jueves, 16 de mayo de 2019

La victoria pírrica de Oswaldo    por    Juan Cisneros



Nunca imaginé que lo que pude ver y oír en los apenas dos meses que pasé en San Salvador en marzo de 2004 pudiera servirme alguna vez para escribir un relato de personaje, pero así ha sido. Trabajaba entonces como Jefe de Almacén para una empresa cuyos dueños tenían fuertes vínculos con la Iglesia Católica. Mi jefe directo, Jacob, invertía mucho esfuerzo dialéctico en mí. Siempre me dio la sensación de que veía en mí algo así como la “oveja descarriada” que siempre quiso tener. Una frase que yo no dudaba en soltarle de vez en cuando y que siempre le hizo mucha gracia. Tuvimos largas y enriquecedoras conversaciones vespertinas a veces en mi despacho, a veces en el suyo, tratando todos los temas de la vida terrenal y extraterrenal. Esas conversaciones empezaron a forjar un acercamiento entre ambos que empezó a trascender lo estrictamente laboral. Mi jefe y yo, pertenecíamos a mundos diferentes pero nuestra forma de pensar coincidía en muchos aspectos y donde no coincidía, el respeto mutuo se imponía. Un día, en una de esas conversaciones, me hizo una propuesta tan inesperada como interesante:
“Siempre estás diciendo que te gustaría dedicar algo de tu tiempo libre a ayudar a los demás, vamos a ver si eso es verdad. Un párroco salesiano, buen amigo de mi padre (y dueño de la empresa), está haciendo una labor increíble en un barrio marginal de San Salvador en El Salvador. De la nada ha montado un pequeño polígono industrial que funciona por y para dar trabajo a jóvenes expandilleros que desean abandonar la vida en la calle. Todos los años recibe gente de mi congregación que se desplaza hasta allí para ayudarle de forma altruista. Este año mi padre quiere que vaya yo y le he dicho que yo quiero que me acompañes. Te aseguro que como mínimo será una experiencia enriquecedora.”
Por aquél entonces yo no tenía hijos ni obligaciones aparte del trabajo. A mis 32 años mi máxima preocupación se limitaba a programar los viajes de mis vacaciones y a acumular dinero en una cuenta vivienda para poder comprarme una casa. El punto referente a las vacaciones de ese año, me lo acababa de resolver mi jefe, Jacob. Me iría casi dos meses a El Salvador con el beneplácito del tío que me pagaba el sueldo y encima me iba con uno de sus hijos. Además, a un precio inmejorable. Sólo tuve que pagarme el billete de avión. El alojamiento y la comida me los ganaría allí ayudando a no sabía muy bien qué, al padre Santafé suponía yo, que así se llamaba el párroco salesiano que nos recibiría en San Salvador.
Para mis padres y mi novia aquel viaje no supuso más que foco de preocupaciones desde el mismo día en que lo anuncié hasta que me tuvieron de vuelta en casa. Para mí fue una de las experiencias más intensas y ciertamente enriquecedoras de mi vida (como me aseguró Jacob que iba a ser), sólo superada años más tarde, por el nacimiento de mi hija.
No voy a hablar aquí de aquella experiencia completa, quizá lo haga algún día en algún libro. Lo que viene a continuación es un relato seleccionado de entre muchas de las historias que me contaron los “batos” (muchachos), algunos exmareros (expandilleros) y otros mareros en activo (por llamarlo de alguna forma) de la MS (Mara Salvatrucha), acerca de su corta pero intensa vida. El padre Santafé, que aún está allí haciendo una labor increíble, también aportó muchas de esas historias, algunas duras y crudas acerca de las vidas de algunos de esos chicos y chicas sin imaginar que algún día se reflejarían en algún escrito. He recopilado algunos fragmentos de una de esas vidas, una que a mi entender sirve a este propósito. Son fragmentos de una vida que desde “este mundo” parece una vida extraterrestre. Fragmentos de una vida real tan dura y ahora tan lejana para mí… He tratado de darle una línea argumental cronológica para hacer vivir al lector apenas una pincelada de lo que allí se vive y se muere a diario. El resultado es un relato basado en hechos reales, en el que mi labor se ha limitado a modificar algunos nombres y poco más.
