenía unos segundos”. Entonces, corrí a su habitación para mirar debajo de la cama. Con las prisas, no encendí la luz, simplemente me arrodillé junto a la cama, levanté el cubrecanapé, y miré. Estaba oscuro, sólo se veía ocuro, pero no se distinguía si había alguien o no. “Mierda” pensé. “Me voy a quedar con las ganas de saber si está”. La oí acercarse y me levanté corriendo.
-        Hija, que oscuro está esto.Levanta los stores y abre las ventanas, que entre luz natural y se ventile.
-        Que sí pesada, que ya voy.
Entonces pensé que durante el tiempo que yo había tardado en salir y entrar, podía haberse cambiado de sitio, o haber salido de casa. No estaba segura de si había o no alguien debajo de la cama, pero de ser así, se había hecho caquita, seguro. De estar, dudaría si yo lo había visto o no. Antes de irme, me recorrí la casa entera, y ella detrás de mí. No ví nada.
-        Todo bien hija?
-        Que sí. ¿Qué haces?- preguntó al verme entrar y salir de las habitaciones.
-        Nada, ya me voy. No sé ni qué iba a hacer- le dije para salir del paso.
Sólo se me ocurrían dos alternativas, preguntarle directamente o irme con la duda. Decidí irme. “¿Qué importancia tiene?”, pensé. Ya no sabía qué pensar, pero me machacaba por dentro que me mintiera, que lo escondiera, que no me lo contara. “Me  voy a quedar sin saber la verdad”. En las últimas mentiras, lo que me dolía era que, a pesar de preguntarle, lo negara.
Pasé toda la tarde fuera de casa y, no sé cómo, me olvidé por completo. No regresé hasta después de cenar. Había salido a cenar con mis amigas. Al llegar a casa, volví a verla allí, sentada en su escritorio, estudiando. Entonces, me acordé de lo que había sucedido esa tarde. Por un momento dudé en si hacerlo o no, pero al final lo hice:
-        Te voy a hacer una pregunta y quiero que me digas la verdad.
Ella me miró atentamente, muy seria.
-        ¿Estaba Steven esta tarde en casa cuando he llegado?
No dudó ni un instante, y muy seria me dijo:
-        No.
No le di un beso como cada noche al acostarme. Me puse el pijama y me acosté rápidamente. Mi marido dormía. Me sentí como un pájaro desplumado. Recordé la escena, paso por paso. “Dios, que espectáculo”. Lloré hasta que me dormí.


lunes, 28 de enero de 2019

Lágrimas en la lluvia

Me despierta el sol de mediodía que se cuela entre las rendijas de la persiana. Aunque no hace calor estoy pegajosa y espesa como después de una larga siesta de verano. No aguanto más en la cama. Le doy un codazo a Javi para que despierte.

—Te toca hacer el café —Javi gruñe— Vamos, llevo haciéndolo yo toda la semana —no obtengo más respuestas.

Resignada me levanto, pongo la cafetera y me siento a esperar en la encimera de la cocina. Puedo escucharlo roncar desde aquí. Cuando el aroma a café inunda la cocina Javi asoma su cabeza por el marco de la puerta.

—Al olor de la sardina el gato ha resucitado, ¿Eh? —me mira con el único ojo que es capaz de tener abierto mientras se rasca el culo— Podríamos ir al museo, hoy es gratis. He visto que hay una exposición sobr...

—Creo que no hay leche.

—¿Qué? Sí ayer todavía quedaba una en la nevera —abro el frigorífico y compruebo que queda un último brick del que caen dos pequeñas gotas que apenas manchan el café— Podrías haberlo tirado.

—Podría. Espera que me despeje un poco y bajaré a por víveres —Javi se sienta y empieza a liarse un cigarrillo con tanta calma que me irrita.

—Déjalo. Voy yo, así me dará un poco el aire —improviso una pequeña lista en un post-it y me hago un moño sujetándolo con el lápiz.

—Pilla una película en el videoclub, ya que estás.

Fuera de nuestro pequeño apartamento hace un día fresco de primavera y un fuerte olor a azahar recorre las calles del barrio. Compro un par de bricks de leche y montón de chocolatinas "Mars". A Javi le encanta ponerlas al sol y comérselas cuando el caramelo se ha derretido.

