miércoles, 21 de noviembre de 2018

Caillech


Vi a Caillech por primera vez en el cine. Vivo en un pequeño piso en el centro de la ciudad y suelo acudir allí los lunes a la primera sesión de la tarde. Saboreo todavía más la calidad de una película en una sala que proyecta exclusivamente para mí. Aquel día, sin embargo, tuve compañía. Era un lunes de diciembre y el invierno había comenzado con las primeras nieves de la temporada. Entró en la sala una chica joven justo cuando terminaban los tráilers de las próximas películas de estreno. Se sentó unas filas más abajo. Eso me causó extrañeza. La sala estaba vacía y allí tan cerca de la pantalla vería la película con incomodidad. Quizá no quería perder detalle alguno debido a su trabajo. Tal vez fuera directora de cortos o guionista, al igual que yo. Aun así, la curiosidad comenzó a despertar mis células aletargadas.
Soy guionista de cine y mi trabajo consiste en crear mundos a partir  del folio en blanco. Por ello, una gran parte de mi tiempo lo consumo viendo y diseccionando películas. Paso mucho tiempo solo. Al final te acostumbras, no quedas más remedio, pero cuando encuentro alguien con la misma forma de ver el mundo que yo, la curiosidad me atrapa y me sacude obligándome a actuar. Eso me empujó a conocer a Caillech aquella misma tarde.
 Había visto Inside Llewyn Davis en un par de ocasiones la semana anterior, pero necesitaba seguir paladeando el humor negro y la satírica odisea que los geniales hermanos Coen habían creado. ¿Qué pensaría aquella misteriosa chica de la película? ¿Por qué había ido sola a ver esa película en concreto? Esas cuestiones me impelían acercarme a ella. En la escena en que Ulises, el gato de los Gorfein, se escapa junto a Llewyn y comienza a sonar Fare the well, decido levantarme y sentarme a su lado, justo a su derecha. Siento la incomodidad al instante en cuanto miro hacía la pantalla. Mi cuello se queja, pero no le hago caso. Ella parece no sorprenderse demasiado. Sólo al cabo de unos segundos voltea su cuello hacía mí y me mira fijamente a los ojos. Incluso en aquella semioscuridad, llena de destellos producidos por el rebote del haz de luz del proyector sobre la pantalla, sentí como su mirada atravesaba mis ojos y llegaba hasta mi estómago. Era una mirada fría, dura. Noté una ligera bajada de temperatura.  Volvió su cuello de nuevo hacía la pantalla y ambos nos quedamos callados. Así permanecimos un rato, viendo la película en silencio. Cuando comenzó a sonar Please Mr. Kennedy decidí volver a mirar hacia donde estaba ella. Miraba hacia delante pero noté como aguzaba el oído escuchando lo que le decía. ¿Te gusta la película? Hizo un ligero movimiento indescifrable de cabeza como respuesta. ¿Te gustan las películas de los hermanos Coen? Mismo movimiento y ligero susurro que parecía decir ¿quién? Estaba desconcertado.
Cuando terminó la sesión ambos esperamos a que terminaran los créditos y salimos juntos de la sala. Entonces le prepuse ir a una cafetería que conocía, a dos manzanas de allí, al lado de la finca donde vivo. Es un lugar acogedor con luces cálidas y tenues, con un mobiliario que haría las delicias de cualquier anticuario. Fuera cubría el cielo un manto de pequeños copos de nieve que apenas se apreciaban, pero que lo cerraban por encima de los edificios, a muy baja altura. Ella accedió. Yo pedí un cacao bien caliente. Ella tomó un refresco con hielo, no recuerdo cual. Me dijo su nombre mientras colgaba la chaqueta y la bufanda sobre el perchero de madera nogal, con tres patas y de estilo rústico,  que teníamos detrás de nuestra pequeña mesa. Caillech. Vaya nombre más raro, pensé. Proviene del gaélico antiguo dijo. Apartó la silla del mismo tono nogal del perchero y se acomodó enfrente de mí.
