miércoles, 24 de octubre de 2018

José Antonio Nogales-Chávez


3M, UN PINTOR DESENCANTADO, UN CLUB DE STRIPTEASE Y UNA DENTADURA POSTIZA
Estaba convencido que lo mío nunca sería un aprendizaje normalizadamente académico y que jamás llegaría el día en que cogería mi paleta y mis pinceles y enfrentaría ilusionadamente la pintura de un bello cuadro. No obstante, me dejé llevar por la ilusión, no la mía, sino de Manoli. Por la ilusión y el esfuerzo que había puesto 3M para que yo me apuntara en aquel Taller.
Nos conocimos en un viejo expreso de Valencia a Barcelona hace más de 30 años y ahora, peinando canas los dos y en la placidez de la vida, nos reencontrábamos en un taller de pintura. Bueno, estas son las cosas sorprendentes y positivas que a veces te da la vida.
A pesar de que todo estaba bien dispuesto y organizado: profesor, materiales, modelos, a pesar de ello, solo asistí a tres clases. Ya lo sabía, yo no estaba dispuesto a sacrificar mi tiempo. Que si aplicar capa de fondo, que si carboncillo suave previo, que si el pulverizador, que si continuamente a esperar que secara bien. En fin, la observación de tantos requisitos y la enorme paciencia que era necesaria para pintar una rosa roja en un florero de plástico no casaba con mi temperamento ni con la idea que yo tenía acerca de la creatividad.
Sin dudas ni pena dejé el taller y, a los pocos días, Manoli Montes Marín me dejó a mí. Debo reconocer que, en esta ocasión, fue algo menos sorprendente y positivo. Me quedé tocado.
Retomé mis dibujos y manualidades guiado como siempre por la impronta de la inspiración, la imaginación y el estado mental, positivo o negativo, de la ocasión. No obstante, se había instalado en mí un vacío y decidí explorar una modalidad del dibujo que siempre me inquietó: dibujar del natural. No lo pensé mucho y aquella misma noche me fui a un club de striptease como primera experiencia de observación.
Creo que me equivoqué en la elección del local. Ni era un club elegante, ni los personajes que al parecer lo frecuentaban eran muy distinguidos. A media luz, me senté en una mesa, pedí un gintonic a una camarera en topless, saqué mi pequeño cuaderno de notas y me dispuse a practicar una de las cosas que más me gustan: observar al ser humano y bosquejar.
Pasé revista a todos los asistentes. A las chicas y chicos de alterne que se exhibían en la pista central contorsionándose mientras, lentamente, se iban quitando las pocas prendas que cubrían sus rutilantes cuerpos; a las camareras que tanto en la barra como en las mesas se acercaban a los clientes insinuándose provocativamente para sacarles una invitación; a los que bailaban acaramelados obscena y descaradamente en la pista de baile. En fin, un panorama excitante que solo te permitía tomar nota mentalmente. Allí no había poses, proporciones, sombras, medidas. Allí solo se podía imaginar el deseo, la decadencia y, como mucho, los rincones del alma.
Pasadas las dos de la madrugada apenas si quedaban clientes en la sala. La luz había enmudecido y por los oscuros rincones solo se adivinan unos informes bultos que de vez en cuando se mueven con gestos convulsos. En la pista solo queda una pareja en la que el hombre, un anciano de aspecto descuidado, magrea groseramente a la mujer que perezosamente se pega a él. Finalmente se detiene la música y por un momento la sala queda en silencio. Es entonces cuando resuena una sonora bofetada y la bola disco que cuelga del techo, en su continuo giro, hace que se reflejen con fugaces destellos las piezas sueltas de una asquerosa dentadura postiza que se ha hecho añicos al rebotar sobre la pista de baile.
Fin del espectáculo. Pagué mis tres gintonic y salí en silencio del local con las pilas supercargadas. ¡¡Es la vida!!

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