Entro al videoclub. Nosotros somos casi sus únicos clientes y el dueño siempre nos regala los pósters cuando los retira del escaparate. Hay una cara nueva tras el mostrador. Buenos días. Por alguna razón que se me escapa me ruborizo. Estudio su rostro mientras me paseo entre las hileras de estanterías. Él alza la vista y me caza observándole. Me pongo tan nerviosa que cojo la película que más a mano tengo y me dirijo a pagar.

—He visto cosas que vosotros no creeríais. Atacar naves en llamas más allá de Orión. He visto rayos-C brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhäuser.

—¿Disculpa? —genial, el dependiente se ha roto.

—Perdona. Te estoy destripando un poco la película. ¿Nunca has visto Blade runner?

—No, es mi primera vez —¿Por qué habré dicho eso? Echo un vistazo a la caratula. La última vez que Javi y yo alquilamos esta película acabamos tan profundamente dormidos que se nos cayó la baba.

—Es una maravilla de la ciencia ficción, te gustará —tiene los ojos de un verde intenso, hace rato que he dejado de escucharle.

—¿Perdona?

—Que serán dos cincuenta —me pongo tan nerviosa que se me engancha la bolsa de la compra con la cremallera del bolso y se me caen las chocolatinas— ¿Son todas para ti? —su rostro es tan simétrico que me hace sentir incómoda y me entra la risa floja— Por cierto, no me he presentado. Soy Héctor, el sobrino del dueño —estoy recogiendo la última chocolatina cuando me tiende la mano. Quiero salir corriendo de allí, o que me trague un agujero de gusano, o que quemen mi ficha (con todas las multas por retraso) y no volver nunca.

—Olivia, encantada —quiero perderme en ese rizo que le cae sobre la frente.

—Nos veremos por aquí, entonces. Ya me dirás qué tal —quiero pellizcar el lóbulo de su oreja izquierda.

—¿El qué?

—La película —quiero deslizar mis dedos sobre la perfecta línea de su mandíbula.

—Oh, claro, la película.

Empiezo a parecer un replicante, así que torpemente me despido y salgo por la puerta intentando no hacer más el ridículo. Cuando llego a casa Javi está roncando de nuevo, esta vez en el sofá. Se ha quedado dormido con el cigarrillo en la mano. Le lanzo una chocolatina y resopla como un cerdito.

—¿Qué peli has traído? —se incorpora y deja la chocolatina al sol en el alféizar de la ventana.

—Blade Runner. Entonces, ¿no vamos a ir al museo? hace un día estupendo, podrías ducharte y...

—¿Blade Runner?, si es un coñazo.

—Pues yo la quiero ver. Además, me han dicho que es una obra maestra de la ciencia ficción.

Javi suspira pero se levanta y fríe unos huevos mientras yo pongo el DVD. Nos sentamos en el sofá y a la media hora de metraje está roncando otra vez. La chocolatina “Mars” se ha derretido en el alféizar y en la televisión Rutger Hauer da vida al replicante Roy Batty: Yo he visto cosas que vosotros no creeríais. Atacar naves en llamas más allá de Orión. He visto rayos-C brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir. Sonrío.