No era una mujer guapa; su capacidad de atracción emanaba del aura que había en torno suyo. Como un aura blanquecina y helada que apenas se apreciaba y que quedaba engastada en aquel paisaje invernal. No todo el mundo era capaz de apreciar ese detalle en ella y había que concentrarse sobremanera para apreciar aquel rasgo que la acompañaba. Tuve que tomar la iniciativa en todo momento. Ella respondía con pocas palabras o con algún movimiento suave y conciso de su cabeza y dejaba que fuera yo quien preguntara. No era una gran conversadora, aunque yo tampoco me tenía en gran consideración en ese campo. La soledad de mi trabajo me ha convertido en una especie de ermitaño metido en su caparazón. A pesar de ello me esforcé para tratar de esconder esa faceta mía y así mostrarme abierto.  Primero hablamos del frio. Le gustaba el frio. Luego, de la película. Me dijo que había entrado a verla porque le gustan las películas ambientadas en el invierno. Había escuchado muchos motivos diferentes para pagar una entrada de los Coen, pero ésta nunca. Me dejó unos segundos aturdido. Estaba intrigado por saber más de Caillech. A que se dedicaba. Qué edad tenía. Si tenía pareja o no… Ese tipo de cosas. Pero Caillech parecía reticente a hablar de sí misma. Me seguía observando de manera muy fija, con una secuencia bajísima de parpadeos; sus ojos no parecían necesitar de ese impulso nervioso.
Le hablé de mis guiones y de mi trabajo en una productora. Le hablé también de mi perro y de mi piso en el centro. Mi vida se limitaba a esas cosas, no tenía mucho más que contarle. Ella escuchaba atenta. Quería saber de mí, pero rehuía mis preguntas acerca de su vida personal. No estaba dispuesta hablar de ella. Lejos de molestarme, esto acrecentó mis ganas de indagar bajo ese velo helado que cubría su vida pasada e insistí en que siguiéramos viéndonos de vez en cuando.
Nos comenzamos a ver todos los jueves. ¿Por qué los jueves? Ella sabrá. Yo hubiera quedado cualquier día. Incluso todos los días. Trabajaba desde casa y apenas iba una vez al mes a la oficina para alguna reunión. Pero las primeras semanas comenzamos a vernos sólo los jueves. Íbamos al cine y luego nos sentábamos en un banco, al lado de un lago artificial, que construyeron hace unos meses en el parque principal de la ciudad. Yo tiritaba de frio, pero ella insistía. Parecía su hábitat natural. Hablamos de muchas cosas. Solía llevar algún borrador del guion que estuviera preparando, para que lo leyera. También conoció a Fredo, mi perro. Es un husky siberiano con ojos azulados. Se cayeron genial. Le recordaba a su infancia llegó a decir un día. Es lo único que sabía hasta el momento de su vida pasada. Insistí sobre aquel comentario y traté de tirar de aquel hilo, pero alegó no recordar haber dicho eso. Me miraba fijamente a los ojos con aquella mirada suya. Estaba siendo sincera.
Me enamoré perdidamente de aquella misteriosa chica. Caillech también de mí. No tardó en instalarse conmigo y con Fredo en mi piso del centro. Trajo un pequeño hatillo con cuatro cosas para superar el frio invierno que se había instalado en la ciudad. No parecía una mudanza al uso, pero decía no tener nada más que traer. Aquella decisión fue tomada desde los sentimientos; desde el corazón. Quizá mi cabeza estaba demasiado fría con aquellas temperaturas como para analizar los porqués que implicaban este cambio en mi vida. Había estado enamorado antes de otra persona y compartimos vida durante casi cuatro años. Se lo conté a Caillech. De aquello hacía ya los años suficientes como para recordarlo como un sueño intermitente y borroso. No le dio ninguna importancia. Esperaba que así ella me contara algo acerca de sus anteriores relaciones o de algún aspecto que me ayudara a conocer su bagaje vital hasta el momento presente, pero no dijo nada. Bueno, dijo que me quería y que estaba feliz de estar conmigo. Le dije que yo también y nos abrazamos.
