martes, 21 de mayo de 2019



                                                             Lucía 

La luz de la tarde iba poco a poco apagándose, como cuando se apaga la mecha de una vela en una galería minera. El jardín era agradable, muy “amazónico”, con plantas trepadoras adheridas a una especie de columnas griegas repartidas por toda la terraza, y con grandes maceteros repletos de flores multicolor. Yo estaba tranquilo y disfrutando del momento, de la familia, cotilleando a la gente, tomando algún que otro canapé. Esperaba la hora de la cena. Estaba terriblemente hambriento. Y luego la vi.

Cuando la vi, después de sortear con la mirada los cuerpos de los invitados que se contorsionaban buscando el más sabroso bocado, pude reconocerla casi de manera instantánea. Cierto es que habían transcurridos muchos años y su aspecto físico nada tenía que ver con el del pasado, como si hubiera reñido mortalmente con él, pero a pesar de ello la reconocí. Llevaba un vestido de crepe verde claro con volantes que se frenaba a la altura de las rodillas, dejando ver éstas, cuya forma original había desaparecido, para convertirse en dos promontorios carnosos sin forma alguna. La curvatura de su entonces avispada cintura había dado paso a una geometría excesivamente oronda. Y sus pechos, esos pechos de piel de tulipán que se contoneaban orgullosos por la orilla del mar, ahora se escondían cobardes detrás del vestido. Además, debido al sobrepeso que padecían, tenían que apoyarse en una titánica barriga a punto de estallar, que ella estaba orgullosa de mostrar, y así evitar desplomarse sobre el suelo. Tampoco su rostro era el mismo: estaba desfigurado y voluminoso, sin contar que no había sido inmune al paso de los años. O al menos es la percepción que tuve. 

Habían transcurrido unos cuantos lustros desde la última vez que la había visto aquel verano en casa de mis tíos. Ella se presentó de la nada. Mi prima la había invitado unos días y coincidió que yo también estaba por allí. “Ella es Lucia, mi mejor amiga, mi hermana gemela”, recuerdo que me dijo mi prima cuando nos presentó. Yo, alto y deslavazado para mis trece años recién cumplidos, era un imberbe adolescente con cráteres en la cara que hasta el momento sólo pensaba en dar puntapiés a un balón de reglamento, coleccionar canicas de colores y atrincherarme en el sofá para presenciar batallas intergalácticas entre las distintas razas planetarias. Recuerdo que, al verla en el porche de aquella casa, con esos ojos marrones claros que la distinguían, con un pelo suelto por encima de los hombros, un pantalón que seguro lo habían expulsado del armario por indecente y unas manos de uñas rojas que se agarraron a mis hombros para darme un cálido beso, cruce de un salto la frontera invisible de la adolescencia para adentrarme en terrenos febriles y oscuros deseos nunca antes experimentados por mí. Y también recuerdo las primeras palabras emitidas por aquellos labios coquetos y seductores después del cálido beso: “No me habías contado lo guapo que era tu primo pequeño. Seguro que lleva a todas las chicas por la calle de la amargura”. El hechizo estaba echado.