Hada

martes, 22 de enero de 2019

Un día perfecto para el pez plátano, de J.D. Salinger

En el hotel había noventa y siete publicitarios neoyorquinos, y monopolizaban las líneas telefónicas de larga distancia de tal manera que la chica del 507 tuvo que esperar su llamada desde el mediodía hasta las dos y media de la tarde. Pero no perdió el tiempo. En una revista femenina de bolsillo leyó una nota titulada El sexo es divertido… o infernal. Lavó su peine y su cepillo. Quitó una mancha de la falda de su traje beige. Corrió un poco el botón de la blusa de Saks. Se arrancó los dos pelos que acababan de salirle en el lunar. Cuando, por fin, la operadora la llamó, estaba sentada al lado de la ventana y casi había terminado de pintarse las uñas de la mano izquierda.
Era una chica a la que una llamada telefónica no le hacía gran efecto. Daba la impresión de que el teléfono hubiera estado sonando constantemente desde que ella alcanzó la pubertad.
Mientras el teléfono llamaba, con el pincelito del esmalte se repasó la uña del dedo meñique, acentuando el borde de la luna. Tapó el frasco y, poniéndose de pie, abanicó en el aire su mano pintada, la izquierda. Con la mano seca, tomó del asiento junto a la ventana un cenicero repleto y lo llevó hasta la mesita de luz, donde estaba el teléfono. Se sentó en una de las dos camas gemelas ya tendida y -ya era la cuarta o quinta llamada- levantó el tubo del teléfono.
-Hola -dijo, manteniendo extendidos los dedos de la mano izquierda lejos de la bata de seda blanca, que era lo único que tenía puesto, salvo las chinelas: los anillos estaban en el cuarto de baño.
-Su llamada a Nueva York, señora Glass -dijo la operadora.
-Gracias -contestó la chica, e hizo lugar en la mesita de luz para el cenicero.
A través del auricular llegó una voz de mujer:
-¿Muriel? ¿Eres tú?
La chica alejó un poco el auricular del oído.
-Sí, mamá. ¿Cómo estás? -dijo.
-He estado preocupadísima por ti. ¿Por qué no llamaste? ¿Estás bien?
-Traté de telefonear anoche y anteanoche. Los teléfonos acá han…
-¿Estás bien, Muriel?
La chica aumentó un poco más el ángulo entre el auricular y su oreja.
-Estoy perfectamente. Con calor. Este es el día más caluroso que ha habido en la Florida desde…
-¿Por qué no llamaste? Estuve tan preocupada…
-Mamá, querida, no me grites. Puedo oírte perfectamente -dijo la chica-. Anoche te llamé dos veces. Una vez justo después…
-Le dije a tu padre que seguramente llamarías anoche. Pero no, él tenía que… ¿Estás bien, Muriel? Dime la verdad.
-Estoy perfectamente. Por favor, no me preguntes siempre lo mismo.
-¿Cuándo llegaron?
-No sé… el miércoles, a la madrugada.
-¿Quién manejó?
-El -dijo la chica-. Y no te asustes. Condujo bien. Yo misma estaba asombrada.
-¿Manejó él? Muriel, me diste tu palabra de que…
-Mamá -interrumpió la chica-, acabo de decírtelo. Condujo perfectamente. No pasamos de ochenta en todo el camino, ésa es la verdad.
-¿No trató de hacerse el tonto otra vez con los árboles?
-Vuelvo a repetirte que manejó muy bien, mamá. Vamos, por favor. Le pedí que se mantuviera cerca de la línea blanca del centro, y todo lo demás, y entendió perfectamente, y lo hizo. Hasta se esforzaba por no mirar los árboles… podía notarse. Entre paréntesis, ¿papá hizo arreglar el auto?
