Nunca imaginé que lo que pude ver y oír en los
apenas dos meses que pasé en San Salvador en marzo de 2004 pudiera servirme
alguna vez para escribir un relato de personaje, pero así ha sido. Trabajaba
entonces como Jefe de Almacén para una empresa cuyos dueños tenían fuertes
vínculos con la Iglesia Católica. Mi jefe directo, Jacob, invertía mucho
esfuerzo dialéctico en mí. Siempre me dio la sensación de que veía en mí algo así
como la “oveja descarriada” que siempre quiso tener. Una frase que yo no dudaba
en soltarle de vez en cuando y que siempre le hizo mucha gracia. Tuvimos largas
y enriquecedoras conversaciones vespertinas a veces en mi despacho, a veces en
el suyo, tratando todos los temas de la vida terrenal y extraterrenal. Esas
conversaciones empezaron a forjar un acercamiento entre ambos que empezó a
trascender lo estrictamente laboral. Mi jefe y yo, pertenecíamos a mundos
diferentes pero nuestra forma de pensar coincidía en muchos aspectos y donde no
coincidía, el respeto mutuo se imponía. Un día, en una de esas conversaciones,
me hizo una propuesta tan inesperada como interesante:
“Siempre estás diciendo que te gustaría
dedicar algo de tu tiempo libre a ayudar a los demás, vamos a ver si eso es
verdad. Un párroco salesiano, buen amigo de mi padre (y dueño de la empresa),
está haciendo una labor increíble en un barrio marginal de San Salvador en El
Salvador. De la nada ha montado un pequeño polígono industrial que funciona por
y para dar trabajo a jóvenes expandilleros que desean abandonar la vida en la
calle. Todos los años recibe gente de mi congregación que se desplaza hasta
allí para ayudarle de forma altruista. Este año mi padre quiere que vaya yo y
le he dicho que yo quiero que me acompañes. Te aseguro que como mínimo será una
experiencia enriquecedora.”
Por aquél entonces yo no tenía hijos ni obligaciones
aparte del trabajo. A mis 32 años mi máxima preocupación se limitaba a
programar los viajes de mis vacaciones y a acumular dinero en una cuenta
vivienda para poder comprarme una casa. El punto referente a las vacaciones de
ese año, me lo acababa de resolver mi jefe, Jacob. Me iría casi dos meses a El
Salvador con el beneplácito del tío que me pagaba el sueldo y encima me iba con
uno de sus hijos. Además, a un precio inmejorable. Sólo tuve que pagarme el
billete de avión. El alojamiento y la comida me los ganaría allí ayudando a no
sabía muy bien qué, al padre Santafé suponía yo, que así se llamaba el párroco
salesiano que nos recibiría en San Salvador.
Para mis padres y mi novia aquel viaje no supuso más
que foco de preocupaciones desde el mismo día en que lo anuncié hasta que me
tuvieron de vuelta en casa. Para mí fue una de las experiencias más intensas y
ciertamente enriquecedoras de mi vida (como me aseguró Jacob que iba a ser),
sólo superada años más tarde, por el nacimiento de mi hija.
No voy a hablar aquí de aquella experiencia completa,
quizá lo haga algún día en algún libro. Lo que viene a continuación es un
relato seleccionado de entre muchas de las historias que me contaron los
“batos” (muchachos), algunos exmareros (expandilleros) y otros mareros en
activo (por llamarlo de alguna forma) de la MS (Mara Salvatrucha), acerca de su
corta pero intensa vida. El padre Santafé, que aún está allí haciendo una labor
increíble, también aportó muchas de esas historias, algunas duras y crudas
acerca de las vidas de algunos de esos chicos y chicas sin imaginar que algún
día se reflejarían en algún escrito. He recopilado algunos fragmentos de una de
esas vidas, una que a mi entender sirve a este propósito. Son fragmentos de una
vida que desde “este mundo” parece una vida extraterrestre. Fragmentos de una
vida real tan dura y ahora tan lejana para mí… He tratado de darle una línea
argumental cronológica para hacer vivir al lector apenas una pincelada de lo
que allí se vive y se muere a diario. El resultado es un relato basado en
hechos reales, en el que mi labor se ha limitado a modificar algunos nombres y
poco más.
