jueves, 30 de mayo de 2019


¿Quién necesita un arcoíris químico?

por el abejaruco viejo.

Cada día, más o menos a las seis y cuarto de la tarde, Claire empezaba a aburrirse. Era el momento en que había terminado con todos sus quehaceres diarios. Obligaciones autoimpuestas precisamente para combatir el tan temido tedio. No podría decirse que su prejubilación estuviera siendo una montaña rusa de emociones. Vivía su particular “día de la marmota” al constatar que cada período de veinticuatro horas era terroríficamente igual al anterior. El hecho de que Claire siempre hubiera sido una mujer de férreas costumbres no ayudaba.
Todas las mañanas de los últimos dos años se despertaba exactamente a las siete y cinco, desayunaba en absoluto silencio, se tomaba un arcoíris de pastillas y sacaba a pasear a su caniche Ledra, una perra casi tan vieja como ella misma. Luego se sentaba en su sillón orejero de piel marrón y dedicaba quince minutos a ver las noticias. Transcurrido ese tiempo apagaba la tele, se iba a la compra, cocinaba para ella y para su mascota y se sentaba a comer. Rezongaba en voz alta los temas de conversación que la televisión tuviera a bien servirle ese día aun a sabiendas de que la perra, su único oyente, no le daría réplica. Luego ambas salían a la calle, se daban un paseo corto y albergaban la esperanza, al menos Claire lo hacía, de cruzarse con alguien que tuviera ganas de conversación en ese momento. Aunque por desgracia no era ni mucho menos la situación habitual. Con encuentro fortuito o sin él ambas regresaban a casa para que Claire echara una cabezada de veinte minutos y al despertarse a eso de las cinco de la tarde se preparara un té acompañado con galletas. Procuraba alargar el ritual diario del té al máximo porque justo después venía la “hora muermo”, la hora en la que todo quehacer se acababa.
La vida de Claire a sus cincuenta y cinco años era tan despiadadamente lineal, que de vez en cuando sentía que debía suministrarse algo de emoción. Pero en una mujer tan disciplinadamente monótona, la concepción de riesgo se limitaba a no tomarse alguna pastilla mañanera o a excederse con la dosis de galletas por la tarde.
Cómo iba a pensar aquella cincuentona canosa y despeinada que una fresca tarde de abril, en la que nada hacía pensar que algo podía variar ni un milímetro sus rítmicas rutinas, ocurriría lo inesperado.
Esa tarde antes del té, Claire sintió que estaba algo más cansada de lo habitual. Tenía la cabeza embotada y estaba de mal humor. Como siempre decidió echarse su habitual siestecita vespertina. Pero en esa ocasión, lo que debía haber sido una corta desconexión de veinte minutos se convirtió en un reinicio de sistema completo que la sostuvo roncando en los brazos de Morfeo más de una hora y media. Cuando despertó, todo parecía ir a cámara lenta, los párpados le pesaban como si fueran de plomo y notaba que le costaba mucho pensar.
-          ¡Hola! Ya era hora de que te despertaras Claire, llevo tumbada a tus pies un buen rato y tengo sed.
El sopor provocado por el exceso de sueño se disipó en un santiamén y Claire se puso en pie tan deprisa que a la sangre no le dio tiempo a fluir hacia su embotada cabeza. Sintió un mareo y trastabilló. Extendió los brazos y adelantó rápidamente un pie para evitar darse de bruces contra su televisor y la perra, que estaba tranquilamente tumbada a sus pies, salió disparada y se libró por poco de ser aplastada por su ama.
-          ¡Cuidado! ¡Casi me matas!
Claire se dio unos segundos para recobrar el equilibrio y dirigió su mirada al lugar de donde provenía aquella voz, el suelo. Allí sólo estaba su perra Ledra, en pie sobre sus cuatro patas, mirándola fijamente a los ojos y sin hacer el más mínimo movimiento.
-          Si no fuera porque es imposible diría que me estás hablando.
Se sintió un poco ridícula tratando de hablar con un caniche. Todavía se notaba algo desorientada por haberse puesto en pie a toda prisa y “vaya” acababa de hablarle a su perra. Estaba claro que algo raro le ocurría. Supuso que al despertarse de golpe se había quedado entre despierta y dormida, en ese extraño estado de “semi vigilia” en el que ni se está despierta ni dormida. Y que ese estado había durado el tiempo suficiente como para hacerle creer que su perra le estaba hablando. Sin duda eso era lo que había ocurrido. Cerró los ojos y negó lentamente con la cabeza en un claro gesto de autocomprensión y condescendencia para consigo misma. Cuando los volvió a abrir su querida Ledra seguía allí, con esa mirada característica de las mascotas tan parecida a la que ponen los niños pequeños cuando observan algo que les llama la atención.
Entonces observó horrorizada como Ledra, sin dejar de mirarla ni un instante y sin cambiar de expresión, movía su mandíbula inferior y ocurría lo impensable.
-          Por favor no te asustes, Claire.
Tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para evitar soltar un alarido de terror. Lo contuvo gracias a que se tapó la boca con la palma de la mano y ahogó el grito que pugnaba por salir seguido de su convulso corazón desbocado. La perra permanecía inmóvil y seguía allí, con la mirada clavada en ella. Claire se había quedado clavada en el sitio.
Pasaron en silencio unos segundos que parecieron eternos hasta que finalmente Claire decidió que no podría mantener ese nivel de tensión mucho tiempo o se haría sus necesidades encima. Haciendo gala de un temple ejemplar y realizando un gran esfuerzo consiguió despegar de sus labios la mano con la que se los tapaba. Lo hizo sin dejar de vigilar recelosamente a su mascota y con movimientos lentos, como si temiera romper algo. El miedo le tenía atenazados los músculos. Poco a poco consiguió reunir los arrestos necesarios para intentar balbucear unas palabras.
-          Pu… puedes… ¡Hablar!
-          Pu… pu… pues sí – afirmó Ledra como si fuera la cosa más normal del mundo, casi parecía que hablara entre risas – y sinceramente agradecería que te calmaras porque tengo que pedirte algo.
Por alguna razón aquella frase consiguió tranquilizar un poco a Claire. Pensó que si necesitaba algo de ella, no la atacaría.