-Todavía no. Piden cuatrocientos dólares, sólo para…
-Mamá, Seymour le dijo a papá que pagaría él. No hay motivo, entonces…
-Bueno, ya veremos. ¿Cómo se portó? Digo, en el auto y demás…
-Muy bien -dijo la chica.
-¿Siguió llamándote con ese horroroso…?
-No. Ahora tiene uno nuevo.
-¿Cuál?
-Mamá… ¡qué importancia tiene!
-Muriel, insisto en saberlo. Tu padre…
-Está bien, está bien. Me llama Miss Buscona Espiritual 1948 -dijo la chica, con una risita.
-No tiene nada de gracioso, Muriel. Nada de gracioso. Es horrible. Realmente, es triste. Cuando pienso cómo…
-Mamá -interrumpió la chica-, escúchame. ¿Te acuerdas de aquel libro que me mandó de Alemania? Acuérdate… esos poemas en alemán. ¿Qué hice con él? Me he estado rompiendo la cabeza…
-Tú lo tienes.
-¿Estás segura? -dijo la chica.
-Por supuesto. Es decir, lo tengo yo. Está en el cuarto de Freddy. Lo dejaste aquí y no había lugar en la… ¿Por qué? ¿El te lo pidió?
-No. Simplemente me preguntó por él, cuando veníamos en el auto. Me preguntó si lo había leído. -¡Pero está en alemán!
-Sí, querida. Ese detalle no tiene importancia -dijo la chica, cruzando las piernas-. Dijo que casualmente los poemas habían sido escritos por el único gran poeta de este siglo. Me dijo que debería haber comprado una traducción o algo así. O aprendido el idioma… nada menos…
-Espantoso. Espantoso. En verdad es triste. Anoche dijo tu padre.
.. -Un segundito, mamá -dijo la chica. Cruzó hasta el asiento junto a la ventana en busca de sus cigarrillos, encendió uno y volvió a sentarse en la cama-. ¿Mamá? -dijo, exhalando el humo.
-Muriel… mira, escúchame.
-Te estoy escuchando.
-Tu padre habló con el doctor Sivetski.
-¿Ajá? -dijo la chica.
-Le contó todo. Por lo menos, así me dijo… ya sabes cómo es tu padre. Los árboles. Ese asunto de la ventana. Las cosas horribles que le dijo a la abuela acerca de sus proyectos sobre la muerte. Lo que hizo con esas fotos tan hermosas de las Bermudas… todo.
-¿Y entonces…? -dijo la chica.
-En primer lugar, dijo que era un verdadero crimen que el ejército lo hubiera dado de alta en el hospital. Palabra. En definitiva, dijo a tu padre que hay una posibilidad… una posibilidad muy grande, dijo, de que Seymour pierda por completo la cabeza. Te lo juro.
-Aquí en el hotel hay un psiquiatra -dijo la chica.
-¿Quién? ¿Cómo se llama?
-No sé. Rieser o algo así. Dicen que es muy bueno.
-Nunca lo oí nombrar.
-De todos modos dicen que es muy bueno.
-Muriel, por favor, no seas inconsciente. Estamos muy preocupados por ti. Lo cierto es que… anoche tu padre estuvo a punto de cablegrafiarte que volvieras inmediatamente a casa…
-Por ahora no pienso volver, mamá. Así que tómalo con calma…
-Muriel… palabra… El doctor Sivetski dijo que Seymour podía perder por completo la…
-Mamá, acabo de llegar. Hace años que no me tomo vacaciones, y no pienso meter todo en la valija y volver a casa porque sí -dijo la chica-. De cualquier modo, ahora no podría viajar. Estoy tan quemada por el sol que ni me puedo mover.