Por cierto, en este relato el lenguaje está
traducido. Digo traducido porque la jerga que utilizan los miembros de las
pandillas es completamente incomprensible para el que no está acostumbrado y
complicaría mucho la escritura, la lectura y la comprensión del texto.
Confieso que una vez me brindaron la oportunidad de
presenciar una “golpiza” en directo. Aproveché la oportunidad. Vi la golpiza y
no me gustó. Pero eso es otro relato.
Ya sé que Bárbara dijo que fuéramos breves, pero no
he podido evitar contar la historia de este Oswaldo ocupara las líneas que
ocupase (aunque está bastante resumida, a fin de cuentas).
La victoria pírrica de Oswaldo
Oswaldo Pinares debió ser un tipo curioso, dicen que
tenía una fuerza de ánimo inquebrantablemente neutra. Le ocurriera lo que le
ocurriera, viera lo que viese, siempre se lo tomaba como si fuera la cosa más
normal del mundo. Fue sicario de su clica entre otras profesiones nada
deseables. Esto que aquí se cuenta son retazos de su vida transcurrida en pleno
corazón de su barrio: La Liberia en San Salvador.
Oswaldo era oriundo del barrio de La Liberia en San
Salvador. La infancia de Oswaldo fue relativamente feliz para lo que es vivir
la infancia en un barrio como la Liberia. En cuanto aprendió a andar, pasaba el
día en la calle a la buena de Dios deambulando de un lado para otro, jugando
entre perros abandonados, calles sin asfaltar y traficantes, asesinos,
extorsionadores y personajes de la peor calaña posible que habitaban las
chabolas aledañas a la de su madre. Aquel tipo de gente eran producto propio
del barrio y abundaban por todas partes. Estos tipos le ponían una pistola con
el seguro puesto, pero cargada, en las manos para reírse un rato mientras el
niño Oswaldo, la manipulaba, chupaba y mordisqueaba por todas partes, incluida
por supuesto la boca del cañón. Sin embargo, si nacías el La Liberia, el barrio
era un lugar bastante seguro a menos que tuvieras la mala suerte de morder y
tocar al mismo tiempo lo que no debías, o encontrarte con una bala perdida
proveniente de alguna balacera (tiroteo) entre bandas o contra la policía.
El padre de Oswaldo murió en la cárcel al poco de
nacer él. De hecho, nunca se conocieron, aunque Oswaldo siempre llevó su
apellido. Una de las razones de la que pequeño Oswaldo pasara la mayor parte
del tiempo en la calle era que su madre trabajaba en casa. Era una de tantas
prostitutas del barrio. La cruda realidad de una mujer en un barrio como aquél
sin un hombre que la mantuviera en aquellos años era que estaba condenada,
quisiera o no, a trabajar casi de lo único que podría reportarle algún dinero
para mantenerse ella misma y su hijo. Lo bueno de la madre de Oswaldo era su juventud,
tuvo al pequeño con apenas diecisiete años. Esto le garantizaba una clientela
regular y fija y unos ingresos igual de regulares y casi fijos. El problema de
la madre de Oswaldo era que consumía mucho más de lo que ganaba. El precio por
servicio era bajo ya que, a la casa de la madre de Oswaldo, sólo llegaban
clientes del mismo barrio y el barrio era un barrio económicamente hundido. Eso
le proporcionaba unos ingresos exiguos por mucho que ella le exigiera a su
cuerpo, horas y horas de trabajo.
Para escapar de su tremenda realidad, del tipo de
trabajo al que se había visto abocada, de los clientes que la visitaban y de
las cosas que le pedían, la madre de Oswaldo se refugiaba en el mismo
escondrijo que el noventa por ciento de los habitantes del barrio. En la
drogadicción.
Cuando Oswaldo contaba con solo ocho años de edad, ya
veía completamente normal el desfile interminable de hombres y mujeres que
visitaban su casa casi a diario. Algunos tipos iban tan pasados de vueltas que ni
se fijaban en si él estaba dentro viendo el espectáculo o fuera de la chabola. Ni
les importaba lo más mínimo. Tampoco a su propia madre. Además, ya se había
acostumbrado a oler mal, a vestir con andrajos siempre llenitos de manchas y a
buscarse la vida para comer y si no lo conseguía, a pasar hambre. También se
había acostumbrado a la indiferencia absoluta que su madre mostraba hacia él. A
esa edad ya empezó a probar sus primeros tragos de alcohol porque según él,
quitaba el hambre.
