lunes, 1 de julio de 2019

relatito de fin de curso..


La mirada de Borges 


Levanto la vista del papel, por encima de los pelos rizados de mis rodillas. Mis hijos y mi mujer chapotean en las aguas transparentes de la piscina. Ana se agarra obstinada a un corcho rojo mientras bate las piernas imberbes y Rodrigo, ataviado de manguitos con dibujos de un superhéroe, que tiene la cara verde y está en plena acción destructora, se desgañita al cuello de su madre. Parece poseído por algún espíritu invisible que quiere comunicarse con el exterior, pero no encuentra el modo. Debe de ser la excitación de los tres años de vida y el encuentro con una piscina en el albor del verano. Algunas flores moradas de la buganvilla flotan en el agua, junto a un falso cocodrilo de piel de goma. Más que pánico infunde misericordia. Detrás de la barandilla roída por el tiempo, se inclinan verdes ramas de palmera, mecidas por la brisa. Y al fondo el azul intenso del mar. Parece todo un cuadro de Sorolla. Vuelvo la vista al papel. “Yo también soy José Luís Borges”, se dice en un momento del relato. Resulta que Borges se encuentra a sí mismo, a “otro yo”, en un banco de un parque. Pero ese “otro yo” tiene cuarenta años menos. Ambos conversan sobre sus propias vidas, que es la misma, como dos viejos amigos. La historia me resulta muy extraña, pero al mismo tiempo muy sugerente y me activa algún engranaje hasta ahora inactivo del cerebro ¿Qué ocurriría si me pasara como al señor Borges y me encontrara con “otros yoes” mucho más jóvenes, y pudiera hablarles o sugerirles? ¿Qué podría decirles que hicieran a esos “otros yoes” que yo no hice para que les fuera diferente (o mejor), y de paso me fuera diferente (o mejor) también a mí? ¿Qué otros caminos podrían emprender “mis otros yoes” más jóvenes que yo no he tenido el placer de transitar?

Rodrigo sale por la plateada escalera. Su cuerpo es compacto, fuerte. Me recuerda a los enanos guerreros de Tolkien en la Tierra Media. Se mueve en diminutos pasos y se detiene a unos cinco metros del borde de la piscina. Elena grita: “No corras Rodrigo”. Pero Rodrigo está en otra cosa. “! ¡Mira papá! ¡Soy Hulk, el más fuerteeeee!”, me dice. Corre desalmado hacia el agua. Contengo la respiración, tensando los músculos abdominales y maseteros. Salta y se sumerge en el agua hasta donde le dejan los manguitos. Vuelvo a respirar. Ana se muere de risa.