-¿Te quemaste mucho? ¿No usaste ese bronceador que te puse en la valija? Está…
-Lo usé. Me quemé lo mismo.
-¡Qué horror! ¿Dónde te quemaste?
-Me quemé toda, mamá, toda.
-¡Qué horror!
-No me voy a morir.
-Dime, ¿le hablaste a ese psiquiatra? -Bueno… sí… más o menos… -dijo la chica.
-¿Qué dijo? ¿Dónde estaba Seymour cuando le hablaste?
-En la Sala Océano, tocando el piano. Tocó el piano las dos noches que hemos pasado aquí. -Bueno, ¿qué dijo?
-¡Oh, no mucho! El fue el primero en hablar. Yo estaba sentada anoche a su lado, jugando al Bingo, y me preguntó si el que tocaba el piano en la otra sala era mi marido. Le dije que sí, y me preguntó si Seymour no había estado enfermo o algo por el estilo. Entonces yo le dije…
-¿Por qué te hizo esa pregunta?
-No sé, mamá. Tal vez porque lo vio tan pálido, y qué sé yo -dijo la chica-. La cuestión es que después de jugar al Bingo, él y su mujer me invitaron a tomar una copa. Y yo acepté. La mujer es espantosa. ¿Te acuerdas de aquel vestido de noche tan horrible que vimos en la vidriera de Bonwit? Que tú dijiste que había que tener un chico, chiquísimo…
-¿El verde?
-Lo tenía puesto. Con esas caderas. Se la pasó preguntándome si Seymour estaba emparentado con esa Suzanne Glass que tiene una tienda en la avenida Madison… la mercería…
-¿Pero él qué dijo? El médico.
-¡Ah! sí… Bueno… en realidad, mucho no dijo. Sabes, estábamos en el bar. Había un bochinche terrible. -Sí, pero… ¿le… le dijiste lo que trató de hacer con el sillón de la abuela?
-No, mamá. No abundé en detalles -dijo la chica-. Seguramente podré hablarle de nuevo. Se pasa todo el día en el bar.
-¿No dijo si había alguna posibilidad de que pudiera ponerse… tú sabes, raro, o algo así…? ¿De que pudiera hacerte algo…?
-En realidad, no -dijo la chica-. Necesita conocer más detalles, mamá. Tienen que saber todo sobre la infancia de uno… todas esas cosas. Ya te digo, el ruido era tal que apenas podíamos hablar.
-En fin. ¿Y tu abrigo azul?
-Bien. Le aliviané un poco el forro.
-¿Cómo es la ropa este año?
-Terrible. Pero encantadora. Por todos lados se ven lentejuelas -dijo la chica.
-¿Y tu habitación?
-Está bien. Pero nada más que eso. No pudimos conseguir la habitación que nos daban antes de la guerra -dijo la chica-. Este año la gente es un espanto. Tendrías que ver a los que se sientan al lado nuestro en el comedor. Parece que hubieran venido en un camión.
-Bueno, en todas partes es igual. ¿Y tu vestido tipo bailarina?
-Demasiado largo. Te dije que era demasiado largo.
-Muriel, te lo voy a preguntar una vez más… ¿En serio estás bien?
-Sí, mamá -dijo la chica-. Por enésima vez.
-¿Y no quieres volver a casa?
-No, mamá.
-Tu padre dijo anoche que estaría encantado de hacerse cargo si quisieras irte sola a algún lado y pensarlo bien. Podrías hacer un hermoso crucero. Los dos pensamos…
-No, gracias -dijo la chica, y descruzó las piernas-. Mamá, esta llamada va a costar una flor…
-Cuando pienso cómo estuvieste esperándolo a ese muchacho durante toda la guerra… quiero decir, cuando una piensa en esas esposas tan locas que…
-Mamá -dijo la chica-. Colguemos. Seymour puede llegar en cualquier momento.
-¿Dónde está?
-En la playa.
-¿En la playa? ¿Solo? ¿Se porta bien en la playa?
-Mamá -dijo la chica-. Hablas de él como si fuera un loco furioso.
-No dije nada de eso, Muriel.
-Bueno, ésa es la impresión que das. Mira, todo lo que hace es estar tendido en la arena. Ni siquiera se quita la salida de baño.
-¿No se quita la salida de baño?¿Por qué no?
-No lo sé. Tal vez porque tiene la piel tan blanca.
-Dios mío, necesita tomar sol. ¿Por qué no lo obligas?
-Lo conoces muy bien -dijo la chica, y volvió a cruzarse de piernas-. Dice que no quiere tener un montón de imbéciles alrededor mirándole el tatuaje.
-¡Si no tiene ningún tatuaje! ¿O acaso se hizo tatuar cuando estaba en la guerra?
-No, mamá. No, querida -dijo la chica, y se puso de pie-. Escúchame, a lo mejor te llamo otra vez mañana.
-Muriel. Hazme caso.