Cuando cumplió los trece años, las visitas a casa de
su madre empezaron a disminuir considerablemente y los pocos que aún la
visitaban, cada vez tenían peor pinta. De lo que antaño fue una joven guapa y
llena de vida sólo quedaban los desechos. Con treinta años cumplidos, su madre
casi no tenía dientes en la boca, tenía la piel de la cara ajada y llena de pequeñas
heridas y sarpullidos que le aparecían y desparecían por cualquier lugar del
cuerpo. Siempre iba tan ciega que casi no se tenía en pie y cuando intentaba
hablar, nadie la entendía. Un día Oswaldo vio que un tipo que pasaba por la
calle la vio tumbada dentro de la chabola, se metió dentro con ella, hizo lo
que quiso y se marchó sin pagarle y sin molestarse en volver a vestirla. Su
madre, no abrió los ojos ni siquiera una sola vez en todo el rato que estuvo el
tipo aquél encima de ella embistiéndola. Oswaldo pensó aquel día que su madre
estaba muerta, pero la realidad fue que estaba tan colocada, que ni se había
enterado.
El último día que Oswaldo pasó con su madre fue un
domingo de verano. Ese día su madre estaba algo más lúcida de lo normal. El
chico pensó que o bien se había terminado el dinero para drogas, o bien, ya no
le fiaban los camellos. No le importaba. El caso era que, aunque su madre era ya
un amasijo blando y arrugado de pellejo y huesos, ese día, parecía sentir que
su hijo existía. Le colmó de atenciones y cariño lo que agradó mucho a Oswaldo,
que ya ni recordaba la última vez que su madre le había prestado algo de
atención. Lo que pronto descubriría era que las atenciones de su madre no eran
desinteresadas. Tendría que pagar un alto precio.
El cobrador de tan alto precio se presentó por la
tarde en su chabola. Pretendía que el chico le ofreciera sus encantos, pero en
cuanto Oswaldo se olió la tostada, abandonó la chabola de su madre a todo lo
que le daban sus piernas mientras su pretendida proxeneta se desgañitaba
chillándole que era un desagradecido. Fue entonces cuando decidió ingresar en
la clica (banda). La clica Iberia Loco Salvatrucha.
A los pocos días, en un rincón apartado del barrio,
recibió la pertinente “golpiza” que no es más que el rito de iniciación obligatorio
consistente en una paliza de muy señor mío, propinada por varios miembros de la
banda que luego serían sus hermanos. Oswaldo siempre dijo que la época que pasó
en la clica fue la mejor de su vida. La clica le proporcionó, ropa limpia, un
lugar donde dormir, protección, hermandad, dinero, drogas, alcohol, libertad,
mujeres, estatus y el respeto de los demás vecinos del barrio. Todo lo que sus
padres no habían podido o querido darle nunca lo recibía de la clica. Bebía a
placer, fumaba a placer, esnifaba pegamento a placer, mataba por encargo y
mataba por venganza, daba palizas, participó en muchas golpizas, se acostaba
con un montón de chicas… En definitiva, la clica le permitió vivir una vida de
excesos y violencia a mansalva y sobre todo le permitió beber alcohol, mucho
alcohol. Beber, ver, oír y callar, esa era su vida.
Apenas dos años después ya andaba todo pintado (iba
totalmente tatuado), se rapó el pelo de la cabeza y se pasaba la mayor parte
del tiempo en la calle sin camiseta. Ya empezaba a ser conocido por todos como
Oswaldo “El trago”, por la ingente cantidad de alcohol que bebía a diario. Fue
entonces cuando tuvo la mala suerte de hacer en manos de la Policía Nacional
Civil. En realidad, más que mala suerte, lo que le pasó a “El trago” era lo
esperado.
Con sólo dos años de pertenencia a las bandas, la
carrera criminal de Oswaldo era variada y extensa. Sin embargo, nunca lo habían
detenido aún. Sus asesinatos habían sido de miembros de otras bandas y no
interesaban demasiado a los agentes. Sin embargo, las maras estaban cambiando
su forma de actuar y estaban empezando a atacar a civiles inocentes o a chicos
reinsertados (calmados) a los que no se les perdonaba haber salido de esa vida.