Pese a la precipitación de la decisión tomada, todo parecía ir sobre ruedas. Nuestro amor era verdadero y se fue forjando con el paso de las semanas. Ella encontró trabajo en una funeraria, de recepcionista. La cogieron enseguida. La responsable de contratación de la cadena se fijó en ella incluso antes de proceder a las entrevistas, mientras pasaba lista en la sala donde se aglutinaban las aspirantes. La llamó en primer lugar a su despacho y le dijo que estaba contratada. Que no iba a realizar entrevistas a nadie más. Desde que te he visto fuera lo he tenido claro, le había dicho la responsable de Recursos Humanos de la cadena. Me lo contaba con su habitual felicidad moderada, cuando nos encontramos en casa. Su frialdad natural debe ser idónea para esos sitios, que sé yo. Nos repartíamos las tareas de la casa y yo me encargaba de sacar al perro por la mañana, y ella lo hacía por la noche. Yo planchaba y ella fregaba los platos. Nuestra compenetración era total.
Su tacto era distinto del resto de mujeres con las que he estado. No han sido muchas, pero las recuerdo nítidamente. La textura y la sensación que Caillech transmitía cuando nuestros cuerpos interactuaban eran nuevas para mí. La frialdad que su epidermis proyectaba helaba todo a su alrededor. Nuestros encuentros sexuales parecían desprovistos de calidez. No era algo que me desagradara. Simplemente me resultó extraño. Diría con seguridad que su temperatura corporal estaba alrededor de tres o cuatro grados por debajo de la medía. Le gustaba que le hiciera regalos. No parecía acostumbrada a que le hicieran detalles o que se preocuparan por ella. Le chiflaban las katiuskas. Son esas botas de agua tan famosas que se hacen con colores bastante llamativos. Le gustaba que le regalara todo tipo de prendas de invierno: bufandas, gorritos de lana… Las katiuskas las llegó a tener en todos los colores.
Ella seguía sin decir una palabra sobre sí misma. Yo dejé de preguntarle. Parecía que si quería mantener el statu quo de la relación debía respetar su decisión de mantener el pasado alejado. Ella tampoco me preguntaba a mí, pero yo le contaba mis experiencias vitales a pesar de ello. Me parecía que era lo natural.  Sin embargo, mi trabajo comenzó a verse afectado. Además, se iban sucediendo los meses y la climatología invernal en que nos conocimos no cesaba. Llegó abril y pensé: quizá entró el invierno con retraso y no lo recuerdo, por eso se está alargando tanto. A mediados de mayo hubo días de temperaturas bajo cero. No recordaba haber sufrido un invierno tan largo en toda mi vida, pero como siempre andaba ensimismado en mis guiones, tal vez se me había pasado por alto en años anteriores. Ella seguía usando sus katiuskas y las bufandas y demás prendas de invierno a diario. No estaba disgustada en absoluto. Eso me hacía feliz porque a ella le hacía feliz, pero algo en mí parecía no ir por la senda correcta. Siguieron pasando los días y las semanas y llegó julio. Mis guiones no sólo estaban perdiendo su calidad habitual –ya se encargaba el productor, puro en mano, de recordármelo en las reuniones de planificación- sino que comenzaban a perder energía. Me tomo mi trabajo muy enserio y procuro sentarme frente a mi Olympia –así llamo a mi máquina de escribir-  para tratar de levantar historias con el repicar enérgico de mis dedos sobre las teclas, con pasión y entusiasmo. Sin embargo, todo se estaba enfriado. La nieve no arreciaba y las carreteras del país seguían sufriendo cierres a menudo. Las temperaturas se mantenían bajas y constantes, pero la sensación de frio que percibía cuando bajaba a Fredo a pasear o cuando iba de camino al cine con Caillech era cada vez más intensa; pensé que se podía deber a la exposición prolongada de mi cuerpo a aquellas condiciones. Lo que estaba claro es que estaban sucediendo cosas extrañas. Dejé de lado la teoría de mi ensimismamiento en el trabajo y no sólo acepté la realidad tal como se había presentado ante mis ojos, sino que decidí llegar un poco más lejos.
