lunes, 10 de diciembre de 2018

ESTAR MUERTO O ESTAR VIVO (Susi)

ESTAR MUERTO O ESTAR VIVO

No estaba resultando nada fácil. Cada día era un interrogante. Cuando suena el
teléfono a las doce y media de la noche, o alguien se ha equivocado, o te están
gastando una broma, o algo que no estaba previsto te va a hacer salir de la cama. Yo
no estaba en la cama. Estaba en el salón con mi nuevo amigo, el sacaleches. Mi
madre me acompañaba en el sofá de al lado.
- Hola, buenas noches. Los padres de Alejandra, por favor.
- Soy su madre.
- Siento llamar a estas horas, pero Alejandra no está bien. Deberíaias venir
cuanto antes.
- Ahora mismo vamos.
Por un momento pensé que se habían equivocado, pues de las dos, Alejandra
estaba más sonrosadita y pesaba un poquito más. En todo caso, algo no iba bien con
alguna de ellas. Nunca he tardado tan poco tiempo en vestirme y llegar a un sitio.
Antes de la una estábamos todos en el hospital. No recuerdo si todavía seguía con
vida, creo que sí. Sólo recuerdo su tez pálida, su cuerpecito desnudo, todos esos
cables y esa cajita de cristal donde había pasado su única semana de vida. No podía
creerlo. De todos los bebés que había en el hospital tenía que ser ella. Nosotros
teníamos más papeletas que otros, pues su hermana Carla también compartía aquella
sala llena de cajitas de cristal. Y la lotería a veces toca.
Recuerdo ese momento como si fuera anoche. Cuando llegamos al hospital,
algunos familiares nos esperaban para acompañarnos. Y ahí estábamos de nuevo, en
la U.C.I, pero esta vez, la noticia no sería sólo un poco mala.
- ¿Quieres cogerla? Me preguntó una de las enfermeras de la U.C.I.
Yo, como de costumbre, miré a mi madre. Ella era enfemera en urgencias de
pediatría.
- Mejor si no la coges. Podría contagiarte y no sería bueno para Ángela.
Ángela es mi otra hija. Entonces tenía tres años. Todavía me arrepiento de no
haberla cogido. Mi madre es maravillosa y aquello fue decisión mía, de eso no tengo
duda, pero dicen que es mejor arrepentirse de lo que uno hace que de lo que nunca
llega a hacer. Creo que hoy la habría estrechado entre mis brazos. Y digo creo porque,
a pesar de sentirme algo más valiente que entonces, no estoy segura de serlo. Esa fue
la última vez que la vi y nunca la abracé.
Al salir de la sala nos esperaban todos. Mi familia al completo estaba allí. Tanto en
los momentos bonitos como en los difíciles nos gusta estar todos juntos. Me envolvía
una sensación extraña. Me invadía la desilusión, la rabia, la tristeza, la impotencia,
pero me rodeaba el cariño y el calor de mi familia. A pesar de ser la una de la
madrugada, el pasillo estaba lleno: hermanos, primos, abuelos... Durante días, dejé de
tener ganas de hablar, no me apetecía estar con nadie, aunque para bien o para mal
te obligan a hacerlo. De todos modos, me reconfortaba sentirles cerca.

Hacía solamente veintinueve semanas que nos habíamos enterado de que íbamos
a ser familia numerosa. Siempre recordaré aquella tarde en la consulta del ginecólogo.
Quería darle una sorpresa a mi marido, y le pedí que me acompañara. Igual que con
Ángela, mi hija mayor, estaba siguiendo un tratamiento de fertilidad. Él creía que era
una visita rutinaria. Yo sabía que estaba embarazada. Aquella tarde nos sorprendieron
a los dos. Estaba embarazada de gemelos. Cuando nos lo dijo el ginecólogo, no me
hizo ninguna gracia. No me lo esperaba y, todavía no entiendo por qué, no me causó
demasiada ilusión. Sentí que aquello me venía grande. Cuando Alejandra murió llegué
a pensar que, en parte, ocurrió por aquel sentimiento mío al enterame. Que tonta.
Aquel susto duró poco tiempo. Cuando llegamos a casa ya era toda ilusión.
No dormí, literalmente, en toda la noche. Una fiesta de adolescentes se estaba
celebrando dentro de mí. Sin saber que el embarazo era doble, había organizado una
comida, al día siguiente, para dar la noticia. Me encantan las sopresas. Bueno, me
gusta darlas más que recibirlas. Estoy aprendiendo a dejarme llevar, pero me gusta
tenerlo todo bajo control, y con las sorpresas no controlas. Qué estupidez. Cuando las
das tampoco controlas lo que va a suceder.
Al día siguiente dimos la noticia. Nadie lo imaginaba, y menos por partida doble.
Fue un día muy bonito que tampoco olvidaré. Muchas sorpresas nos esperaban.
Demasiadas quizás.
Tras la muerte de Alejandra, desaparecieron la ilusión y la alegría, y durante un
tiempo nos aconpañó el miedo y la tristeza. Nuestro único foco de energía era Ángela,
nuestra hija mayor, que parecía entender todo lo que estaba ocurriendo y nos regalaba
su cariño, su simpatía y su gracia.
Estábamos agotados, había sido una semana muy dura, y Carla seguía en su
cajita de cristal. Era tan bonita. Íbamos a verla todos los días, varias veces cada día, y
le llevábamos la leche y la acariciábamos por esos agujeritos que tienen las cajitas,
con una especie de guantes, para evitar que cualquier bichito les moleste. Casi ningún
día las noticias eran buenas, pero tampoco tan malas como para perder la esperanza
en que todo saldría bien. Soñaba, no con el momento de tenerla en mis brazos, que
también, si no con el día en que pudiéramos hablar de todo esto con ella. Me la
imaginaba fuerte, risueña y especial, y así es Carla. Carla tiene ángel.
Cada día, al volver a casa, después de verla, me preguntaba por qué había
sucedido todo. Pensaba que habría una explicación. Recuerdo una de las tardes.
Volvía con mi padre en coche. Estábamos viviendo con mis padres. Toda una
aventura. Nos habíamos cambiado de casa y estábamos reformando la casa nueva.
La anterior era algo pequeña.
- Igual ha pasado porque Alejandra iba a estar malita y yo no iba a poder con
todo esto. Igual ella se ha ido para ayudarme. Quizás me eche una mano
desde donde esté. Yo sóla no puedo – pensé en voz alta.
Necesitaba encontrarle un sentido a todo lo que estaba pasando. Entonces mi
padre me sorprendió con uno de sus cuentos. Cuando mi hermana y yo éramos

