miércoles, 12 de junio de 2019


Los Cauzadores de almas

relato a partir de una imagen II por el Abejaruco viejo


Me crean o no yo estuve allí un tiempo justo después del accidente. Cierto que pocos lo han visto en vida y nadie debería verlo en muerte, pero sepan ustedes que existe un lugar infinito y adimensional donde la falta de vida y la muerte se entrecruzan. Hago bien en distinguir muerte de falta de vida, porque a lo que quiero referirme es a que cuando algo muere no tiene derecho a volver a vivir y sencillamente se pudre allá donde lo dejen. Sin embargo existe un punto medio entre la muerte y la vida y créanme que es bien real. ¿No me creen? Pues respóndanme a esto. ¿Dónde estamos cuando somos apenas un amasijo informe de carne en el vientre de nuestra madre? Lo diré de otra manera, ¿dónde está nuestra esencia, alma, espíritu o como quieran ustedes llamarlo? ¿Dónde estuvo la mía cuando falté a la vida en mi accidente? Sí, no se sorprendan que he dicho bien. Falté a la vida.
Tuve la suerte de conocer al médico que me asistió en el mismo lugar del accidente. ¿Saben qué me dijo? Que es un milagro que no me quedaran secuelas ya que estuve literalmente muerto más de tres minutos. El buen doctor al que debo la vida se equivocaba. No morí tres minutos, solo estuve falto de vida. La única diferencia, a mi entender, con morirse de verdad es que a los que les pasa lo que a mí nos conceden el derecho a volver. No me pregunten quién lo concede ni por qué, el caso es que aquí estoy. He sido uno de los pocos turistas de la muerte y deseo contarles cómo es, aún a riesgo de ser calificado de excéntrico, bobo o falto de razón.
Pues debo reconocer que aunque no me haría una casita allí, ese lugar resultó a su modo agradable. No sentía frío ni calor y recuerdo sentir menos peso del que ahora soportan mis pies. No recuerdo haberme visto a mí mismo, pero sí todo lo que ocurría a mi alrededor. Veía perfectamente sin necesidad de gafas ya que estoy seguro de no llevarlas porque no murieron conmigo, si me permiten la frivolidad. Caminar no me costaba esfuerzo alguno y daba lo mismo que fuera cuesta arriba o cuesta abajo. Y créanme si les digo que había infinidad de cuestas. Yo en concreto, estaba rodeado de montículos como si me hallara en medio de un siniestro aquelarre de enterramientos tumularios. Más no me sentía incómodo.
Quise tener mejor vista y reconocer el lugar donde me encontraba así que elegí el más alto de ellos para ascender. Accedí a la cima en un santiamén y lo que desde allí pude ver me dejó maravillado. Todo a mi alrededor eran secuencias infinitas de colinas tumularias como la que acababa de ascender, pero lo que más me maravilló fueron los sembrados de nubes. Eran miles, si no millones y mirara donde mirara todas las laderas de las colinas y algunas cumbres estaban sembradas con nubes. ¿Cómo explicarlo? Imaginen multitud de troncos finos como una maroma portuaria, pero muy altos, plantados desordenadamente por doquier. Imagínenlos coronados por penachos de ramas más finas aún y muy tiesas, irguiéndose hacia el cielo.  Imaginen que esas tiesas ramitas en lugar de introducirse, como es natural en una copa superpoblada de hojas verdes, se perdieran de vista al introducirse en una copa hecha de girones de vaporosas nubes. Imaginen por último estar en medio de tal maravilla. ¿No sería un espectáculo digno de un rey? Pues yo lo vi.
Esos… árboles de nubes eran como una plaga del Señor. Ningún montículo en derredor mío se libraba de ellos. Las colinas parecían alfileteros ensartados por palos de algodones de azúcar como los que se ven en las ferias, pero a tamaño gigantesco. Todos se inclinaban del mismo lado y esto me pareció harto curioso porque no sentí viento alguno que pudiera causar tal reverencia. A buen seguro que me hubiera quedado allí para siempre admirando tal maravilla de no haber sido porque al poco, una sombra en movimiento llamó mi atención.