Por cierto, en este relato el lenguaje está traducido. Digo traducido porque la jerga que utilizan los miembros de las pandillas es completamente incomprensible para el que no está acostumbrado y complicaría mucho la escritura, la lectura y la comprensión del texto.
Confieso que una vez me brindaron la oportunidad de presenciar una “golpiza” en directo. Aproveché la oportunidad. Vi la golpiza y no me gustó. Pero eso es otro relato.
Ya sé que Bárbara dijo que fuéramos breves, pero no he podido evitar contar la historia de este Oswaldo ocupara las líneas que ocupase (aunque está bastante resumida, a fin de cuentas).

La victoria pírrica de Oswaldo
Oswaldo Pinares debió ser un tipo curioso, dicen que tenía una fuerza de ánimo inquebrantablemente neutra. Le ocurriera lo que le ocurriera, viera lo que viese, siempre se lo tomaba como si fuera la cosa más normal del mundo. Fue sicario de su clica entre otras profesiones nada deseables. Esto que aquí se cuenta son retazos de su vida transcurrida en pleno corazón de su barrio: La Liberia en San Salvador.
Oswaldo era oriundo del barrio de La Liberia en San Salvador. La infancia de Oswaldo fue relativamente feliz para lo que es vivir la infancia en un barrio como la Liberia. En cuanto aprendió a andar, pasaba el día en la calle a la buena de Dios deambulando de un lado para otro, jugando entre perros abandonados, calles sin asfaltar y traficantes, asesinos, extorsionadores y personajes de la peor calaña posible que habitaban las chabolas aledañas a la de su madre. Aquel tipo de gente eran producto propio del barrio y abundaban por todas partes. Estos tipos le ponían una pistola con el seguro puesto, pero cargada, en las manos para reírse un rato mientras el niño Oswaldo, la manipulaba, chupaba y mordisqueaba por todas partes, incluida por supuesto la boca del cañón. Sin embargo, si nacías el La Liberia, el barrio era un lugar bastante seguro a menos que tuvieras la mala suerte de morder y tocar al mismo tiempo lo que no debías, o encontrarte con una bala perdida proveniente de alguna balacera (tiroteo) entre bandas o contra la policía.
El padre de Oswaldo murió en la cárcel al poco de nacer él. De hecho, nunca se conocieron, aunque Oswaldo siempre llevó su apellido. Una de las razones de la que pequeño Oswaldo pasara la mayor parte del tiempo en la calle era que su madre trabajaba en casa. Era una de tantas prostitutas del barrio. La cruda realidad de una mujer en un barrio como aquél sin un hombre que la mantuviera en aquellos años era que estaba condenada, quisiera o no, a trabajar casi de lo único que podría reportarle algún dinero para mantenerse ella misma y su hijo. Lo bueno de la madre de Oswaldo era su juventud, tuvo al pequeño con apenas diecisiete años. Esto le garantizaba una clientela regular y fija y unos ingresos igual de regulares y casi fijos. El problema de la madre de Oswaldo era que consumía mucho más de lo que ganaba. El precio por servicio era bajo ya que, a la casa de la madre de Oswaldo, sólo llegaban clientes del mismo barrio y el barrio era un barrio económicamente hundido. Eso le proporcionaba unos ingresos exiguos por mucho que ella le exigiera a su cuerpo, horas y horas de trabajo.
Para escapar de su tremenda realidad, del tipo de trabajo al que se había visto abocada, de los clientes que la visitaban y de las cosas que le pedían, la madre de Oswaldo se refugiaba en el mismo escondrijo que el noventa por ciento de los habitantes del barrio. En la drogadicción.
Cuando Oswaldo contaba con solo ocho años de edad, ya veía completamente normal el desfile interminable de hombres y mujeres que visitaban su casa casi a diario. Algunos tipos iban tan pasados de vueltas que ni se fijaban en si él estaba dentro viendo el espectáculo o fuera de la chabola. Ni les importaba lo más mínimo. Tampoco a su propia madre. Además, ya se había acostumbrado a oler mal, a vestir con andrajos siempre llenitos de manchas y a buscarse la vida para comer y si no lo conseguía, a pasar hambre. También se había acostumbrado a la indiferencia absoluta que su madre mostraba hacia él. A esa edad ya empezó a probar sus primeros tragos de alcohol porque según él, quitaba el hambre.