La policía, conocedora de las nuevas costumbres de Oswaldo, pero sin pruebas sólidas
todavía y sabiendo de su gran afición por el alcohol, sólo tuvo que esperar a
que se pusiera ciego de bebida y empezara a deambular tambaleándose por las
calles del barrio, como tenía por costumbre hacer. Entonces lo asaltaron en plena
calle, le sembraron (introdujeron) una libra entera de marihuana y lo
detuvieron por tráfico de drogas.
Oswaldo esquivó la prisión porque acusaron a los
agentes que lo detuvieron a él por privación ilegal de libertad y finalmente el
juez lo absolvió por falta de pruebas. Oswaldo pasaba así la vida mientras el
alcohol y las drogas deterioraban cada vez más su cuerpo y su mente, igual que
hacía años lo habían hecho con su madre. Finalmente, los palabreros (los jefes)
se dejaron de fiar de Oswaldo y lo alejaron de la clica. Sabían que tarde o
temprano lo detendrían y creían que “El trago” hablaría de lo que no debía a
poco que lo dejaran sin bebida. Dejaron pues, de brindarle refugio, dinero,
drogas, y alcohol. Todo lo que él había considerado su hogar y su familia en
los últimos años, se esfumó de un día para otro. Todo lo que conocía y amaba,
desapareció de su vida por segunda vez. Volvía a estar abandonado en la calle. Los
mareros, los que habían sido sus antiguos compañeros de correrías, no lo
mataron ni lo acosaron ni nada de eso. Simplemente le mostraron indiferencia.
Entonces un abatido y olvidado Oswaldo hizo lo único que podía hacer, volver a
sus orígenes.
Con esas se plantó en la vieja chabola de su madre y
tuvo que echar a patadas a una panda de tipejos desarrapados que la habían
tomado como su morada. De su madre no quedaba allí ni rastro. Él sabía ya hacía
años que ella había abandonado el barrio no sabía muy bien hacia dónde. Pero le
dio igual. ¿Dónde estaba ahora? Ni lo sabía, ni le importaba. Probablemente
muerta en algún rincón maloliente de la ciudad. Así que, a partir de ese día,
la única preocupación de Oswaldo consistiría en conseguir de alguna manera algo
que comer cada día y sobre todo alcohol, mucho alcohol. Tenía menos de treinta
años.
La vieja calle donde tantos ratos había pasado
jugando al sol de pequeño seguía sin asfaltar y sin alumbrado. A pocos metros
de la chabola que él ya consideraba su casa, la calle se ensanchaba de repente
en una especie de oscuro y extenso descampado lleno de arbustos, desperdicios y
enormes montañas de basura, conocido por todos como, el Efeco. Con las
estrellas como único sistema de alumbrado público, las tinieblas del Efeco
eran el lugar donde Oswaldo y el resto de los vecinos del barrio que no
contaban con agua corriente en sus casas, iban a hacer sus necesidades. Además,
hacía también las veces de vertedero ya que el barrio no contaba con nada
parecido a un servicio regular de recogida de basuras.
El Efeco estaba bastante frecuentado. Las
incontables cumbres de desperdicios y trastos viejos abandonados allí formaban
una suerte de dunas tóxicas compuestas por todo tipo de elementos
infecciosos, cortantes, punzantes, irritantes y cosas peores todos ellos provenientes
de los propios vecinos. Pero lo que más miedo daba de aquel descampado eran sus
habitantes. Uno de ellos fue el que se cruzó en la vida de Oswaldo.
En el recuerdo colectivo permanecía el día en que un
alarido desgarrador asaltó el barrio a altas horas de la noche de un sábado.
Resultó que esa noche en cuestión, el bueno de
Oswaldo Pinares, el conocido como “El trago”, el más borracho del barrio,
regresando a su casa más lleno de alcohol que una destilería y apestando a
vómitos pues ese era ya su olor habitual, decidió parar sus inseguros pies en
el Efeco. No se percató, antes de bajarse los pantalones y arrimar el
culo al suelo, de que una rata andaba cerca y de que en lugar de salir
corriendo como suelen hacer, el animal se le había plantado entre los pies.
El pobre Oswaldo con todos sus sentidos mermados
gracias a la ceguera imprudente de la que dota el alcohol y esnifar pegamento
al cerebro de los hombres, se bajó los pantalones y se agachó en cuclillas casi
todo de una vez. De hecho, lo hizo tan rápido que al bajarse los pantalones
atrapó a la rata que sin darse él cuenta, tenía entre los pies. La rata al
verse atrapada de repente bajo los arrugados pantalones del pobre Oswaldo, que
ni se enteró de lo que había hecho, se revolvió sobre sí misma y empezó a tirar
dentelladas aleatorias allá donde su escueto cerebro animal le dio a entender.