 No quedaba lejos de mí así que no me costó nada distinguir la figura de un hombre que paseaba tranquilamente por entre el bosque de troncos nublados. Era delgado y bien parecido y aunque no podría precisar su edad, se le veía joven pese a que en su coronilla una escasa mata de pelo raleaba.
No andaba ocioso. Tocaba cada uno de aquellos extraños troncos si le venían al paso, los agarraba con la mano y tiraba de ellos consiguiendo que algunos se balancearan lenta y armoniosamente por un rato. Parecía que necesitara mecerlos como una madre a sus retoños. En un momento dado y sin detener sus quehaceres me miró. Me saludó con la mano abiertamente y sin extrañeza alguna, como si el hecho de que estuviera yo allí fuera para él, la cosa más normal del mundo. Correspondí al saludo y acto seguido me hizo nuevas señas para que me acercara. Lo hice presto, más no consigo recordar muy bien cómo. Simplemente quise hacerlo y de repente me vi plantado a corta distancia de él. Lo que sí recuerdo con nitidez es que desde el momento en que me planté delante de aquel extraño, aunque les juro por Dios era la primera vez que le veía, sentí una familiaridad abrumadora como la que se siente al conocer en persona a un primo con el que te has carteado toda una vida, pero al que no habías podido ver hasta entonces. Tanto es así que sentí una incomprensible y a la vez gran alegría de verle y me sobrevinieron unas fortísimas ganas de abrazarle, aunque por educación, no lo hice. Pero sí decidí saludar.
-          Buenos… – y entonces caí en la cuenta de que en aquel lugar no lucía ningún sol que pudiera orientarme sobre la hora, nada proyectaba sombra alguna y el cielo carecía de color así que cambié mis modales por sana curiosidad – ¿Dónde estoy?
-          En el espectro no visible del mundo – me respondió.
-          Perdón, no entiendo nada. Le ruego concrete algo más.
-          Tú estás en realidad en el mismo sitio donde tuviste el accidente – el accidente, ya no lo recordaba – al menos la parte visible de ti, la otra parte está aquí conmigo, cosa que agradezco ya que no hay demasiadas oportunidades de hablar con alguien en este lugar. Estás justo en el corazón de las colinas de las almas perdidas.
-          ¿Quiere usted decir que he muerto a causa del accidente y que estoy vagando perdido por este jugar? – inquirí.
-          No. Tú tienes derecho a volver si así lo deseas y créeme, todos lo desean.
 Por extraño que les parezca, nada de lo que me decía aquél hombre me sorprendía. No entiendo el porqué, pero cada retazo de información que me brindaba lo asumía con la misma naturalidad con la que asumo las noticias que leo en el diario cada mañana.
-          ¿Y quién es usted si es que puedo preguntarlo?
-          Agradezco de veras tanta formalidad pero no es necesaria. Sé que has sentido que somos familiares aunque yo he vivido en un tiempo tremendamente alejado del tuyo. Te explicaría con gusto quién soy, pero no tienes tanto tiempo así que me centraré en qué soy. Soy un “cauzador de almas”.
-          Será cazador – interrumpí.
-          No, no. “Cauzador” de cauce, no de caza.
Tuve que poner tal cara de tonto al escuchar aquella palabra que tras dedicarme una breve sonrisa, aquél hombre sin nombre continuó.
-          Verás, no todos los muertos se mueren del todo. Algunos se mueren pero no se dan cuenta y su alma se queda enganchada en un bucle infinito de acontecimientos del que no pueden salir. Normalmente repiten siempre algo que les gustaba hacer especialmente en vida. Una profesión, un día agradable, una conversación, un paseo por un lugar bonito… En fin lo que fuera que les agradara. En otras ocasiones por desgracia, repiten en bucle situaciones no tan agradables. Su ejecución, una terrible tortura, un deseo de venganza, un asesinato o un largo encierro que les llevó a enloquecer. Hay casi tantas situaciones posibles como estrellas en el cielo. Esas almas no están donde deben estar, están perdidas y no ven más allá de su estrecha realidad repetitiva.