-Sí, mamá -dijo la chica, cargando su peso sobre la pierna derecha.
-Llámame en el mismo momento en que haga, o diga, algo raro…, tú me entiendes. ¿Me oyes?
-Mamá, no le tengo miedo a Seymour.
-Muriel, quiero que me lo prometas.
-Bueno, te lo prometo. Adiós, mamá -dijo la chica-. Cariños a papá -colgó.
-Ver más vidrio (*) -dijo Sybil Carpenter, que estaba alojada en el hotel con su mamá-. ¿Viste más vidrio?
-Gatita, por favor, no sigas repitiendo eso. La vas a enloquecer a mamita. Quédate quieta, por favor.
La señora Carpenter untaba la espalda de Sybil con bronceador, repartiéndolo sobre sus omóplatos, delicados como alas. Sybil estaba precariamente sentada en una enorme y tensa pelota de playa, mirando el océano. Usaba un traje de baño de color amarillo canario, de dos piezas, una de las cuales no necesitaría realmente por nueve o diez años más.
-En verdad no era más que un pañuelo de seda común… una podía darse cuenta cuando se acercaba a mirarlo -dijo la mujer sentada en la reposera contigua a la de la señora Carpenter-. Ojalá supiera cómo lo anudó. Era una preciosura.
-Por lo que usted me dice, parece precioso -asintió la señora Carpenter.
-Quédate quieta, Sybil, gatita…
-¿Viste más vidrio? -dijo Sybil.
La señora Carpenter suspiró.
-Muy bien -dijo. Tapó el frasco de bronceador-. Ahora vete a jugar, gatita. Mamita va a ir al hotel a tomar un copetín con la señora Hubbel. Te traeré la aceituna.
Cuando quedó en libertad, Sybil corrió de inmediato hacia la parte asentada de la playa y echó a andar hacia el Pabellón de los Pescadores. Se detuvo únicamente para hundir un pie en un castillo inundado y derruido, y enseguida dejó atrás la zona reservada a los clientes del hotel.
Caminó cerca de medio kilómetro y de pronto echó a correr oblicuamente, alejándose del agua hacia las arenas flojas. Se detuvo al llegar al sitio en que un hombre joven estaba echado de espaldas.
-¿Vas a ir al agua, ver más vidrio? -dijo.
El joven se sobresaltó, y se llevó la mano derecha, instintivamente, a las solapas de su salida de baño. Se volvió boca abajo, dejando caer una toalla enrollada como una salchicha que tenía sobre los ojos, y miró de reojo a Sybil.
-¡Ah!, hola Sybil.
-¿Vas a ir al agua?
-Te estaba esperando -dijo el joven-. ¿Qué hay de nuevo?
-¿Qué? -dijo Sybil.
-¿Qué hay de nuevo? ¿Qué programa tenemos?
-Mi papá llega mañana en avión -dijo Sybil, pateando la arena.
-No me tires arena a la cara, nena -dijo el joven, tomando con una mano el tobillo de Sybil-. Bueno, era hora de que tu papi llegara. Lo he estado esperando cada minuto. Cada minuto.
-¿Dónde está la señora?
-¿La señora? -el joven hizo un movimiento, sacudiéndose la arena del pelo ralo-. Difícil saberlo, Sybil. Puede estar en miles de lugares. En la peluquería. Haciéndose teñir el pelo de color visón. O haciendo muñecos para los chicos pobres en su habitación.
Poniéndose boca abajo cerró los dos puños, apoyó uno encima del otro y acomodó el mentón sobre el de arriba.
-Pregúntame algo más, Sybil -dijo-. Tienes un traje de baño muy lindo. Si hay algo que me gusta, es un traje de baño azul.
Sybil lo miró fijo, y después contempló su barriga sobresaliente.
-Este es amarillo -dijo-. Es amarillo.
-¿En serio? Acércate un poco más.
Sybil dio un paso adelante.
-Tienes toda la razón del mundo. Qué tonto soy.
-¿Vas a ir al agua? -dijo Sybil.
-Lo estoy considerando seriamente, Sybil. Lo estoy pensando muy en serio, si quieres saberlo. Sybil hundió los dedos en el flotador de goma que el joven usaba a veces como almohadón. -Necesita aire -dijo.
-Es verdad. Necesita más aire de lo que estoy dispuesto a reconocer -retiró los puños y dejó que el mentón descansara en la arena-. Sybil -dijo-, estás muy linda. Es un gusto verte. Cuéntame algo de ti -estiró los brazos hacia adelante y tomó en sus manos los dos tobillos de Sybil-. Yo soy capricorniano.
¿Cuál es tu signo?
-Sharon Lipschutz dijo que la dejaste sentarse a tu lado en el taburete del piano -dijo Sybil.
-¿Sharon Lipschutz dijo eso?