Una mañana, a finales de julio, después de una sesión de escritura que resultó infructuosa, tomé un rápido desayuno y bajé directamente a la biblioteca municipal. Antes, Caillech y yo nos habíamos despedido con un beso. Hacía un frio horrible y llevaba puestas unas katiuskas amarillas. Era una persona muy discreta, pero sus atuendos llamaban mucho la atención. No he aprendido nunca a combinar colores, me dijo un día cuando se disponía a salir de casa con sus botas color mango y una chaqueta tipo Channel con tonos rosados y azules. Suerte que en el trabajo vestía falda y americana, con zapatos a juego, de color azul marino, que la empresa le facilitó el mismo día en que la contrataron.
Suelo acudir asiduamente a esta biblioteca ya que queda cerca de mi casa y su variedad de libros es muy amplia. Además, hay una sección en la segunda planta dedicada al cine y resulta interesante e inspirador leer las biografías y ensayos de grandes directores y guionistas. Primero usé el ordenador de consultas. Escribí su nombre. Caillech. Le di a buscar. Me salieron varios libros: cuentos de hadas infantiles; Otros sobre seres mitológicos. Qué extraño. Había otros sobre el folclore en los países del Reino Unido. No había dudas de que hubo una figura importante con el nombre de Caillech dentro del folclore anglosajón. Observé las portadas detenidamente. Las ponía a pantalla completa en el monitor del ordenador. Si alguien hubiera pasado por detrás de mí en esos momentos y hubiese mirado la pantalla no sé qué habría pensado. No sabía por cual decidirme y todos no podría consultarlos. Entonces, viendo uno a uno el material que había, encontré una muy interesante. Aparecía un hada con una varita y un aura alrededor. Parecía flotar. Miraba fijamente hacia delante. Los ojos me parecieron familiares. Eran los de mi novia. Fríos y oscuros, punzantes como témpanos. El folclore en la Isla de Mann titulaba aquella portada. Apunté la referencia en un papel y me dirigí a buscarlo. No cogí ninguna otra referencia. Me senté en la primera mesa vacía que encontré en la sala de estudio y comencé a ojear aquel libro.
Por lo visto, Caillech, según la mitología gaélica, es una bruja divina. También se la conoce como la reina del invierno. Su apariencia y su significado dentro de la cultura popular difieren según los distintos territorios. En algunos lugares es una diosa protectora del ganado y creadora de las montañas nevadas. Para otros es la diosa de la sabiduría; incluso se le suponen poderes maléficos entre los poblados más septentrionales de las islas. Para los habitantes de la Isla de Mann, situada en medio de las dos grandes islas británicas y de exiguo territorio si la comparamos con las otras dos, Caillech simbolizaba el espíritu del invierno. ¿El espíritu del invierno?, repetí para mí. Me di cuenta de que lo había dicho en alto, ya que un joven estudiante que se sentaba en la mesa contigua a la mía me estaba mirando.
Seguí leyendo como si aquel libro que tenía entre mis manos se fuera a ir corriendo, como si tuviera un tiempo limitado de consulta. Se me pasó por la cabeza incluso la posibilidad de que ciertos fragmentos clave, que dieran respuesta a mis cuestiones, pudieran haber quedado borrados a causa del paso del tiempo sobre aquellas viejas hojas. La reseña de préstamos de aquel libro, que se encontraba en la contraportada, databa el último préstamo hacía más de diecisiete años, y el desgaste era notorio. Seguí pasando las páginas, concentrado, buscando la información correcta. Intuía que la encontraría pronto. Hacia la mitad del libro aproximadamente, apareció, a página completa, la figura de la portada. Volví a sentir que aquellos ojos, impresos sobre un viejo y deteriorado papel de tonos amarillentos, conseguían atravesarme por completo, dejando a su paso por mi estómago ligeras punzadas. Me incliné un poco más, como si así pudiera entender mejor lo que allí estaba viendo. Para los habitantes de esta pequeña isla, la figura de Caillech, o hada del invierno, como ellos la llaman, busca guerreros y héroes tratando de conseguir el amor de estos. Cuando lo recibe, ellos caen presos de un embelesamiento que los inhibe de sus cualidades y atributos. Con ello, pierden sus habilidades como grandes cazadores y guerreros, y terminan sus días muriendo de inanición o en combate. También se dice que era la protectora de los bosques y creadora de las montañas nevadas. Entre sus distintos poderes se encontraba el de controlar el invierno.