-          Dime, Ledra – la mujer trataba de imprimir a sus palabras un tono apacible pero sin poder evitar un deje de inseguridad –, ¿qué… qué puedo hacer por ti?
-          Verás, anoche bebí mucha agua y terminé por secar mi cuenco. Hoy llevo todo el día sin poder beber y la verdad, empiezo a tener mucha sed y como sé que no te gusta que me beba el agua de la taza del váter quería pedirte por favor que volvieras a llenármelo.
-          Vaya, perdona – se disculpó – te lo lleno en seguida.
Claire abandonó el salón comedor casi corriendo para dirigirse a la cocina que era el lugar donde se encontraba el dichoso cuenco del agua de la perra.  Ledra la siguió de cerca.
Efectivamente, el cuenco estaba seco como el ojo de un tuerto. Lo colocó bajo el grifo y al dejar de pensar en aquella absurda situación sintió que su cuerpo se relajaba un poco. Depositó el cuenco lleno de agua en el suelo y entonces Ledra acercó el hocico y se pasó un un buen rato dándole lametazos. Al terminar se relamía satisfecha. Claire decidió entonces que necesitaba asimilar todo aquello sentada. Necesitaba volver a la comodidad de su sillón orejero de piel marrón. Salió de la cocina y le indicó a su perra que le siguiera chasqueando los dedos un par de veces seguido de un “vamos, vamos” en falsete. Pero a mitad camino se detuvo, se giró y moderando el tono de voz retomó la conversación.
-          Perdona cariño, no quería ofenderte. Necesito asimilar todo esto de que hables de repente y me gustaría sentarme de nuevo en mi sillón. ¿Te importa si seguimos hablando en el salón?
-          No, no me importa, pero ofenderme por qué.
-          Por tratarte como a un perro, dándote órdenes chasqueando los dedos. Las amigas no se hablan así.
-          Bueno. Como mínimo hay dos razones por las que no deberían preocuparte esas cosas.
-          ¿Cuáles son? – quiso saber Claire.
Ledra se concedió unos segundos para pensar bien qué iba a decir.
-          Una: que yo soy una perra y dos, que no somos amigas.
Claire puso cara de sorpresa y se quedó boquiabierta sin saber muy bien qué decir. Sin mediar palabra le dio la espalda a su mascota y se dirigió a su sillón donde terminó sentándose. Ledra se sentó en el suelo justo enfrente de ella.
-          ¿Qué has querido decir con eso de que no somos amigas? – inquirió Claire entre estupefacta y molesta.
-          Exactamente eso. Ni somos amigas ni podemos serlo.
-          Eso sí que no me lo esperaba, yo creía que ya lo éramos.
-          Debe ser una cuestión de punto de vista – declaró Ledra acercándose un poco a su ama pero sin dejar de permanecer sentada.
El tono de voz del animal no sonaba brusco ni amenazador. Sencillamente contaba las cosas como las sentía sin mostrar emoción alguna. Sin embargo su interlocutora, sentada en su sillón, sí parecía algo molesta o al menos bastante tensa, pero más por el hecho de que su perra no la considerara una amiga que por la increíble circunstancia de que le estuviera hablando. Sin darse cuenta Claire se estaba relajando.
-          De acuerdo – dijo recostándose en su sillón –, si es una cuestión de punto de vista, expón el tuyo.
-          Verás, Claire. ¿Cómo nos conocimos?
-          Nos conocimos cuando te compré en la tienda de mascotas de la calle Pearl.
-          Por lo tanto, yo soy de tu propiedad. Dime una cosa, ¿entre los humanos es costumbre adquirir a los amigos?
-          No, desde luego que no, pero…
-          Pues esa parte – interrumpió la perra – ya no la podemos arreglar, me temo. Aparte de ese pequeño inconveniente jamás te he olisqueado el culo, al menos que yo recuerde. Eso es otro inconveniente porque para mí lo normal, antes de entablar relación alguna, es presentarme educadamente a los demás y espero que ellos hagan lo mismo poniendo su culo a disposición de mi olfato.
Claire estaba un poco perpleja.
-          No sé qué decir. Pero yo te cuido, te doy de comer, te llevo al médico. Eso es más de lo que se hace por los amigos, al menos es más de lo que he hecho yo por ninguna de mis amigas.
-          Es cierto me cuidas y me das de comer y muy bien por cierto – entonces elevó un poco el tono de voz –, PERO no comprendo qué tiene de bueno eso del médico. Para mí es como ir a la casa del terror. Cada vez que siento el olor de ese antro infernal y atravieso su siniestra puerta se apodera de mí un pánico incontrolable que me resulta verdaderamente desagradable. Cada minuto que paso allí siento lo mismo que si estuviera una hora entera en el infierno. No, definitivamente Claire creo que esa parte no te la agradezco nada.
-          Pero – dijo su ama algo dubitativa – eso lo hago por tu bien. Si no te curamos podrías morir.
-          Dime una cosa. ¿Qué ocurriría si me pongo tan enferma, tan enferma que ese humano al que tú llamas médico decide que no tengo tratamiento posible? No contestes sé lo que harías. Me sacrificarías. Dime Claire ¿sacrificáis los humanos a vuestros amigos si se ponen muy enfermos?
Su respuesta fue contundente.
-          Por Dios, no.
-          Pues ahí lo tienes, otra razón por la que ni somos ni podemos ser amigas. Pero te voy a dar otra. Imagina que yo mañana me pierdo. Me alejo tanto de casa que no soy capaz de averiguar el camino de vuelta y después de varios días de vagar sin rumbo por ahí, otra familia me rescata, me acoge en su hogar y decide cuidarme igual de bien que tú. ¿Cuánto crees que tardaría en olvidarte?
Un mohín de disgusto y decepción se dibujó en la cara de Claire aunque trató de disimularlo todo lo que pudo antes de volver a hablar.
-          ¿Serías capaz de olvidarme?
-          Más bien es algo que no podría evitar.
-          Eso me parece muy inconveniente y muestra que a fin de cuentas eres una perra tan desagradecida como lo somos los humanos.