Un joven camarero con una bandeja llena de copas de champan pasó por mi lado y agarré una. Necesita humedecer mis labios y recuperar parte de la saliva evaporada por su avistamiento. Además, el champan debía insuflarme unos nuevos y frescos vientos. No entendía el por qué, después de tanto tiempo, de tanto esfuerzo, después de tanta terapia juvenil pseudocientífica de desenamoramiento que pensaba que había sido exitosa, tenía que acercarme y saludarla. Sin pensar en las posibles consecuencias, di un sorbo y empecé a caminar hacia ella. Mientras la distancia entre nosotros se acortaba iba visionando las diapositivas que cohabitaban en mi memoria sobre aquel verano, aquellas que habían sobrevivido al paso del tiempo. Por mi cabeza deambularon imágenes de bicicletas con un solo plato pedaleando por el paseo marítimo y muchos helados, de pistacho, turrón, chocolate. Imágenes de caminos pedregosos que dibujaban la línea del mar y desembocaban en pequeñas calas de agua verdosa, donde un puñado de jóvenes en topless eran acariciados por los rayos del sol y un servidor miraba al frente, al mar, disimulando el ardor que sentía de los pies a la cabeza, como si la sangre fuese lava y recorriese mis venas. Imágenes de la casa de mis tíos, de aquella casa solariega con palmeras sin cocos y un jardín pintado por la sombra de los pinos donde nos tumbábamos en hamacas de plástico para soñar despiertos. Imágenes de coches de choque que tenían una antena en la parte de atrás que desprendía electricidad, de un tren en miniatura que sólo daba vueltas sacudido por las fibras de una escoba y de un toro mecánico, sin cuernos y con el cuerpo alargado, donde yo me abrazaba con fuerza a la cintura de avispa de Lucía para caer lo más tarde posible a un suelo acolchado. Y la imagen que más se repite, la más nítida, la tantas veces rebuscada en mi memoria para sofocar los calores de la juventud, la de una noche, en una playa repleta de piedras, donde mi prima se enroscaba con uno del pueblo, que también veraneaba por allí y había conocido en la feria, y Lucia y yo nos quedamos solos. Yo lanzando piedras al agua, sin importar donde aterrizaban y ella sentada a mi lado, y que se levanta, deja su ropa en las piedras y, como Dios la trajo al mundo, se sumerge en las aguas oscuras del mar buscando quien sabe qué tesoro, y que desde el agua me hace una señal, moviendo el brazo de un lado a otro, a mí, al lanzador de piedras, que era como avivar el fuego con garrafas de gasolina. Y la imagen de un chaval larguirucho, quitándose sus bermudas verdes y temblándole las piernas, y la pierna, cómo se adentra en las mismas aguas, buscando también un tesoro, pero no el de un cofre lleno de monedas de oro o de plata, sino el de, quizás…, no lo sabía. Y la imagen del agua por el cuello, respirando los dos por la boca, los cabellos mojados y un choque de miradas que ni los duelos polvorientos de las películas del oeste. Y como un beso húmedo en la boca quebranta el silencio de la noche, y una lengua viscosa irrumpe súbitamente, registrando concienzudamente el interior de mi boca, como se registra la celda de un preso cuando se busca algo prohibido. Y unas palabras susurradas en mi oído, algo así como “esto será nuestro secretito”, y otra irrupción del músculo viscoso, pero esta vez con más energía, haciendo un registro aún más exhaustivo que el anterior. Y que en ese momento creí en los ángeles, en el cielo, en la inmensidad, en la magia, en el misterio, en el mismísimo Thor, … y creo que nunca más en mi vida dormí mejor cómo en aquella noche.


-Hola, ¿te acuerdas de mí?
-Claro que sí, eres el primito de la novia.
- ¿Cómo estás?


Sabía perfectamente como estaba. Lo sabía todo, por lo menos hasta que no quise saber más. Mi prima me lo iba contando, porque yo lo iba preguntando, claro. Sabía que había tenido unos cuantos novios, nada serio. Lo normal en el instituto. Que había ido a la universidad, que sacaba unas notas estupendas, siempre de las primeras de su promoción. Tenía cualidades. Que un día se enamoró locamente de un tipo, que supuestamente era maravilloso, una especie de “Adán”. Yo diría que era un cualquiera, un don nadie. Y que se había casado con él. Hasta ahí ya lo sabía todo, no quise indagar más, no debía, no. Y luego me conto que vivían en otra ciudad, por el trabajo del “Adán”, que resulto que encima era un friqui informático que se lo rifaban las empresas, que tenía dos mocosos y que estaba a punto de dar a luz al tercero, si es que no lo paría en ese momento. Entendí al instante la causa del esperpéntico cuerpo. Lucía, a pesar de mi estrategia defensiva inicial, era la misma chica de entonces y la verdad: ¡le iba jodidamente bien! Y mientras hablábamos aparecieron los dos mocosos dichosos, que no paraban de dar vueltas e incordiar, aunque a ella no le molestaban y se reía. Normal era su madre. Yo hacía como que también me hacía gracia. Luego se acercó el “Adán” informático, con esa tripa cervecera de cuarentón, porque él era mayor que ella. Y le salude con alegría, aunque no lo estaba en absoluto. 


La boda al final resulto un auténtico suplicio. La carne de la cena estaba más dura que una piedra y creo que el vino era de la época romana. También la música del baile fue para olvidar. Mi prima y su ahora marido, aquel chico que conoció en la feria del pueblo la noche de la playa, se lo pasaron en grande y se sintieron, como no podía ser de otro modo, los reyes de la fiesta. Algún día le contare que creo que fue la peor boda de mi vida. Y cuando estaba consolándome con una más de tantas copas que había tomado esa noche se acercó Lucía para despedirse. Era tarde y ella y sus insoportables mocosos tenían que descansar. Me dijo que se había alegrado mucho de verme, me dio un beso en la mejilla, sin registro de celda, claro y se fue. ¡La muy hija de la gran puta me dio un beso! Me vi rescatando de nuevo los viejos y aburridos libros de autoayuda, si no es que los había tirado. Y me quedé allí, como un pasmarote, con el resto de los aburridos invitados, con una música de fondo vomitiva, ahogándome en ginebra perfumada y en recuerdos, y también en proyectos, como qué si algún día, quién sabe, volvería a creer en los ángeles y en el cielo, y si también algún día, Dios quiera que sí, volvería a sentirme como el mismísimo Thor.


Rafael Mercé

                                         


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