Sybil asintió enérgicamente.
Le soltó los tobillos, encogió los brazos y recostó el costado de la cara en el antebrazo derecho.
-Bueno -dijo-. Tú sabes cómo son estas cosas, Sybil. Yo estaba sentado ahí, tocando. Y tú te habías perdido de vista totalmente y vino Sharon Lipschutz y se sentó a mi lado. No podía sacarla de un empujón, ¿no es cierto?
-Sí que podías.
-!Ah!, no. No era posible -dijo el joven-. Pero, ¿sabes lo que hice, en cambio?
-¿Qué?
-Hice de cuenta que eras tú.
Sybil inmediatamente bajó la cabeza y empezó a cavar en la arena.
-Vamos al agua -dijo.
-Bueno -replicó el joven-. Creo que puedo arreglarme para hacerlo.
-La próxima vez, sácala de un empujón -dijo Sybil.
-¿Que saque a quién?
-A Sharon Lipschutz.
-¡Ah!, Sharon Lipschutz -dijo él-. ¡Cómo aparece siempre ese nombre! Mezcla de recuerdos y deseos -repentinamente se puso de pie y miró el mar-. Sybil -dijo-, ya sé lo que podemos hacer. Vamos a tratar de pescar un pez banana.
-¿Un qué?
-Un pez banana -dijo, y desanudó el cinto de su salida de baño.
Se la quitó. Tenía los hombros blancos y angostos y el pantalón de baño era azul eléctrico. Plegó la salida, primero a lo largo, después en tres dobleces. Desenrolló la toalla que había puesto sobre los ojos, la tendió sobre la arena y puso encima la salida plegada. Se agachó, recogió el flotador y lo sujetó bajo su brazo derecho. Luego, con la mano izquierda tomó la de Sybil.
Los dos echaron a andar hacia el mar.
-Me imagino que ya habrás visto unos cuantos peces banana -dijo el joven. . -¿En serio que no? Pero, ¿dónde vives, entonces?
-No sé -dijo Sybil.
-Claro que sabes. Tienes que saber. Sharon Lipschutz sabe donde vive, y no tiene más que tres años y medio.
Sybil se detuvo y de un tirón arrancó su mano de la de él. Recogió una conchilla común y la observó con estudiado interés. Luego la tiró.
-Whirly Wood, Connecticut -dijo, y echó nuevamente a andar, con la barriga hacia adelante. -Whirly Wood, Connecticut -dijo el joven-. ¿Eso, por casualidad, no está cerca de Whirly Wood, Connecticut? Sybil lo miró:
-Ahí es donde vivo -dijo con impaciencia-. Vivo en Whirly Wood, Connecticut.
Se adelantó unos pasos, tomó el pie izquierdo con la mano izquierda y dio dos o tres saltos.
-No te imaginas cómo eso aclara todo -dijo él.
Sybil soltó su pie: -¿Has leído El negrito sambo? -dijo.
-Es gracioso que me preguntes eso -dijo él-. Da la casualidad que acabé de leerlo anoche -se inclinó y volvió a tomar la mano de Sybil-. ¿Qué te pareció? -le preguntó.
-¿Los tigres corrían todos alrededor de ese árbol?
-Creí que nunca iban a parar. Jamás vi tantos tigres.
-No eran más que seis -dijo Sybil.
-¡Nada más que seis! -dijo el joven-. ¿Y dices nada más?
-¿Te gusta la cera? -preguntó Sybil.
-¿Si me gusta qué? -dijo el joven.
-La cera.
-Mucho. ¿A ti no?
Sybil asintió con la cabeza. -¿Te gustan las aceitunas? -preguntó.
-¿Las aceitunas?… Sí. Las aceitunas y la cera. Nunca voy a ningún lado sin ellas.
-¿Te gusta Sharon Lipschutz? -preguntó Sybil.
-Sí. Sí, me gusta. Lo que me gusta más que nada de ella es que nunca le hace cosas feas a los perritos en la sala del hotel. Por ejemplo a ese bulldog enano de la señora canadiense. Te resultará difícil creerlo, pero hay algunas nenas que se divierten mucho molestándolo con los palitos de los globos. Pero Sharon, jamás. Nunca es mala ni grosera. Por eso la quiero tanto.
Sybil no dijo nada.
-Me gusta masticar velas -dijo ella por último.
-¡Ah!, ¿y a quién no? -dijo el joven mojándose los pies-. ¡Caracoles! Está fría. -Dejó caer el flotador en el agua-. No, espera un segundo, Sybil. Espera a que estemos un poquito más afuera.
Avanzaron hasta que el agua llegó a la cintura de Sybil. Entonces el joven la levantó y la depositó boca abajo en el flotador.
-¿Nunca usas gorra de baño ni nada de eso? -preguntó.
-No me sueltes -dijo Sybil-. Sujétame, ¿quieres?
-Señorita Carpenter. Por favor. Yo sé lo que estoy haciendo -dijo el joven-. Sólo ocúpate de ver si aparece un pez banana. Hoy es un día perfecto para peces banana.
