martes, 14 de mayo de 2019

Mi madre me contó que una vez conoció a un ángel. Ella, que era muy beata, jura que la primera vez que lo vio una mañana de primavera esperando al tranvía, un rayo de luz caía justo sobre su rostro como en la Anunciación de Fra Angélico.

Era extranjero y hablaba de un modo muy peculiar. Cada vez que mi madre le preguntaba de dónde era, él bromeaba y señalando al cielo decía: vengo de la galaxia de Orión. Vivía en un pequeño altillo con una claraboya, que olía a humedad y estaba lleno de polvo, discos de vinilo y esculturas que él mismo hacía. Mamá me enseñó un día un pequeño colibrí de madera que estaba tan conseguido que parecía que en cualquier momento se iba a echar a volar. Tenía unas manos grandes y ásperas y siempre olían a cebolla. Mamá dice que era muy alegre, que era luz. Los domingos la recogía de casa de la abuela, que aunque era muy estricta hasta a ella le caía bien, las llevaba a misa y después se iban al rastro. Él vendía algunas de sus obras y le compraba flores y libros a mamá. Siempre le decía que algún día reuniría el dinero suficiente y se irían juntos a Grecia, a la misma isla donde Leonard Cohen conoció a Marianne. Allí mamá podría ser escritora o compositora, y él le vendería sus esculturas a los turistas; y por las tardes irían a tostarse al sol hasta que cayera la noche y entonces, en la oscuridad, le enseñaría el lugar exacto del que provenía.

Mamá me contó que una vez conoció a un ángel, que se enamoraron y entonces él se fue, dejando en aquel altillo nada más que el polvo, el colibrí de madera y un finísimo rayo de sol que se colaba por la claraboya. Ella conoció a papá y me tuvieron a mí. Mamá dice que no se puso triste, que se fue porque la luz no se puede atrapar, quizá como mucho, puedes captar su reflejo sobre las cosas; y que a veces cuando me mira por el rabillo del ojo le parece captar algo en mí.


Hada

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