Cuando cumplió los trece años, las visitas a casa de su madre empezaron a disminuir considerablemente y los pocos que aún la visitaban, cada vez tenían peor pinta. De lo que antaño fue una joven guapa y llena de vida sólo quedaban los desechos. Con treinta años cumplidos, su madre casi no tenía dientes en la boca, tenía la piel de la cara ajada y llena de pequeñas heridas y sarpullidos que le aparecían y desparecían por cualquier lugar del cuerpo. Siempre iba tan ciega que casi no se tenía en pie y cuando intentaba hablar, nadie la entendía. Un día Oswaldo vio que un tipo que pasaba por la calle la vio tumbada dentro de la chabola, se metió dentro con ella, hizo lo que quiso y se marchó sin pagarle y sin molestarse en volver a vestirla. Su madre, no abrió los ojos ni siquiera una sola vez en todo el rato que estuvo el tipo aquél encima de ella embistiéndola. Oswaldo pensó aquel día que su madre estaba muerta, pero la realidad fue que estaba tan colocada, que ni se había enterado.
El último día que Oswaldo pasó con su madre fue un domingo de verano. Ese día su madre estaba algo más lúcida de lo normal. El chico pensó que o bien se había terminado el dinero para drogas, o bien, ya no le fiaban los camellos. No le importaba. El caso era que, aunque su madre era ya un amasijo blando y arrugado de pellejo y huesos, ese día, parecía sentir que su hijo existía. Le colmó de atenciones y cariño lo que agradó mucho a Oswaldo, que ya ni recordaba la última vez que su madre le había prestado algo de atención. Lo que pronto descubriría era que las atenciones de su madre no eran desinteresadas. Tendría que pagar un alto precio.
El cobrador de tan alto precio se presentó por la tarde en su chabola. Pretendía que el chico le ofreciera sus encantos, pero en cuanto Oswaldo se olió la tostada, abandonó la chabola de su madre a todo lo que le daban sus piernas mientras su pretendida proxeneta se desgañitaba chillándole que era un desagradecido. Fue entonces cuando decidió ingresar en la clica (banda). La clica Iberia Loco Salvatrucha.
A los pocos días, en un rincón apartado del barrio, recibió la pertinente “golpiza” que no es más que el rito de iniciación obligatorio consistente en una paliza de muy señor mío, propinada por varios miembros de la banda que luego serían sus hermanos. Oswaldo siempre dijo que la época que pasó en la clica fue la mejor de su vida. La clica le proporcionó, ropa limpia, un lugar donde dormir, protección, hermandad, dinero, drogas, alcohol, libertad, mujeres, estatus y el respeto de los demás vecinos del barrio. Todo lo que sus padres no habían podido o querido darle nunca lo recibía de la clica. Bebía a placer, fumaba a placer, esnifaba pegamento a placer, mataba por encargo y mataba por venganza, daba palizas, participó en muchas golpizas, se acostaba con un montón de chicas… En definitiva, la clica le permitió vivir una vida de excesos y violencia a mansalva y sobre todo le permitió beber alcohol, mucho alcohol. Beber, ver, oír y callar, esa era su vida.
Apenas dos años después ya andaba todo pintado (iba totalmente tatuado), se rapó el pelo de la cabeza y se pasaba la mayor parte del tiempo en la calle sin camiseta. Ya empezaba a ser conocido por todos como Oswaldo “El trago”, por la ingente cantidad de alcohol que bebía a diario. Fue entonces cuando tuvo la mala suerte de hacer en manos de la Policía Nacional Civil. En realidad, más que mala suerte, lo que le pasó a “El trago” era lo esperado.
Con sólo dos años de pertenencia a las bandas, la carrera criminal de Oswaldo era variada y extensa. Sin embargo, nunca lo habían detenido aún. Sus asesinatos habían sido de miembros de otras bandas y no interesaban demasiado a los agentes. Sin embargo, las maras estaban cambiando su forma de actuar y estaban empezando a atacar a civiles inocentes o a chicos reinsertados (calmados) a los que no se les perdonaba haber salido de esa vida. La policía, conocedora de las nuevas costumbres de Oswaldo, pero sin pruebas sólidas todavía y sabiendo de su gran afición por el alcohol, sólo tuvo que esperar a que se pusiera ciego de bebida y empezara a deambular tambaleándose por las calles del barrio, como tenía por costumbre hacer. Entonces lo asaltaron en plena calle, le sembraron (introdujeron) una libra entera de marihuana y lo detuvieron por tráfico de drogas.