-          Disculpa Claire, creo que olvidas que, aunque sepa hablar, sigo siendo una perra. Yo sólo vivo el momento por mi propia naturaleza y no puedo ser desagradecida porque hasta donde yo sé, no te debo nada. De hecho no nos debemos nada la una a la otra. Como te he dicho, tú me cuidas, me alimentas y me sometes a tortura en el veterinario por mi bien y haces las tres cosas muy bien, pero lo haces por egoísmo. Me compraste. Me adquiriste en una tienda para rellenar el profundo y oscuro hueco que deja la soledad en tu vida. Tus obligaciones para conmigo te mantienen ocupada. Por las noches sientes que estás acompañada y yo por mi parte, recompenso todas tus atenciones mostrándote un estado de ánimo alegre, inquieto y juguetón, lo que te hace sonreír no creas que no me he dado cuenta. Entre tú y yo hay un equilibrado y justo intercambio de emociones, entretenimiento y compañía por comida, agua y medicinas. Por tanto, Claire,  considero sinceramente que no nos debemos nada la una a la otra. Además, como te he comentado vivo el momento presente y lo disfruto o lo sufro en tiempo real. No lamento ni sufro por lo que hice ni espero con ansia, alegría o terror lo que voy a hacer. Sencillamente vivo el presente sin más. Ahora disfruto contigo, pues disfruto contigo. Pero mañana no sé si estaré disfrutando contigo como ahora o con otra familia en otro hogar o estaré sufriendo las inclemencias del tiempo por estar perdida en un callejón y tampoco me preocupa porque para mí mañana, no es ahora.
Claire se quedó en silencio mirando fijamente a su querida mascota sin saber muy bien cómo reaccionar ni qué decir. Ledra siguió hablando.
-          Al hilo de todo esto y retomando el principio de nuestra conversación donde me decías que las amigas no se dan órdenes ni se chasquean los dedos para comunicarse, debo decirte que yo lo prefiero así. Para mí una orden es mucho más clara que toda la retahíla de palabras que me sueltas de vez en cuando. Debo serte sincera, a veces muevo la cola y apoyo mis patas delanteras en tu regazo porque no tengo ni idea de qué diantre me estás diciendo y sé que si actúo así, aparte de algún que otro regalo en forma de comida, me rascas detrás de las orejas donde más me gusta.
Era cierto, a veces Claire hablaba con su perra sobre todo cuando comía y veía las noticias. No podía evitarlo. Era una costumbre tan arraigada en ella que a veces incluso le parecía que la perra le prestaba atención para entenderla. Pero a todas luces por lo que acababa de confesarle era evidente que no era así.
-          Para mí – continuó diciendo – una orden es algo cómodo, conciso y claro. Me siento mucho más cómoda recibiendo órdenes que cadenas interminables e incomprensibles de palabras.
La pobre Claire no salía de su asombro. Todo lo que ella creía saber de su propia mascota, se le estaba desmoronando delante de sus ojos sólo por el mero hecho de que su perra hablaba. Además parecía querer aprovechar la primera conversación que mantenían las dos para expresarle todos sus sentimientos y nada de lo que decía era lo esperado. No era indignación lo que Claire sentía, era desasosiego por ser tan necia y estar tan ciega a lo que ocurría justo delante de sus narices. Qué forma tan diferente de ver las mismas cosas tenía su querida Ledra. Creía que estaba haciendo algo bien, que estaba creando un vínculo sagrado con su querida mascota y resulta que en cuanto se suelta a hablar lo primero que hace es dedicarse a dejar claro que no estaba siendo así.
Claire decidió decir algo para tratar de arreglar las cosas de cara al futuro.
-          Escúchame ahora tú un momento por favor.
-          Por supuesto dime.
-          ¿Desde cuándo sabes hablar?
-          Desde siempre que yo recuerde, pero creo que tú no me entendías.
Claire medio guiñó un ojo y le lanzó una mirada cargada de desconfianza a su mascota. Parecía estar deduciendo algo que se le había pasado inadvertido durante toda la conversación. Cambió bruscamente el talante y elevó el tono de voz para dar una orden clara y concisa.
-          ¡Informe nombre y procedencia!
Esta vez fue Ledra la que se quedó inmóvil y en silencio de modo que Claire insistió.
-          ¡Informe nombre y procedencia no te lo repetiré una tercera vez!
-          Shakna Purniks de Glorosargón – dijo Ledra en un suspiro mostrando cierta resignación. Sigues conservando tu buen ojo vieja zorra, creí que no me descubrirías.
Claire se hinchó como un pavo en su sillón. Los glorosargonios eran aliados y unos estupendos espías. Eran leales hasta la muerte y excelentes rastreadores. Además podían adquirir la forma de cualquier animal existente. Tanto era así que nadie conocía su forma original. Y sin embargo ella lo había detectado a simple vista.
-          ¿Cómo no te iba a descubrir acaso crees que aquí en la Tierra las perras hablan con las personas?
-          Pues te ha costado lo tuyo.
-          Eso es por esas malditas pastillas multicolores. Me dejan como anulada, como en otro planeta. Menos mal que he detectado en ellas la manufactura Klogiark y he dejado de tomarlas.
-          Sí menos mal. Hay que reconocer que esos jodidos Klogiarks hacen bien su puto trabajo. Llevas por lo menos dos años desaparecida.
-          No me digas, ¿y te han enviado a localizarme?
-          Eso es, pero no quería mostrarme de buenas a primeras. Nada más escuchar mi voz casi te da un infarto y no sabía muy bien si eras tú o uno de esos malditos replicadores de Fargarus transformado en ti.
-          Pues soy yo. Ya puedes informar a la ADE.
-          Enseguida.
Y golpeando rítmicamente sus uñas contra el suelo de madera Ledra se alejó y salió del salón. Claire se quedó sola en su comedor y se repanchingó en su sillón. Se sentía bien. Los Klogiarks habían intentado anularla químicamente, pero sus largos años de experiencia en la ADE le habían servido una vez más para escapar de una nueva trampa urdida por esos malnacidos genios de la química universal interplanetaria. De alguna manera se las habían ingeniado para colarle aquellas pastillas que la condenaban a una vida rutinaria llena de aburrimiento, atrapada para siempre en un bucle temporal sin fin de un mundo imaginario construido en su mente a base de químicos. Malditos cabrones, le habían robado dos años. Menuda mierda de vida había llevado. Menos mal que recuperaba su “verdadera” vida que a la sazón era mucho más emocionante y tenía mucho más sentido.