-No veo ninguno -dijo Sybil.
-Es muy posible. Sus costumbres son muy curiosas. Muy curiosas.
Siguió empujando el flotador. El agua no le alcanzaba al pecho.
-Llevan una vida muy triste -dijo-. ¿Sabes lo que hacen, Sybil?
Ella meneó la cabeza.
-Bueno, te diré. Entran en un pozo que está lleno de bananas. Cuando entran, parecen peces como todos los demás. Pero una vez adentro, se portan como cochinos. ¿Sabes?, he oído hablar de peces banana que han entrado nadando en pozos de bananas y llegaron a comer setenta y ocho bananas -empujó al flotador y a su pasajera treinta centímetros más cerca del horizonte-. Claro, después de eso engordan tanto que no pueden volver a salir. No pasan por la puerta.
-No vayamos tan lejos -dijo Sybil-. ¿Y qué pasa después con ellos?
-¿Qué pasa con quiénes?
-Con los peces banana.
-Bueno, ¿te refieres a después de comer tantas bananas que no pueden salir del pozo?
-Sí -dijo Sybil.
-Mira, lamento decírtelo, Sybil. Se mueren.
-¿Por qué? -preguntó Sybil.
-Contraen fiebre bananífera. Es una enfermedad terrible.
-Ahí viene una ola -dijo Sybil nerviosa.
-La ignoraremos. La mataremos con la indiferencia -dijo el joven-, como dos engreídos. -Tomó los tobillos de Sybil con ambas manos y empujó para adelante y para abajo. El flotador levantó la proa por encima de la ola. El agua empapó los cabellos rubios de Sybil, pero sus gritos eran de puro placer. Cuando el flotador estuvo nuevamente en posición horizontal, se apartó de los ojos un mechón de pelo pegado, húmedo, y comentó: -Acabo de ver uno.
-¿Un qué, mi amor?
-Un pez banana.
-¡No, por Dios! -dijo el joven-. ¿Tenía alguna banana en la boca?
-Sí -dijo Sybil-. Seis.
El joven de pronto tomó uno de los empapados pies de Sybil que colgaban por el borde del flotador y le besó la planta.
-¡Eh! -dijo la propietaria del pie, volviéndose.
-¿Cómo, eh? Ahora volvamos. ¿Ya te divertiste bastante?
-¡No!
-Lo siento -dijo, y empujó el flotador hacia la playa hasta que Sybil descendió. El resto del camino lo llevó bajo el brazo.
-Adiós -dijo Sybil y salió corriendo, sin lamentarlo, en dirección al hotel.
El joven se puso la salida de baño, cruzó bien sus solapas y metió la toalla en el bolsillo. Recogió el flotador mojado y resbaloso y lo acomodó bajo el brazo. Caminó solo, trabajosamente, por la arena caliente, blanda, hasta el hotel.
En el primer nivel de la planta baja del hotel -que los bañistas debían usar según instrucciones de la gerencia- entró con él en el ascensor una mujer con la nariz cubierta de pomada de zinc. -Veo que me está mirando los pies -dijo él, cuando el ascensor se puso en marcha.
-¿Cómo dice? -dijo la mujer.
-Dije que veo que me está mirando los pies.
-¡Cómo dijo! Casualmente estaba mirando el piso -dijo la mujer, y se dio vuelta enfrentando las puertas del ascensor.
-Si quiere mirarme los pies, dígalo -dijo el joven-. Pero, maldita sea, no trate de hacerlo con tanto disimulo.
-Déjeme salir, por favor -dijo rápidamente la mujer a la ascensorista.
Las puertas se abrieron y la mujer salió sin mirar hacia atrás.
-Tengo los pies completamente normales y no veo por qué demonios tienen que mirármelos -dijo el joven-. Quinto piso por favor.
Sacó la llave del cuarto del bolsillo de su salida de baño.
Bajó en el quinto piso, caminó por el pasillo y abrió la puerta del 507. La habitación olía a valijas nuevas de cuero de vaquillona y a quitaesmalte de uñas.
Echó una ojeada a la chica que dormía en una de las camas gemelas. Después fue hasta una de las valijas, la abrió y extrajo una automática debajo de una pila de calzoncillos y camisetas -Ortgies calibre 7.65-. Sacó el cargador, lo examinó y volvió a colocarlo. Corrió el seguro. Después se sentó en la cama desocupada, miró a la chica, apuntó con la pistola y se descerrajó un tiro en la sien derecha.»
(*) Se refiere a Seymour Glass (pronunciado simor glas) y confunde el sonido con la expresión see more glass (ver más vidrio).