Oswaldo esquivó la prisión porque acusaron a los agentes que lo detuvieron a él por privación ilegal de libertad y finalmente el juez lo absolvió por falta de pruebas. Oswaldo pasaba así la vida mientras el alcohol y las drogas deterioraban cada vez más su cuerpo y su mente, igual que hacía años lo habían hecho con su madre. Finalmente, los palabreros (los jefes) se dejaron de fiar de Oswaldo y lo alejaron de la clica. Sabían que tarde o temprano lo detendrían y creían que “El trago” hablaría de lo que no debía a poco que lo dejaran sin bebida. Dejaron pues, de brindarle refugio, dinero, drogas, y alcohol. Todo lo que él había considerado su hogar y su familia en los últimos años, se esfumó de un día para otro. Todo lo que conocía y amaba, desapareció de su vida por segunda vez. Volvía a estar abandonado en la calle. Los mareros, los que habían sido sus antiguos compañeros de correrías, no lo mataron ni lo acosaron ni nada de eso. Simplemente le mostraron indiferencia. Entonces un abatido y olvidado Oswaldo hizo lo único que podía hacer, volver a sus orígenes.
Con esas se plantó en la vieja chabola de su madre y tuvo que echar a patadas a una panda de tipejos desarrapados que la habían tomado como su morada. De su madre no quedaba allí ni rastro. Él sabía ya hacía años que ella había abandonado el barrio no sabía muy bien hacia dónde. Pero le dio igual. ¿Dónde estaba ahora? Ni lo sabía, ni le importaba. Probablemente muerta en algún rincón maloliente de la ciudad. Así que, a partir de ese día, la única preocupación de Oswaldo consistiría en conseguir de alguna manera algo que comer cada día y sobre todo alcohol, mucho alcohol. Tenía menos de treinta años.
La vieja calle donde tantos ratos había pasado jugando al sol de pequeño seguía sin asfaltar y sin alumbrado. A pocos metros de la chabola que él ya consideraba su casa, la calle se ensanchaba de repente en una especie de oscuro y extenso descampado lleno de arbustos, desperdicios y enormes montañas de basura, conocido por todos como, el Efeco. Con las estrellas como único sistema de alumbrado público, las tinieblas del Efeco eran el lugar donde Oswaldo y el resto de los vecinos del barrio que no contaban con agua corriente en sus casas, iban a hacer sus necesidades. Además, hacía también las veces de vertedero ya que el barrio no contaba con nada parecido a un servicio regular de recogida de basuras. 
El Efeco estaba bastante frecuentado. Las incontables cumbres de desperdicios y trastos viejos abandonados allí formaban una suerte de dunas tóxicas compuestas por todo tipo de elementos infecciosos, cortantes, punzantes, irritantes y cosas peores todos ellos provenientes de los propios vecinos. Pero lo que más miedo daba de aquel descampado eran sus habitantes. Uno de ellos fue el que se cruzó en la vida de Oswaldo.
En el recuerdo colectivo permanecía el día en que un alarido desgarrador asaltó el barrio a altas horas de la noche de un sábado.
Resultó que esa noche en cuestión, el bueno de Oswaldo Pinares, el conocido como “El trago”, el más borracho del barrio, regresando a su casa más lleno de alcohol que una destilería y apestando a vómitos pues ese era ya su olor habitual, decidió parar sus inseguros pies en el Efeco. No se percató, antes de bajarse los pantalones y arrimar el culo al suelo, de que una rata andaba cerca y de que en lugar de salir corriendo como suelen hacer, el animal se le había plantado entre los pies.