Como Delegada Terrícola de la Agencia de Defensa Extraterrestre o ADE, se ocupaba entre otras cosas de evitar las consecuencias de esos ataques químicos sobre la población. Tras haberla anulado con alucinaciones químicas, los Klogiarks habían disfrutado de dos años para hacer de las suyas por todo el planeta. Se ocuparía de ellos en cuanto volviera a su despacho.
Al pensar en su despacho se acordó de Jack, su joven y atractivo segundo de a bordo. Su mano derecha. ¿Qué sería de él? Miró su reloj, marcaba las ocho de la tarde. Las oficinas de la ADE no cerraban nunca. Seguro que se alegrarían de verla de vuelta. No se lo pensó dos veces. Se levantó del sillón y a toda prisa se encaminó a la puerta de salida de su casa sin mirar siquiera lo que llevaba puesto. Estaba despeinada y calzaba unas horribles botas de piel negra que no le pegaban con el abrigo de cuadros barato que llevaba y que la abrigaba demasiado para esa época del año, pero le daba igual, lo primero era asegurarse de que las instalaciones no habían sido saboteadas. Cogió un manojo de llaves que colgaba de un gancho junto al dintel de su puerta y salió disparada.
Justo antes de cerrar dando un portazo escuchó a lo lejos a su mascota reconvertida en Shakna Purniks gritarle:
-          ¡La ADE sabe que vas para allá! ¡Informa de la situación al mando central en cuanto llegues! ¡Tranquila todos están bien y Jack está deseando verte!
Una media sonrisa se dibujó en el rostro de Claire justo antes de dar el portazo. Su despacho en la ADE no quedaba lejos, tan solo a un par de manzanas. Eran unas instalaciones militares magníficas de última generación camufladas muy hábilmente por la ADE bajo la inocente apariencia de una antigua lavandería veinticuatro horas. Así nadie sospecharía nunca que estuviese siempre abierta y con un incesante flujo de gente que iba y venía, fingía leer el periódico, mirar el móvil o escuchar música y que evidentemente formaban parte del vasto personal de la base secreta.
Llegó en pocos minutos. Para su tranquilidad pudo constatar que nada había cambiado en dos años. Se acercó a una de las máquinas, la que llevaba impreso el número siete y tecleó en su cuadro de mandos el código secreto personal e intransferible que la agencia le había designado de por vida.
Aún no le había dado tiempo a identificarse del todo cuando escuchó a su espalda una voz de sobra conocida.
-          ¡¿Jefa, cómo me alegro de verla!!
-          Reconocería esa voz aunque estuviera en medio del atasco más ruidoso de la galaxia.
Era Jack. Claire se giró rápidamente. Aquel joven alto, moreno y terriblemente atractivo se abalanzó sobre ella y la envolvió con sus enormes brazos. Claire recibió con gusto el abrazo más cálido y tierno que le habían dado jamás. Jack aguantó el abrazo unos cuantos segundos más de lo que el decoro y las formas entre mando militar y subordinado aconsejaban, pero Claire se lo permitió. Estaba tan contenta de verle en perfecto estado que decidió por una vez, saltarse las estrictas normas disciplinarias de la ADE.
Se notaba que Jack estaba muy nervioso. Temblaba un poco y respiraba muy deprisa.  Cuando al fin se separó de ella, la sujetó un momento por los hombros y se detuvo a observarla como si no se creyera que la tenía delante. La miró de arriba abajo varias veces hasta que sus ojos se inundaron en lágrimas y se decidió a hablar. Claire se fijó en que llevaba unos papeles en la mano.
-          Jefa, tiene mucho que contarme. Debo salir un momento a enviar estos documentos impresos a la central pero vuelvo enseguida. ¿Me esperará? No tardo nada.
-          ¡Claro Jack! – no pudo evitar soltar una breve carcajada – estoy deseando contártelo todo, pero te avanzo que ha sido cosa de Klogiarks.
-          ¡Malditos cabrones! Nos ocuparemos de ellos enseguida – una de las cosas que más le gustaban a Claire de Jack, era esa extraña habilidad que tenía de leerle el pensamiento –. Deme cinco minutos. Esta noche no vamos a pegar ojo por lo que veo. Le he dejado un paquete de su marca de cigarrillos favorita justo ahí.
Y tras señalar algún lugar situado a espaldas de Claire, salió disparado por la puerta de las oficinas.
Cuando ella se dio la vuelta para mirar el lugar donde había señalado Jack, descubrió un paquete de tabaco de las Manadias, un planeta no muy lejano que fabricaba la única marca de tabaco no adictiva ni cancerígena de la galaxia. A Claire le llegaba a través de los múltiples canales de distribución interplanetaria por teletransporte que la ADE tenía por todo el universo. Cogió el paquete y se sentó trabajosamente en el banco que formaba parte del atrezo de la supuesta lavandería. Sus piernas ya no eran lo que fueron. Una vez acomodada allí, sacó un cigarrillo. Estaban preparados para encenderse solos en cuanto entraban en contacto con la atmósfera. Aspiró el reconfortante humo y disfrutó del aromático tabaco extraterrestre que Jack le había conseguido.
Mientras esperaba a que su mano derecha volviera de enviar aquellos documentos, Claire se quedó inmóvil disfrutando de la agradable sensación de saberse de vuelta en su lugar. Estaba deseando volver a la acción al lado de Jack, quizá uno de los mejores negociadores de la ADE. ¿Cuántas veces se había librado la Tierra de una catástrofe extra galáctica gracias a su intervención? Infinitas. Era un chico genial y no había cambiado nada en dos años. Estaba igual de joven que lo recordaba. Decidió que si seguía trabajando así un par de años más, recomendaría su ascenso. Pero bueno, eso sería dentro de dos años. De momento su primera misión inmediata consistiría en retomar el control de su oficina y velar por la seguridad interplanetaria de todo el cosmos.
En ese momento, en la lavandería no había nadie a excepción de Claire, pero si alguno de los parroquianos habituales hubiese entrado en la vieja lavandería de la calle Pearl, se hubiese encontrado a alguien a quien no veían desde hacía por lo menos dos años. La vieja loca esa que se pasaba el día allí hablando sola de conjuras espaciales, vestida con la misma ropa de siempre y esas botas que no le pegaban con nada, fumándose un cigarrillo imaginario y sentada como siempre en el mismo banco justo al lado de la máquina número siete.


