martes, 4 de junio de 2019

Relato sobre imagen

Eísai kalós

Las peores cosas nacen en sitios terribles. Mi historia con el emir Al-golani, por ejemplo, nació en Raqa, después de las bombas. Yo no sabia que hacer y Al-golani tenía un fusil. Un año después él era emir y yo su guardaespaldas, combatiendo en Alepo por el fin de la ocupación y de los títeres que hasta entonces se habían lucrado a nuestra costa. Dios estaba de nuestra parte. Sin helicópteros y tanques, donde pasamos se nos unía un pueblo desesperado con ganas de aprender a luchar y de hacer todo el daño que pudiese. Yo les llamaba hermanos, los verdadero estaban muertos. La mayoría tapaba su juventud con pañuelos negros. Era una forma de parecer más fieros. Otra forma de esconder el miedo. Yo, en cambio, maduro y acorazado en dolor, pensaba que nada me haría sentir más temor del que había experimentado. Me equivocaba. La guerra cambia a la gente. Les hace cosas horribles. El emir encaneció en apenas unas semanas mientras nosotros recitábamos versículos del profeta bajo explosiones y balas. Una loca mezcla de belleza y violencia. Faltaba ver lo peor. Lo que sucede cuando no quedan ojos para ver las calles vacías y el único fantasma es el viento. Yo lo vi.

Llevábamos dos meses patrullando un barrio ruinoso. Siendo uno con el polvo y el cemento. No éramos más de siete hombres, cansados de buscar un lugar donde descalzarse y humedecer los labios. Había anochecido. Las linternas tropezaban con los escombros cuando oímos ese sonido indescriptible familiar. Provenía del interior de una tienda. Cruzando el escaparate encontré a una mujer extranjera, estaba sentada y fumando, delante de unas lavadoras frenéticas. Parecía rota como todo lo demás, suspensa en un repulsivo gesto de reproche que no cambió en mi presencia. En cuanto el emir la vio, le disparó al pecho sin mediar palabra. Las máquinas se sacudían con tambor lleno de piedras. Deberíamos haberle preguntado algo. No hay viejas haciendo la colada en campo de batalla. Daba igual. Estábamos perdiendo. El emir tenía un fusil lleno de venganza. Yo había tenido suficiente. Lloré por todos los días que me había hecho fuerte. Por mi padres y mis hermanas, por los amigos de la universidad que estarían siguiendo alguna bandera negra o en algún lugar de Europa, ahogándose en el mar. El emir esperaba fuera, con los demás. Entonces oí unas palabras. Eísai kalós. Eísai kalós. Eísai kalós. No se que significaba. Quise llamar a los demás. La vieja estaba donde la habían ejecutado. Entera. Sin heridas en el pecho. Reprochando mis lágrimas con aquel mirar que me recordó a los pastores wahar y sus advertencias para los que se internan en el desierto:

“Las peores cosas nacen en sitios terribles y cuando la tierra bebe más sangre de la que puede tragar, esas cosas se aparecen y las llamamos con nombres que nunca pondremos a nuestros hijos”.

La cosa pasó a mi lado, hacia la calle. Inhumana. Los gritos se llenaron de espanto y vi las sombras de mis hermanos deshacerse en los haces de luz, mientras la extranjera hablaba, mientras el mundo se quedaba sin otro sonido que el de su voz. Es lo que pasa cuando no queda nadie para mirar. 

Al salir el sol, no quedaba rastro del emir. Se había evaporado. ¿Injusto? No lo se. No soy quien juzgar, nací en un lugar terrible.
Gadiel Alvarez Lier

Forma: Relato
Tema: Imagen de mujer fumando entre lavadoras y galaxias para lavar.



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