miércoles, 12 de diciembre de 2018

La danza de las hojas muertas


                                    Un amoniaco de intimida para mi cabeza y en seguida me descubro en otro acento, fuera la certidumbre de ser uno entre universos de postizos.
                                                                                                         
                                                                                   Milagros Valcárcel


La danza de las hojas muertas


Sólo me quedaban veinticuatro momentos de vida, por eso cuando la vi aparecer aquella tarde de otoño, soleada y fría, desde aquel banco solitario del parque en el que me encontraba, supe que ella sería la elegida.

Caminaba despacio y ensimismada, ajena a lo que acontecía a su alrededor; su mirada ausente se perdía sin destino fijo entre las hojas secas y las ramas muertas de los árboles. Muy delgada, sus ojos negros bajo la frente despejada y su pelo oscuro estirado y recogido tras la nuca le daban un aire muy personal y elegante. Un bolso de color azul colgado del hombro, que lucía, flirteando a juego, con el chaquetón claro del mismo tono y el llamativo detalle de un pañuelo de seda de floreados colores, llevaron su imagen, cada vez más perfilada, al punto en que me encontraba.

Apenas si me quedaba tiempo. Primero llegó, alargada y difusa, su sombra informe que me hizo sentir un repentino escalofrío. No era tiempo de dudas, debía actuar rápidamente, sólo necesitaba llamar su atención y conseguir que su mirada abstraída se fijara en mí, en mis ojos, directamente. Era cuestión de pocos segundos.

Agaché la cabeza calculando el avanzar de sus pasos: uno, dos, tres… No me atrevía a mirarla, la incertidumbre y el miedo me atenazaban. Estuve a punto de abandonar y salir corriendo. No quería seguir adelante y enfrentarme a aquella experiencia en la que no creía. Tan desconocida, tan misteriosa.

Cerré los ojos hasta sentir que sus pasos sonaron muy cercanos y entonces, lentamente, levanté la cabeza y la miré fijamente a los ojos. Ella notó mi presencia y los suyos, extrañados, me miraron desconcertados. Había llegado el momento: la brisa se detuvo, ensordeció el silencio.

Tras aquel intercambio fugaz de nuestras miradas, pronuncié lentamente aquella desagradable y extraña palabra. Una palabra hueca, sin sentido. Al instante, una convulsa vibración me hizo estremecer y unos segundos después comencé a notar mi cerebro invadido y mi mente desbordada por un mundo de nuevas sensaciones totalmente desconocidas. Me sentía bien, Cerré los ojos y placenteramente empezaron a llegar hasta mi, nuevas voces, nuevos rostros, nuevos lugares y situaciones. Comencé a reconocer una nueva y fresca memoria que me brindaba recuerdos y sensaciones inesperadas, que se sucedían, unas a otras, a medida que mi mente empezaba a reconocerse e instalarse en una nueva dimensión, con nuevos pensamientos e ideas, con nuevos personajes y espacios hasta entonces ignorados. Con nuevas dudas y nuevas esperanzas.

Sentí que todo lo nuevo, la risa, los recuerdos, las nuevas miradas se iban recolocando dentro de mí, adecuada y serenamente hasta conformar una nueva identidad que a medida que pasaban los segundos iba reconociendo como propia con absoluta naturalidad.

Me quedé sentada un buen rato, aturdida por tanta emoción, acogiendo con serenidad y sumo placer la brisa blanca y helada que acariciaba mi rostro, mientras las hojas secas amarilleaban meciéndose en su caída final y un mirlo de negro y brillante plumaje correteaba, delante de mí, apresurado por llegar al seto que bordeaba el camino.   

Mientras tanto, a lo lejos, pude ver como una oscura imagen continuaba con su pausado caminar, cada vez más distante, cada vez más alejada de sí misma, a cada paso, más abandonada en una difusa silueta que ya no le pertenecía.




Joseantonio Nogales Chávez

Tercer relato del Taller de Escritura (diciembre 2018)  

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