No daba crédito a la información que se filtraba a través de mi vista. Sentí un escalofrío y mi cuerpo tembló de arriba abajo. Deje el libro sobre la mesa y salí corriendo de la sala. Mi cabeza no paraba de dar vueltas a todo aquello, y apenas pude siquiera sentarme frente a mi escritorio en todo el resto del día. Me sentaba y me levantaba en cuestión de segundos. Llegué a casa y me preparé un plato de pasta con verduras. Esperé toda la tarde en silencio, en la penumbra del pozo del invierno y con la calefacción a toda pastilla. Los enamoraba y ellos perdían sus habilidades, no paraba de repetirme. Esas palabras se habían quedado marcadas en mi piel.
Caillech no llegaría hasta las ocho del trabajo. Hablaría con ella entonces. No podía mantener durante más tiempo esta situación. Aquel invierno interminable estaba acabando conmigo y no parecía que llegara su final.
-          ¿Te suena de algo la Isla de Man? –dije sin contemplaciones. Todavía no había cerrado la puerta del rellano y se estaba quitando las katiuskas mango.
Algo en su interior pareció removerse. Continuó quitándose las botas en silencio y las guardó en el zapatero sin decir nada, sin mirarme a la cara. Luego, como a ralentí, se giró despacio y me miró directamente a los ojos. Eran los mismos ojos que me atravesaron en la biblioteca. No había dudas. No poseían el mismo rostro. Apenas diría que sus facciones se parecieran demasiado; pero aquellos témpanos oscuros y brillantes eran los mismos. El mismo blanco del iris, la pupila oscura y del mismo diámetro, los contornos angulados y con la misma caída de párpado. No dijo nada. Se limitaba a mirarme.
-          Necesito que me hables de ti. De tu pasado–continué. Me acerqué a ella y le toque el brazo con mi mano izquierda-. Soy tu pareja y apenas conozco detalles de tu vida. Necesito saber de dónde vienes. Ni siquiera sé quiénes son tus padres.
Caillech me miró quedamente. Fuimos al salón, se puso cómoda y comenzó a hablar despacio, sin prisa.
-          Nací en la isla de Man, ya hace algunos años. No sabría decirte la cifra exacta, ya que para nosotras, el tiempo no sigue las leyes físicas de este mundo. Tampoco tengo padre. Ninguna de nosotras tiene padre. Simplemente nacemos. Mi madre se quedó embarazada de mí en el momento preciso, justo cuando tenía que suceder, pero al igual que su madre y que su abuela, todos los hombres con los que han estado han terminado huyendo. Hace unos siglos, a comienzos de nuestro linaje en la Isla, era todavía peor. Morían de hambre o en combate. Ahora, en nuestros días eso ha cambiado. Imagino que la sociedad avanza incluso hasta para nosotras. En esta época en la que nos ha tocado vivir simplemente se alejan de nosotras. Bueno, os termináis alejando.
Me quedé un poco aturdido. Traté de apretar los labios cuando me di cuenta que mi boca estaba abierta. No terminaba de comprender del todo a que se refería con nosotras, pero todo parecía encajar con lo que había leído esa misma mañana. El puzle empezaba a coger forma.
-          ¿Por qué se alejan? ¿Tiene algo que ver con lo que nos hacéis?
Me miró a los ojos y asintió tímidamente. No era sólo pena lo que su rostro reflejaba. Más bien tuve la sensación que mostraba resignación. Enseguida volvió a desviar su mirada hacia el fondo de la habitación.
-          Lo que hacemos no está bien. Pero no lo podemos manejar como nos gustaría. Se escapa a nuestro control. Simplemente sucede. Tú ya lo estás sufriendo y sabía que tarde o temprano tendríamos esta conversación – seguía con la mirada clavada en un punto fijo, hacia delante, con la mirada perdida.
-          Entonces- comencé a decir, parando unos segundos posteriormente, buscando en mi interior la palabras correctas para continuar-, ¿esto que nos está pasando te ha ocurrido otras veces?