-          ¿Y dónde se quedan como dice usted, enganchadas?
-          Se quedan demasiado cerca del mundo visible y a veces inevitablemente se entrecruzan con él. Eso es lo que los vivos tienen entendido que es una casa encantada, un buque fantasma, un bosque encantado y cosas así. Pero esas almas deben completar el ciclo como todas las demás. Somos nosotros, los “cauzadores” los que nos encargamos de eso.
-          Entiendo y, ¿cómo lo hacen?
-          Pues es bastante sencillo en realidad y muy gratificante – y señalando con el dedo hacia arriba me preguntó –. ¿Ves las nubes de diferentes tamaños al final de las cuerdas?
Diantre si las veía. Pero debo admitir que en cuanto me fijé con detenimiento y a esa distancia, vi con claridad cristalina que lo que yo confundía con troncos en realidad resultaron ser cuerdas de vasta manufactura y buen grosor.
-          Las veo.
-          No son nubes en realidad. Son un amasijo de almas. Invisibles al principio pero que conforme se van agrupando se hacen más visibles en este lado del mundo. Mira, todas las cuerdas que puedes ver a tu alrededor empiezan siendo apenas un hilo tan fino que apenas se hace visible. Nosotros los “cauzadores” clavamos una estaca al suelo y atamos en ella ese primer filamento invisible. El hilo sube hacia tu mundo atravesando el cielo incoloro que tienes sobre ti y busca serpenteando por allí hasta que encuentra una de estas pobres almas perdidas. Una vez la localiza, se le enreda como haría el hilo de una tela de araña alrededor de un insecto, lo que pasa es que este hilo es tan fino que las almas ni lo notan y debe ser así porque si no se soltarían, ya que ellas creen estar vivas y no desean abandonar vuestro mundo de ninguna manera. Nosotros, que sabemos perfectamente cuándo un alma está enredada, lo que hacemos es volver a la estaca y tirar otro hilo que localizará otra alma y así hasta el fin de los días.
-          Dices que los hilos son invisibles pues, ¿cómo es que ahora todas las cuerdas que veo son tan gruesas?
-          Las almas enredadas no paran quietas y como te he dicho una estaca puede llevar sujetos miles o millones de hilos. Conforme van acumulándose las almas enredadas en sus hilos y éstos a su vez van enredándose en pos de la estaca – dijo esto dando dos palmaditas en una de ellas –, van formando una hilada cada vez de mayor grosor lo que hace que deje de ser invisible.
-          ¡Miles o millones de hilos cada estaca! – no pude evitar mirar a mi alrededor una vez más porque ciertamente me encontraba en medio de un auténtico sembrado de estacas, la magnitud de lo que me relataba era descomunal – Pero debe ser una labor de…
-          Siglos. Sí – me interrumpió –. Aquí una cosa que sobra es el tiempo.
-           Un momento, me ha dicho antes que todas deben completar el ciclo…
-          Cierto – me cortó de nuevo – nosotros nos encargamos de eso. Sólo debemos esperar a que la cuerda alcance el color y el grosor adecuados y entonces tiramos de ellas. Las almas siempre se resisten pero están tan enredadas que no pueden escapar. Nosotros comprobamos la tensión de cada cuerda, cuando una se muestra muy tirante la dejamos pero si al tirar notamos debilidad, la enrollamos alrededor de la estaca. Así poco a poco vamos acortando la distancia con el suelo de este mundo y cuando no queda más cuerda que enrollar…
-          ¿Sí? – interrumpí yo esta vez con avidez.
-          Entonces las almas abandonan el mundo de los vivos, se encauzan hacia donde deben estar y el ciclo vuelve a empezar.
-          ¿Cómo?