pequeñas, venía a taparnos por las noches y nos contaba una historia que él se
inventaba.
- ¿Me dejas que te cuente una historia?
Ni si quiera respondí. Él empezó a relatar su cuento:
Un caluroso verano, una cigarra cantaba sin parar debajo de un árbol. No tenía
ganas de trabajar, sólo quería disfrutar de sol y cantar, cantar y cantar.
- Papá, ya me sé ese cuento, y no tiene nada que ver con lo que me está
sucediendo.
- Este no es el cuento que tú conoces, es el cuento de mi hormiga.
Le dejé continuar.
   Un día pasó por allí una hormiga que llevaba a cuestas un montón de miedos, de
dudas y de valorarse poco a sí misma. La hormiga no era especialmente guapa, pero
era interesante y dulce, tampoco era la más inteligente, pero era tan buena persona y
trabajadora, que superaba con creces a muchas de las hormigas de su colonia. La
cigarra se burló de ella:
-  ¿Adónde vas con tanto peso? ¡Con el buen día que hace. Se está mucho
mejor aquí, a la sombra, cantando y jugando. Estás haciendo el tonto, ji, ji, ji se
rió la cigarra -. No sabes divertirte...
Qué rabia le daba a la hormiga oír eso. Aunque simulaba no escucharla, ella
quería ser como la cigarra, pasar de todo y divertirse todo el día, en lugar de trabajar y
preocuparse por los demás. Eso era lo que realmente le resultaba difícil a la hormiga.
Cada vez que veía a la cigarra, ésta se reía y le cantaba alguna canción burlona.
Pero el tiempo pasó y la cigarra se hizo vieja y demacrada. De vez en cuando, alguna
cigarra igual de estropeada le acompañaba, pero la cigarra se sentía muy sola y ya ni
cantaba. La hormiga también se había hecho mayor, pero seguía siendo interesante y
tenía muchísimos amigos. La hormiga no se conformaba con ser mediocre, se
levantaba cada día con ilusión, tratando de mejorar y ser cada vez mejor hormiga.
Tenía muchos sueños y muchos de ellos se cumplían, y los obstáculos, con los que se
tropezaba, le ayudaban a ser más fuerte y a crecer como hormiga.
Un día, la hormiga vio a la cigarra malherida, le dio de comer y beber, la tapó y
llamó al médico. Cuando se recuperó fue a casa de la hormiga para darle las gracias.
No parecía tan vieja, estaba limpia y sonreía. Empezaron a ser amigas. La cigarra
enseñó a la hormiga a ser más desinhibida, y la hormiga a ganarse la vida.
A partir de entonces, la cigarra aprendió a no reírse de nadie y a trabajar un
poquito más, y la hormiga siguió aprendiendo y disfrutando de la vida.
- Gracias papá, procuraré recordarlo cada vez que dude de mí misma.
- Lo estás haciendo bien hija. Esto lo superaremos. Siempre la recordaremos, y
tú conseguirás todo lo que te propongas. La vida está llena de altibajos, giros
inesperados, amor y pérdida, felicidad y tristeza, y eso significa que estás vivo.

La vida es como una montaña rusa, a veces se mueve pausada y tranquila, y
otras veces va demasiado deprisa y asusta. Pero si la línea de vida es plana o
la montaña rusa no te excita, significa que estás muerto.

Dicen que de estas experiencias se aprende mucho. La verdad es que todavía hoy
me pregunto que he aprendido con todo lo que ocurrió. Quizás que la vida en sí es una
sorpresa, y que aunque no siempre esté envuelta en un lazo, sigue siendo un regalo.
A lo mejor me enseñó que no tiene demasiado sentido cuestionarse tanto las cosas, y
que es mejor vivir la vida al máximo y dejarse llevar. Quizás que hay que encender las
luces, utilizar las toallas bonitas, y arreglarse y ponerse la ropa nueva, porque hoy es
un día especial. La verdad es que sigo sin tener respuesta. De lo único que estoy
segura es de que Alejandra sigue conmigo y de que todavía hoy sigo aprendiendo y
disfrutando de la vida.

No hay comentarios:

Publicar un comentario