Volvió a asentir.
-          ¿Estás segura que no hay una solución para eso? Yo puedo intentar ayudarte para que…
Negaba con la cabeza y me puso su dedo corazón sobre mis labios. No quería hacerme perder el tiempo. Iba a ser un hombre más que había pasado por su vida y se le había escapado. Callé y nos quedamos mirándonos. Su dedo estaba frio, como siempre.
Me resistía a dejarla escapar. Quizá nadie la había amado como yo. Tal vez habían desistido de buenas a primeras, sin luchar hasta el final. Yo todavía me sentía con fuerzas para continuar adelante. La amaba con todo mi corazón. Tuve una idea y se la comenté.
-          ¿Por qué no salimos de aquí? Otro lugar, otro país, comenzar de cero. Cogemos un vuelo al otro lado del mundo y comenzamos de nuevo. En el hemisferio opuesto seguro que hace calor. Si aquí hace este frio horrible, en aquel lugar todo es al revés. Tienen huso horario distinto, conducen con el volante al otro lado y su clima siempre es el opuesto al que hace en esta parte del planeta. Tengo entendido que el clima veraniego de allí es muy húmedo y con temperaturas muy altas. Eso nos ayudará.
Caillech se quedó pensando. Seguía con la mirada perdida. Se removió en su asiento.
-          No he sentido ese calor del que hablas nunca en mi vida. Sólo conozco el invierno, la nieve y la escarcha.
-          Por eso mismo. Necesitas sentir el calor en tu cuerpo –dije levantándome del sofá de un brinco-. Por qué no lo probamos. Empezar de cero. Allí se necesitan guionistas también y los idiomas no suponen un gran problema para mí. Tú puedes buscar otro tanatorio para trabajar. Si hay dos cosas seguras al otro lado del planeta es que la climatología es antagónica a la que tenemos aquí, y que la gente también se muere, como pasa aquí.
Caillech lanzó un suspiro helado, denso. Ella no parecía tan entusiasmada como yo, pero finalmente accedió. Hablé con un amigo que trabajaba en una agencia de viajes y nos contrató los vuelos.
-          ¿Qué se os ha perdido en el otro lado del planeta? – preguntó mi amigo sorprendido
Fue la única cuestión que me hizo. Me mostré tan convencido con la decisión que habíamos tomado que incluso por el auricular telefónico percibió la firme decisión de marcharnos. Luego se limitó a enviarme por correo electrónico los pasajes que no permitirían a la mañana siguiente dejar el frio y hacer un viaje que cambiara el paradigma desolador en que mi vida se estaba convirtiendo.
Por la noche apenas pude dormir. Estaba inquieto y mis piernas no dejaban de dar patadas dentro de la cama. Tenía verdaderas esperanzas de encontrar una nueva vida junto a ella en aquel lugar. Ella durmió toda la noche sin inmutarse. Estaba tranquila, como siempre. Parecía que aquel viaje no iba a suponer ningún cambio en su vida. Le pregunté poco antes de acostarnos si estaba nerviosa y se limitó a hacer un gesto negativo con su cabeza.
Tuve un sueño esa noche. Corto y muy real. Disfrutaba de un día de sol tumbado en una playa que no recordaba haber visto antes. Había mujeres en bañador y el agua parecía transparente, del color de la arena. Recibía una llamada del productor de una película. No conocía a aquel hombre, pero su voz era sin duda de productor de cine. Lo supe al instante. Me felicitaba efusivamente a través del auricular del teléfono móvil. El guion que les había presentado –no sé a quién-  les había encantado. Había gente haciendo surf con unas tablas enormes y el sol calentaba hasta los huesos. Cuando desperté estaba empapado en sudor. Sentí como la piel estaba ardiendo. No recordaba la última vez que había sudado de esa manera. Caillech estaba al lado, girada hacía mí, con los ojos cerrados, profundamente dormida.  Ella no aparecía en aquel sueño. Estaba tumbado sobre una hamaca con soporte de madera y una fina tela beige como asiento, pero no recuerdo que hubiera nadie al lado. Me giré hacía el otro lado e intenté descansar. Volví a soñar pero ya no recuerdo ningún detalle más.