En estos momentos estoy en el ecuador de mi vida: sobrepaso los cuarenta, casado, dos hijos pequeños, un trabajo de oficina que dispone de calefacción en invierno y aire acondicionado en verano, mis padres todavía vivos, gracias a Dios, aunque ya con incipientes síntomas de vejez, etc… En fin, una vida normal, plana, sin apenas sobresaltos, salvo los típicos riesgos laborales de esguince de muñeca por el escurridizo ratón del ordenador o un dolor lumbar agudo por cargar con el monstruito de mi hijo, que es un poco gandul. El encuentro con mis otros “yoes”, creo, debería de ser en los momentos más decisivos de la evolución humana, es decir, en   los que suponen una disrupción abrupta con el momento vivido, los que provocan que la hoja de la existencia se doble hacia un lado o hacia otro. En la infancia, no recuerdo ningún de esos, al menos yo: las cosas las hacía porque sí, sin pensar si las consecuencias serían positivas o negativas. Era como una hoja seca al antojo del viento. Luego, en la adolescencia y posteriores, con la conciencia en construcción y construida, sí que me vienen a la cabeza algunos momentos importantes..., qué sé yo, a ver…Por ejemplo, cuando escribí una de mis primeras cartas de amor adolescente a una chica que apenas habíamos intercambiado el saludo y al final no tuve el valor de enviarla. ¡El increíble amor de la escuela que carece de explicación lógica-racional! Si le dijera al “otro yo” que no fuera cobarde e introdujera la carta en el buzón… ¿qué demonios hubiera pasado? A lo mejor hubiera vivido una relación de las de toda la vida, de las que tu novia es de cuando ibas al colegio y luego te casas con ella, tienes hijos, nietos, artículos de prensa que dicen que sois la pareja del siglo, felicidad absoluta, el uno para el otro, etc,...  creo que es mejor pasar ya al segundo punto, por el principio de “prudencia conyugal”. Otro momento podría ser cuando estaba en el Instituto. Recuerdo que tuve que decidir que asignaturas cursar como extraescolares. Había música, teatro, informática, etc…Sí: si me hubiera matriculado en Informática, cosa que no hice y algo me gustaba (me parece que me dio pereza), a lo mejor, en un futuro, hubiera acabado montando una pequeñita empresa llamada “Facebook” y… Pues ya se sabe: ese “otro yo” estaría ahora ahogado en dólares e incluso saliendo como protagonista en algún largometraje. ¡Aahhh! También cuando tuve una temporada que leía biografías de bolsillo de aventureros y conquistadores. Había repetido COU y sólo iba a clase para recibir tres asignaturas. El resto del tiempo lo pasaba en la biblioteca leyendo. Me convertía en El Cid Campeador cabalgando por las llanuras de Castilla, o en Alejandro Magno en plena fundación de la ciudad de Alejandría; también en Hernán Cortés cuando quemó sus naves, en Magallanes al frente de la nao Victoria,… ¡Qué tiempos! Si mi “otro yo” hubiera seguido aquel instinto más salvaje que palpitaba en mí, el que buscaba aventuras, el temerario, quizás ahora estaría dando tumbos de un lugar a otro, desde los templos de Angkor Thom hasta las pirámides aztecas, y seguro que tendría en mis manos una bebida de leche de camello para no deshidratarme en el asfixiante desierto. Posiblemente llegaría a ser portada del National Geografic, diría algo así como “El investigador e historiador Rafael Mercé y su equipo descubre un grupo de momias de la época ptolemaica en el valle del Nilo”. Sí, me gusta. Y como momento disruptivo en mayúsculas, el sumun de la disrupción, estaría una tarde calurosa de un mes de julio por el centro de Valencia. Una tarde de lo más tierna, con unos novios cogidos de la mano, sin rumbo predeterminado (por lo menos, por mi parte), contemplando escaparates rellenos de zapatos, vestidos de lino y camisas de cuello mao. Elena que se detiene delante de una puerta enrejada de hierro grisáceo, con unas pequeñas columnas de piedra a los lados. La puerta abierta. Cruzamos y aparecemos en un patio. Tres escalones alargados conducen a otra puerta, también de hierro, pero ésta formando parte de una fachada neogótica con un rosetón de colores. Y aquellas palabras mágicas mirándome a los ojos: “Vamos, entremos a cotillear”. Como si no supiéramos lo que se esconde detrás de la fachada de una iglesia. Si mi “otro yo” hubiera respondido: “No, ahora no. Que es un poco tarde” o “Vamos al Corte Inglés, que mola más”, no sé si ahora estaría aquí en la piscina de mi suegro, leyendo a Borges en bañador rosa (espero que no se molestase si me viese con esta pinta) y viendo a mi familia dándose un chapuzón. O sí, quién sabe.

“¡Vamos cariño, vente al agua, que está muy buena!” me dice Elena. La miro. La verdad es que no me apetece bañarme. Llevamos todo el fin de semana en remojo y la piel, creo, se me ha quedado arrugada para siempre. “¡Vamos melón!”, y ahora está más cerca tirándome agua. Puedo ver ahora sus ojos. ¡Qué ojos! ¡Noooo! ¡Mierda! Reconozco aquellos ojos grandes y redondos, que son como unos polos magnéticos que anulan la capacidad de obrar de los individuos y te absorben. ¡Sí, son los mismos que me obnubilaron en la puerta de la Iglesia! El destino, dejémonos de monsergas, está escrito y reescrito, y no hay nada que hacer, salvo que dejarse arrastrar por sus aguas misteriosas. ¡Abajo las resistencias! Al menos, me queda el poder fantasear con mis “otros yoes”, que seguro que andan por ahí reptando por debajo de alguna pirámide o viviendo algún romance imposible.

Dejo al maestro Borges en la hamaca y me pongo en el lugar que ha estado Rodrigo hace unos instantes. “¡Rodrigo!” Lo llamo. Ana y Rodrigo me miran curiosos, salvo Elena que me conoce de sobra y puede anticipar mis pasos. “¿Sabes quién soy?” La cara del benjamín está para comérsela. “Sí, ¡eres el padre de Hulk!” me grita Ana, que también empieza a conocer a su padre. “¡Sííííííííí…!!!” Y tomando impulso doy un salto y caigo en forma de bomba atómica en medio de la piscina, expulsando más agua de la que me gustaría. “Papi, qué salto más grande… “oigo decir a Rodrigo entusiasmado.

                                        FIN

Rafael Mercé














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