El pobre Oswaldo con todos sus sentidos mermados gracias a la ceguera imprudente de la que dota el alcohol y esnifar pegamento al cerebro de los hombres, se bajó los pantalones y se agachó en cuclillas casi todo de una vez. De hecho, lo hizo tan rápido que al bajarse los pantalones atrapó a la rata que sin darse él cuenta, tenía entre los pies. La rata al verse atrapada de repente bajo los arrugados pantalones del pobre Oswaldo, que ni se enteró de lo que había hecho, se revolvió sobre sí misma y empezó a tirar dentelladas aleatorias allá donde su escueto cerebro animal le dio a entender. Quiso el fatal infortunio de Oswaldo, que fueran sus testículos a parar a las rabiosas fauces del pequeño roedor. Pequeño como un gato. Dos mordiscos le propinó la susodicha rata/gato, allí donde los hombres guardan buena parte de su valor, lo que provocó el tremendo alarido que despertó a medio barrio y a los pingüinos del polo norte.
Aunque la rata era rápida y nerviosa, Oswaldo no se quedaba atrás pese a su lamentable estado y pese a la herida que acaba de hacerle el roedor gigante. Así que, en cuanto Oswaldo notó el mordisco se echó mano a la entrepierna para protegerse y atrapó por casualidad al peludo animal. Tiró de él con fuerza sin pensar que si tiraba de la rata mientras ésta le mordía, se desgarraría los huevos como efectivamente así ocurrió. Se desgarró. Pero no acabó ahí la fatalidad del deshuevado.
Sangrando por la dolorida entrepierna como un cerdo degollado, con los huevos desgarrados, todavía en cuclillas y sin evacuar, vino el contraataque y venganza de Oswaldo Pinares, “El trago”. Teniendo al animal fuertemente agarrado con las manos no se le vino otra cosa a la cabeza que devolverle el mordisco. La rata, al verse sujeta entre las garras de Oswaldo comenzó a chillar como si la estuvieran despellejando. “El trago”, dejándose llevar por la furia iracunda y vengativa que sólo un borracho de pocas luces puede tener, intentó arrancarle la cabeza al animal de un mordisco furibundo.
Animal contra animal. De la fuerza que hizo para morder a la rata y arrancarle la cabeza se le salieron las heces de las tripas, que era lo que había ido a hacer allí, y descubrió el muy desgraciado que meterse en la boca la cabeza de una rata viva, loca de miedo y rabiosa, aunque sea para arrancarle la cabeza, no es muy buena idea. Antes de morir la sucia rata aún tuvo tiempo de propinarle a Oswaldo unas cuantas dentelladas en la lengua y los labios, lo que enloqueció más al dolorido y furibundo borrachuzo que pese a todo, no pensaba cejar en su empeño. Con la cabeza ya casi separada del cuerpo, pero el corazón latiendo aún, la rata que ya llenaba la boca de Oswaldo de dolor y porquería añadió a la mezcla un borbotón de cálida sangre de rata recién expulsada por la profunda herida que tenía en el cuello.
Oswaldo se convirtió en su verdugo, pero por más que lo intentó no pudo finalmente arrancarle la cabeza a su adversaria pues su mandíbula provista de pocos y carcomidos dientes, no pudo cortarle los huesos del espinazo. Finalmente, la rata dejó de gritar, dejó de moverse entre estertores y dejó la boca de Oswaldo llena de mordiscos, sangre, pelos de rata e infecciones de todos los sabores. “El Trago” se la sacó de la boca y se dejó caer de espaldas, casi sin sentido, encima de sus propias heces aún con la rata semidecapitada agarrada en la mano.
Aquella noche, la muchedumbre allí congregada a causa del griterío que Oswaldo había formado, sólo pudo presenciar el final del espectáculo. Todo había terminado. Entre dos hombres sacaron a rastras a Oswaldo del descampado, cogiéndolo de los pelos, porque no había de dónde agarrarlo, tal era su olor y su estado. Dicen que de los tirones que le dieron para sacarlo del descampado, como iba a rastras y los huevos se le salían de la bolsa, uno se le enredó en un arbusto y se le quedó allí, arrancado en uno de esos tirones que le dieron de los pelos.
Allí donde lo dejaron se quedó el pobre Oswaldo hasta que murió desangrado ya que ninguna ambulancia tuvo huevos de entrar tan profundo en el barrio, en plena noche y sin escolta militar y ningún vecino quiso recoger aquellos despojos malolientes y pringosos de hombre que era en lo que Oswaldo se había convertido tras la cruenta batalla y una vida llena de calamidades.

El abejaruco viejo.

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