Quiso el fatal infortunio de Oswaldo, que fueran sus testículos a parar a las
rabiosas fauces del pequeño roedor. Pequeño como un gato. Dos mordiscos le
propinó la susodicha rata/gato, allí donde los hombres guardan buena parte de
su valor, lo que provocó el tremendo alarido que despertó a medio barrio y a
los pingüinos del polo norte.
Aunque la rata era rápida y nerviosa, Oswaldo no se
quedaba atrás pese a su lamentable estado y pese a la herida que acaba de
hacerle el roedor gigante. Así que, en cuanto Oswaldo notó el mordisco se echó
mano a la entrepierna para protegerse y atrapó por casualidad al peludo animal.
Tiró de él con fuerza sin pensar que si tiraba de la rata mientras ésta le mordía,
se desgarraría los huevos como efectivamente así ocurrió. Se desgarró. Pero no
acabó ahí la fatalidad del deshuevado.
Sangrando por la dolorida entrepierna como un cerdo
degollado, con los huevos desgarrados, todavía en cuclillas y sin evacuar, vino
el contraataque y venganza de Oswaldo Pinares, “El trago”. Teniendo al animal fuertemente
agarrado con las manos no se le vino otra cosa a la cabeza que devolverle el
mordisco. La rata, al verse sujeta entre las garras de Oswaldo comenzó a
chillar como si la estuvieran despellejando. “El trago”, dejándose llevar por
la furia iracunda y vengativa que sólo un borracho de pocas luces puede tener,
intentó arrancarle la cabeza al animal de un mordisco furibundo.
Animal contra animal. De la fuerza que hizo para
morder a la rata y arrancarle la cabeza se le salieron las heces de las tripas,
que era lo que había ido a hacer allí, y descubrió el muy desgraciado que
meterse en la boca la cabeza de una rata viva, loca de miedo y rabiosa, aunque
sea para arrancarle la cabeza, no es muy buena idea. Antes de morir la sucia
rata aún tuvo tiempo de propinarle a Oswaldo unas cuantas dentelladas en la
lengua y los labios, lo que enloqueció más al dolorido y furibundo borrachuzo
que pese a todo, no pensaba cejar en su empeño. Con la cabeza ya casi separada
del cuerpo, pero el corazón latiendo aún, la rata que ya llenaba la boca de
Oswaldo de dolor y porquería añadió a la mezcla un borbotón de cálida sangre de
rata recién expulsada por la profunda herida que tenía en el cuello.
Oswaldo se convirtió en su verdugo, pero por más que
lo intentó no pudo finalmente arrancarle la cabeza a su adversaria pues su
mandíbula provista de pocos y carcomidos dientes, no pudo cortarle los huesos
del espinazo. Finalmente, la rata dejó de gritar, dejó de moverse entre
estertores y dejó la boca de Oswaldo llena de mordiscos, sangre, pelos de rata
e infecciones de todos los sabores. “El Trago” se la sacó de la boca y se dejó
caer de espaldas, casi sin sentido, encima de sus propias heces aún con la rata
semidecapitada agarrada en la mano.
Aquella noche, la muchedumbre allí congregada a
causa del griterío que Oswaldo había formado, sólo pudo presenciar el final del
espectáculo. Todo había terminado. Entre dos hombres sacaron a rastras a
Oswaldo del descampado, cogiéndolo de los pelos, porque no había de dónde
agarrarlo, tal era su olor y su estado. Dicen que de los tirones que le dieron
para sacarlo del descampado, como iba a rastras y los huevos se le salían de la
bolsa, uno se le enredó en un arbusto y se le quedó allí, arrancado en uno de esos
tirones que le dieron de los pelos.
Allí donde lo dejaron se quedó el pobre Oswaldo
hasta que murió desangrado ya que ninguna ambulancia tuvo huevos de entrar tan
profundo en el barrio, en plena noche y sin escolta militar y ningún vecino
quiso recoger aquellos despojos malolientes y pringosos de hombre que era en lo
que Oswaldo se había convertido tras la cruenta batalla y una vida llena de calamidades.
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