El avión salió con retraso debido al temporal. Las máquinas de sal trabajan sin descanso apartando el grueso de nieve acumulado sobre las pistas y deshaciendo la capa de hielo que cubría sutilmente el asfalto. Finalmente, con dos horas de retraso sobre el horario previsto, Caillech y yo despegamos directamente hacia el otro hemisferio del planeta. No hubo escalas en ningún otro aeropuerto. Nunca había realizado un vuelo tan largo, así que compramos unas pastillas para el mareo antes de llegar al aeropuerto. La compañía con la que volamos era experta en ese tipo de viajes largos. Su flota de aviones se dedicaba a trasladar pasajeros de un lado del mundo al otro. El avión iba completamente lleno. Nunca imaginé que hubiera tanta gente con la necesidad de hacer un viaje al otro lado del planeta. Muchos parecían volar por negocios o por trabajo. Llevaban grandes maletines de cuero y corbatas caras. ¿Habría alguien que volara para dejar atrás el invierno? me preguntaba mientras el avión cogía altura entre la nieve y las nubes cerradas. Caillech calzaba sus habituales katiuskas, esa vez en tono crema. No tuvimos más remedio que dejar su colección de botas atrás. Le prometí antes de salir de casa que si finalmente nos quedábamos en el otro hemisferio haría que se las enviaran junto con sus demás prendas de invierno. Parecía lo único que echaba de menos. No te harán falta durante una buena temporada, le dije divertido, al ver su cara de contrariada. Pensé también en Fredo. Lo había dejado con la vecina. Estaba viuda desde hacía poco tiempo, así que le pareció fantástica la idea de tener de nuevo compañía.
La tripulación y los pasajeros no parecían muy contentos. Todos se concentraban en sus distintos pasatiempos. Unos leían periódicos con sumo interés y la tripulación iba de aquí para allá con bebidas y refrescos. Pensé que la duración del vuelo debía bajar el ánimo a cualquiera. Cogí el asiento de la ventanilla, pero no pude ver gran cosa. Parecíamos sumidos en una borrasca infinita y ni siquiera pude ver el océano en todo el trayecto. Caillech había pedido una revista sobre animales del Ártico. Se limitaba a ver a los pingüinos y a las focas en aquellas páginas impresas. No dijo nada durante el trayecto.
Comenzamos a descender. Llevábamos casi once de las doce horas previstas de vuelo, pero las nubes no desaparecían. Tal vez una borrasca veraniega atravesara la zona, pensé para mí. El piloto, con voz anodina, avisó por la megafonía que tendríamos turbulencias durante el descenso. Indicó que nos sentáramos en nuestros respectivos asientos y que abrocháramos los cinturones de seguridad. Entonces, me giré para despertar a Caillech de su ensimismamiento y ayudarla con el cinturón cuando la vi llorar. Lloraba sin emitir sonido alguno. Me devolvió la mirada mientras caía una lágrima de hielo por su mejilla. Una mirada fría, penetrante, triste. Ambos sabíamos que significaban esas lágrimas. Era la primera vez que la veía llorar. Ella había dejado la revista de pingüinos y lloraba sumida en el profundo silencio. Esos témpanos oscuros brillaban con mayor intensidad que nunca y las lágrimas brotaban con naturalidad de su lagrimal pese a tener  formas y densidades anómalas. Tomé su mano y entrelacé mis dedos calientes con sus pequeños y finos dedos helados. Su temperatura no había subido un ápice. Mi calor se esfumaba por momentos. Nada parecía cambiar las leyes que regían ahora el mundo, mi mundo. Una fina capa de escarcha comenzó a cubrir los cristales de las ventanillas y la sensación térmica bajaba gradualmente con el descenso. El piloto volvió a conectar la megafonía del avión para comunicarnos que tendríamos un aterrizaje peligroso, debido a la nieve y a la gruesa capa de hielo sobre las pistas. Nos dijimos te quiero. Ella primero a mí. Yo después a ella. Luego soltamos nuestras manos.


Jorge Gallent







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