-          Muy sencillo. Este campo de colinas y estacas es infinito, pero no es el único, hay más campos infinitos como éste. Tú has aparecido en el mío, pero en los otros campos hay otros “cauzadores” con otras funciones. Por ejemplo hay otro campo que encauza almas de dentro hacia fuera, es decir, almas que salen de allí a la vida. Son los que guían las almas a sus nacimientos. Otros, los más afanados, hacen la labor contraria y guían a las almas a su lugar desde que a sus cuerpos les llega la muerte. Esas no pasan por aquí.
-          Pero por todos los santos sólo este campo es infinito  ¿tantos hombres hay de almas perdidas que se necesita una extensión semejante?
-          ¿Por qué supones que sólo son las almas de los hombres las que se encauzan aquí? – y por segunda vez me sonrió – Esta es una labor constante y que ocupa mucho tiempo, pero al final todas las almas perdidas son encauzadas. Algunas nos cuestan siglos, otras sólo unos años. Imagina que nunca las encauzáramos, cuando fueras de paseo al campo te atormentarían las almas de algún hombre de las cavernas o de algún animal prehistórico y eso no puede ser. Si no fuera por nosotros la vida no existiría y nada evolucionaría, porque debes saber que ninguna alma nace exactamente igual que cuando nos llegó. Vuelven un poco cambiadas.
Justo entonces detuvo sus pasos, dejó de hablar y giró la cabeza bruscamente. Yo casi no me di cuenta de ese cambio de actitud porque en mi cabeza bullían miles de preguntas que deseaba hacerle, sin embargo su expresión se tornó taciturna y sombría.
-          Sólo tengo tiempo de advertirte sobre algo – continuó diciendo – cuando llegue tu hora sea cuando sea, no explores el mundo que se abrirá ante tus ojos por ti mismo. Pégate al cauzador que irá a recibirte y síguele a dónde vaya.
-          No entiendo.
-          Hay ciertas almas que tratan de separarse de su cauzador, se pierden y se transforman en eso.
Y entonces señaló a lo lejos una forma que no sabría definir muy bien en términos de este mundo. Imaginen que en una preciosa postal se abriera un agujero provocado por una llama que la devora desde el medio hacia los extremos. Imaginen que dicho agujero no dejara pasar la luz y su contorno sufriera constantes deformaciones y horribles cambios gracias a los cuales pudiera desplazarse hacia ustedes. Eso fue lo que vi y recuerdo que quedé horrorizado.
-          ¿Qué criatura es esa? – inquirí.
-          No hay tal criatura. Es un vacío errático. Un alma infinitamente errante cuyo único objetivo es sustituir a los que caen aquí como tú para volver al mundo de los vivos. Pero eso no podemos consentirlo porque desde tu mundo vendría una persona y volvería eso otro. Nuestro tiempo juntos ha expirado.
Y sin dejar de mirar aquella cosa informe, oscura y vil extendió un brazo hacia mí y sentí que algo me impulsaba con una fuerza irresistible fuera de allí.
Recuerdo entonces abrir los ojos y ver la cara del buen doctor dedicándome una sonrisa entre sorprendida y alegre. Luego perdí la consciencia y la recuperé cuando ya estaba tumbado en la cama de mi habitación de matrimonio con mi mujer sentada a los pies.
En fin mis queridos amigos, mi relato concluye aquí. Desde esta noche pueden decir ustedes que conocen al único turista que tras un breve paseo por el inframundo volvió a éste sin secuelas y con una buena historia de contar. O pueden decir que conocen a otro viejo excéntrico y medio chiflado que tras casi morir en un accidente quedó mermado de razón. Eso lo dejo a su sabio entendimiento.
Y ahora si me lo permiten voy a rellenarme el vaso con un poco más de güisqui con agua, me acercaré al calor de la chimenea y estaré encantado de responder a todas sus preguntas si son capaces de hacerlas en orden y sin atropellarse.

No hay comentarios:

Publicar un comentario