PARA LELOS
-¿Desde cuándo estás trabajando para la agencia espacial?
-Desde hace un par de años. En el observatorio de la Palma en Canarias.
-No puedo comprender como te pueden pagar por estar todo el día mirando por un telescopio.
-No es así. Trabajo en el ordenador con las imágenes captadas por los telescopios. Yo no miro por ellos –dije riendo-
-Aun así ¿Para qué sirve lo que haces?
-Si nos ponemos en plan filosófico te diré que es por la necesidad de saber que tenemos los humanos. Queremos saber de dónde venimos y hacia dónde vamos.
-Que yo sepa venimos de nuestros padres –dijo Manolo riéndose-
-Me refiero a la vida en la Tierra y a cómo evoluciona el Universo desde que se creó.
-O sea desde que lo creo Dios.
-Los científicos no usamos la figura de Dios. -y  añadí:
-Salvo que llames Dios al Big Bang.
-Yo no me creo eso del Big Bang. Si toda la materia parte de un punto que explota. La materia en el universo tendría que tener la forma de una pelota hueca.
-No es así porque los materiales que se formaron eran de densidades diferentes con lo que se desplazaron a velocidades diferentes y, además, se generaron atracciones entre ellos que desviaron sus trayectorias.
Sí que tenemos con esa forma de pelota hueca que dices algo muy importante. Una radiación de fondo de microondas que marca la existencia real del big bang y nos informa aproximadamente el punto donde se produjo y cuando se produjo.
Manolo se quedó mirándome con los ojos vidriosos y pregunto:
-¿Cuándo se produjo?
-Hace casi 14.000 millones de años.
-Vale que lo de los siete días de la Biblia es un cuento, pero eso de 14000 millones de años del Big Bang no está aprobado por la ciencia, sigue siendo una teoría ¿no?
-Todavía no ha sido oficialmente admitida la teoría del Big Bang ni su antigüedad, pero todo el mundo científico la da por válida ya que se cumplen todos los requisitos para su aceptación.
-En esos rollos de la física cuántica hay muchas cosas sin admitir. ¿Está demostrado lo de los Universos paralelos?
-Tampoco. Es también una teoría que está aún lejos de ser demostrada, pero que, de ser cierta, explicaría muchas cosas hasta ahora inexplicables.
-¿Cómo qué?
- Quizá la única de ellas que conozcas es la de los agujeros negros.
-¡Anda ya! -Dijo Manolo pegando un trago de cerveza de la litrona-
Ya hacía un tiempo que no la soltaba. Yo no la echaba a faltar. Ya había bebido lo suficiente. No tenía claro que Manolo entendiera lo que le explicaba con el alcohol que llevaba encima, pero tenía ganas de ver donde era capaz de llegar en su estado. Hacía tiempo que no hablaba de mi trabajo de manera informal y me apetecía hacerlo con un viejo amigo sentados en el suelo con la pared como respaldo y unas cervezas de compañía. Así que continué:
-Los agujeros negros absorben materia y energía que no sabemos dónde van. Suponemos que a otro Universo.
-O sea, que ya no es “Uni verso” que hay más de uno.
- En nuestro entorno de trabajo se habla de multiversos.
-Lo vuestro es de ciencia ficción. -dijo Manolo que aprovechaba mis pequeños discursos para ir dando más tragos de cerveza-
-Desde la ciencia ficción se aprovecha de lo que aún no hemos descubierto. Inventan teorías fantásticas para venderlas de forma literaria. Pero tienes algo de razón. Hay mucha imaginación en la física cuántica. Es la física de las posibilidades y eso es en buena parte ficción.
-Lo de los universos paralelos a mí me suena a universos para lelos -dijo Manolo riendo a carcajadas-
Cuando yo también acabé de reír le dije que los lelos tienen también derecho a opinar y a leer comics.
-Entonces ¿según esa teoría hay universos que le quitan materia y energía a otros?
-Sí. Y en teoría el nuestro también absorbe materia y energía de otros.
-¿Cómo lo hace?
-Con agujeros blancos –dije yo medio riéndome-
Manolo dejó en el suelo la litrona que ya se había calentado y abrió otra que tenía junto a él. Le dio un buen trago y me miró con cara sería diciéndome:
-Me estás tomando el pelo ¿no?
-No. Se supone que existen pero no se han detectado. Serían el reverso del agujero negro. Expulsarían materia en vez de absorberla. Se cree que puedan estar detrás de las nebulosas y que estas puedan ser producidas por el gas cósmico que llega de otros Universos.
-¡Coño! Eso no lo había oído nunca.
-Como muchas otras teorías. Pero es bueno que sepas que hace un siglo ya se hablaba de universos paralelos. Schrödinger ya los predijo.
-¿Quién es ese Sroginder? –dijo Manolo con la lengua trabada-
-El autor de una ecuación muy famosa que equivaldría a las leyes de la física de Newton pero aplicada a la mecánica cuántica. Él obtuvo premio nobel de física en los años 30.
Aquello fue demasiado para Manolo que se quedó un rato callado y luego pego otro trago de cerveza. Dio un golpe con la litrona al apoyarla en el suelo. No la rompió pero me di cuenta que ya estaba muy borracho. Cuando al rato volvió a decir algo ya me costó bastante entenderle. Le pedí que repitiera hablando más despacio y me dijo:
-Tengo un lio enorme. Podrías hacerme un resumen de todo. Es para tener una idea más clara de lo que me has contado.
Me quedé un rato pensativa y cuando iba a decirle algo más me di cuenta que se había dormido. Su potente barriga le ayudaba a mantenerse sentado mientras dormía.
Tenía ganas de ir al baño y me incorporé. Al hacerlo fui consciente que yo también iba con demasiado alcohol en el cuerpo. Ya sentada en el inodoro me puse a buscar en el internet de mi teléfono móvil. Quería encontrar algo con el lenguaje más sencillo posible para responder a la solicitud de Manolo. Encontré imágenes de la nebulosa Carina, que podría ser una de las candidatas a tapar el agujero blanco y seguí buscando.
De casualidad llegué a una página que me inspiró una idea un tanto gamberra. Menos mal que estaba sentada en el sitio adecuado porque estaba meándome de la risa sólo de pensar en ella. Ya no le explicaría nada a mi amigo Manolo. Había decidido gastarle una broma. Cuando la hiciera saldría a despejar mi mente paseando antes de ir a casa de mis padres. Tenía muchas despedidas ya que día siguiente regresaría a Canarias.
Salí del baño y busque un papel y un bolígrafo para dejarle a Manolo anotada una ruta de internet y lo que iba a encontrar.
Antes de irme, lo más silenciosamente posible de su casa, le puse un papel en el bolsillo de su camisa en el que estaba escrito:


https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhX3l-cbCc9e3wTD1DfFGC1TeWHk2CMEdhF20OxeCtM69CjNqUfcMAxsNs9Q9i_wZPalLX8BZE22f7nWXU2gakenJn9Tl4qfBqzCyckOb7jzjduC9beEFL-uPbR8A5VbA3KQmOPDyZ5HMqo/s1600/foto+lavadoras.jpg
TÍTULO:
Dios fumándose un porro entre los universos para “lelos”.
Relato a partir de una imagen

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Las botas negras que acariciaban sus rodillas apenas levantaban la suela del pavimento. Estaba cansada. Caminaba moviendo la cabeza como un aspersor de riego, girándola hacia ambos lados. La luz roja de un semáforo la detuvo en el borde de la acera. Unos coches cruzaron rugiendo motores y escupiendo humo. Miró al cielo: estaba totalmente nublado y amenazaba con lluvias. Eran los últimos compases de la tarde. Sacó un reloj analógico de bolsillo y miró la hora. Se calmó al ver que aún quedaba tiempo: presentía que estaba muy cerca del lugar que buscaba para llevar a cabo el encuentro. El color rojo se transformó en verde y reanudó el paso. Siguió radiografiando cuidadosamente todo lo que encontraba en su camino: los locales de las fachadas de las fincas, los portales de viviendas, las entradas de los garajes. En un cristal de una oficina bancaria pudo ver su imagen reflejada: tenía el pelo enmarañado, sucio, cientos de arrugas por toda la cara. No se reconocía. “Llevó muchas horas sin dormir”, se susurró a sí misma para justificarse. La mampara de cristal de un comercio le llamó la atención. Tenía un logotipo de una gota azul pintada sobre un fondo blanco. La gota esbozaba una sonrisa y tenía dos brazos. Uno de ellos levantaba el pulgar de la mano, como los emperadores romanos en el circo de gladiadores al estilo hollywoodiense. Le brillaron los ojos. Miró a través de la mampara. Era un comercio de lavandería automática. Se oyó un trueno y empezaron a caer unas gotas. Entró. La sala era cuadrada, no había nadie. Un tubo fluorescente pegado en el techo esparcía una luz blanca albina. Había humedad en el ambiente. Las lavadoras estaban encajadas en las paredes y, por encima de ellas, estantes con diversas botellas de cosmética. Cerca de una de las paredes estaba un banco corrido, con una cesta para la ropa, que estaba vacía. Se sentó y apoyó la espalda en una de las lavadoras. Sacó un paquete de Ducados y un mechero de los bolsillos del abrigo de poliéster que llevaba puesto. Encendió un cigarrillo y aspiró hondamente. Cruzó las piernas. Observaba la sala mientras fumaba. “Tiene que ser este lugar, estoy segura”, dijo en voz alta. Volvió a mirar el reloj. Se levantó y se acercó a la mampara de la entrada. Pudo ver un relámpago que zigzagueaba por encima de los edificios. La lluvia caía con más aplomo. Cada vez se sentía más nerviosa. El sudor le caía por la espalda. Se fijó otra vez en el logotipo del negocio, en la gota de agua sonriente, el pulgar levantado. Volvió a sentarse. Sacó el reloj y lo puso boca arriba en el banco. Intentó relajarse. La puerta del comercio se abrió. Eran dos jóvenes que estaban empapados de los pies a la cabeza. Ella los miró gravemente, afeando más su rostro. “¡Fuera!”, les grito. Los jóvenes se asustaron y se marcharon bajo el aguacero. Se encendió otro cigarrillo. 

