Era extranjero y hablaba de un modo muy peculiar. Cada vez que mi madre le preguntaba de dónde era, él bromeaba y señalando al cielo decía: vengo de la galaxia de Orión. Vivía en un pequeño altillo con una claraboya, que olía a humedad y estaba lleno de polvo, discos de vinilo y esculturas que él mismo hacía. Mamá me enseñó un día un pequeño colibrí de madera que estaba tan conseguido que parecía que en cualquier momento se iba a echar a volar. Tenía unas manos grandes y ásperas y siempre olían a cebolla. Mamá dice que era muy alegre, que era luz. Los domingos la recogía de casa de la abuela, que aunque era muy estricta hasta a ella le caía bien, las llevaba a misa y después se iban al rastro. Él vendía algunas de sus obras y le compraba flores y libros a mamá. Siempre le decía que algún día reuniría el dinero suficiente y se irían juntos a Grecia, a la misma isla donde Leonard Cohen conoció a Marianne. Allí mamá podría ser escritora o compositora, y él le vendería sus esculturas a los turistas; y por las tardes irían a tostarse al sol hasta que cayera la noche y entonces, en la oscuridad, le enseñaría el lugar exacto del que provenía.
Mamá me contó que una vez conoció a un ángel, que se enamoraron y entonces él se fue, dejando en aquel altillo nada más que el polvo, el colibrí de madera y un finísimo rayo de sol que se colaba por la claraboya. Ella conoció a papá y me tuvieron a mí. Mamá dice que no se puso triste, que se fue porque la luz no se puede atrapar, quizá como mucho, puedes captar su reflejo sobre las cosas; y que a veces cuando me mira por el rabillo del ojo le parece captar algo en mí.
Hada
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