La lluvia, arrastrada por el viento, golpeaba rabiosamente la mampara de cristal, impidiendo ver el exterior. Miró el reloj y pensó que era la hora. Se frotó los ojos bruscamente: se podía oír el rumor acuoso de cómo se tambaleaban en sus orbitas. Apoyó los antebrazos en las rodillas, inclinando el cuerpo hacia adelante y miró una de las lavadoras. La miró fijamente. El pelo le caía por la frente. Al cabo de unos segundos sus ojos empezaron a perderse en la negrura agazapada detrás del cristal de la puerta, en el tambor. La luz del tubo fluorescente parpadeó. Y se oyó un clic. 

Se sobresaltó y se puso en pie, dándose la vuelta. Una de las lavadoras se había puesto en marcha. El tambor se estaba llenando de agua y empezando a girar. La velocidad del giro aumentaba cada segundo, cómo el movimiento de las hélices de un helicóptero. Otro clic. Otra lavadora también estaba en marcha y giraba el tambor. Ella dio una carcajada. Clic. Clic. Clic. Todas estaban en funcionamiento. Veía cómo las paredes temblaban y algunas botellas caían. Sentía vibrar el suelo, como el ruido aumentaba desorbitadamente de volumen. Se llevó las manos a los oídos: no quería que se rompieran sus tímpanos. Estaba muy excitada. El tubo del techo se fundió. Gritó. Ahora la sala estaba en penumbra, sólo se filtraba la luz grisácea del exterior, y el ruido de las lavadoras había cesado. Podía oír su respiración. Percibió cómo en el tambor de una de las lavadoras empezó a emerger un ligero brillo: unos puntos de color dorado. Luego otros de color violeta, azul, verde. Los puntos se unieron formando un haz de luz, con forma de serpiente, que empezó a dar vueltas sobre sí misma. El acontecimiento se repitió en todas las lavadoras. Estaba alucinada. Se acercó lentamente hacia una. Tocó el cristal de la puerta y movió el dedo, siguiendo el recorrido de la serpiente luminosa. Abrió la puerta y una brisa proveniente del interior empujó su pelo hacia atrás. Olió cómo a metal suave. La serpiente desapareció en la profundidad del tambor. Ella se acercó. Se acercó más y metió la cabeza. Sintió que era cómo una ventana al universo. Había diminutas estrellas esparcidas por el espacio y, en el horizonte, estaba suspendido un triángulo. Parecía que estaba ardiendo. Quería entrar en tambor, quería alcanzar el triángulo de fuego, pero su cuerpo era demasiado grande, no cabía. Los hombros chocaban con el diámetro de la puerta. Empujaba con las piernas con todas sus fuerzas, pero no podía. Sentía dolor. Tenía el corazón desbocado, con los latidos golpeándola en la garganta. Sacó la cabeza y retrocedió unos pasos. Apretó los puños, los dientes, tomó impulso y… se lanzó de cabeza contra la lavadora. Sonó un golpe aparatoso. El triángulo y el resto de las estrellas se convirtieron en un fundido negro. 

Cuando se despertó estaba tumbada en el suelo, cerca de una lavadora. Estaba mareada y sentía un dolor muy fuerte en la cabeza. El abrigo de poliéster tenía manchas de sangre. El tubo fluorescente de la sala estaba encendido y parpadeaba. Las lavadoras estaban apagadas, las botellas de cosmética en los estantes. Olía asquerosamente a tabaco. Se puso en pie con dificultad, cogió el reloj de bolsillo y se acercó a la puerta. Seguía lloviendo a raudales. “Creo que tendré que pedir ayuda” dijo con amargura, y salió a la calle.   

Rafael Mercé


lunes, 27 de mayo de 2019

La primera vez que entré a la lavandería de la calle cuarenta y tres con la séptima avenida era de noche y hacía tanto calor que las aceras de la calle todavía chisporroteaban del sol. Dentro el ambiente era espeso, casi eléctrico, como en las tormentas de verano. Había un pequeño ventilador en la esquina que apenas tenía fuerza ni para levantar las tiras de papel que le colgaban. En el techo una de esas lámparas para atrapar mosquitos emitía, de vez en cuando, un destello de luz y se oía un ligero puf cuando caían en la trampa. Y como no, al fondo tras una densa nube de humo, se dibujaba la diminuta figura de la señora Wachowski. En cuanto me vio cruzar el umbral de la puerta ya no me quitó el ojo de encima, me observaba desde su asiento mientras daba largas caladas a su cigarrillo. Mi ropa estaba centrifugando cuando se levantó y se sentó a mi lado, le brillaba frente.

Menuda está cayendo ¿eh? tenía una voz ronca y un fuerte acento sureño, se sacó una pitillera de plata del bolsillo y me ofreció un cigarro.

Gracias, no fumo.

La guardó y sin decir nada se quedó allí, observando mi ropa girar violentamente dentro de la lavadora. Permanecimos así, en un silencio que solo rompió el pitido que indicaba que mi colada ya estaba lista. Ese fue el día en que conocí a la señora Wachowski, más tarde supe que era de Luisiana, nunca se casó ni tuvo hijos y que cuando no estaba fumando estaba mascando tabaco. Nunca llegué a ver a esa mujer meter, ni sacar, una sola prenda de ropa en la lavadora y sin embargo siempre estaba ahí. Pasabas una noche cualquiera por la calle cuarenta y tres con la séptima avenida y a través de los cristales de la pequeña lavandería podías apreciar la figura de la señora Wachowski en el asiento del fondo, tras la nube de humo. Me contaron que, día tras día, llegaba exactamente a las diez y cuarto de la noche, ni un minuto antes ni un minuto después.

¿Sabe usted que los vecinos de Königsberg ponían sus relojes en hora cuando veían a Kant dar su paseo diario? le dije un día, ella me miró en silencio y acto seguido expulsó una enorme cantidad de humo (para una mujer tan menuda) dibujando círculos en el aire.

Me gustaba pensar que la señora Wachowski era una especie de genio en la sombra, una espía rusa o incluso un fantasma que habitaba el lugar y que tan solo unos pocos veíamos. Se sabía las historias y nombres de todos los que visitábamos la lavandería pero nunca hablaba mucho de ella.

¿Qué hace usted tan lejos del sur?

¿Ves a ese hombre de ahí? —señaló a un tipo encorvado con una gran barriga que de vez en cuando sacaba un pañuelo grasiento del bolsillo y se secaba el sudor de la calva brillante se llama Harold y le dejó su mujer hace unos meses, es buen hombre pero creo que no ha estado sobrio en su vida. Estuvo trabajando en un circo ¿sabes?

Uno de mis jueves de colada llegué temprano y me quedé esperando el momento en que la señora Wachowski aparecía por la puerta dejando tras de sí su característico olor a tabaco. Reinaba el silencio y tan solo se oía el tic-tac de mi reloj y los chispazos de los mosquitos cayendo en la trampa de luz. Era una noche tan calurosa como la de la primera vez que entré en aquel lugar. Dieron las diez y cuarto, el programa de una lavadora finalizó emitiendo un pitido. La señora Wachowski no apareció por la puerta, un destello de luz, un mosquito dio a parar a la trampa. Una vez la lectura del Emilio de Rousseau hizo que Kant se olvidase durante unos días de su paseo diario. Sonó el tintineo de la puerta al abrirse, un hombre entró con un walkman, llevaba la música tan alta que podía escucharse en toda la lavandería. Dieron las diez y veinte, ni rastro de la señora Wachowski. El ventilador de la esquina dejó de funcionar por algún motivo, el calor empezó a hacerse más patente. Tic-tac, a una mujer se le desparramaron las monedas por el suelo. Me acerqué para ayudarle, cacé con el pie un centavo que se dirigía hacia la puerta y entonces vi a la señora Wachowski a través del cristal.

Acaban de atropellar a Harold justo aquí enfrente anunció al entrar, con su voz ronca y el cigarrillo en la boca.


Hada