Camino hasta el mar porque tengo la idea de que aquí, en esta playa, no hay fantasmas. “Bajamos el telón” en la cama, en el trabajo, en la calle, pero nunca mientras tomamos el sol y oímos romper las olas contra la arena. Lo contrario sería desperdiciar el día. Aquí no hay ningún alma atormentada, salvo la mía.
Soledad, que así se llama la responsable de estos paseos, cruzó la puerta de la consulta cuando tenía 29 años, aparentaba más. Era extrovertida, inteligente y desacomplejada. Vino sola, envuelta en su perfume de sándalo y vainilla, y vistiendo unas líneas rectas que suavizaban su cuerpo. Por la manera en la que se presentó diría que estaba segura de sí misma, que necesitaba estar allí, pero no tenía idea de lo que podía conseguir.
Nos dejamos llevar por la conversación incómoda que podría tener con cualquier otro paciente. Era consciente de sus problemas. Se cumplían tres años desde que había cambiado de ciudad y dejado atrás su trabajo, familia, amistades y el primer hogar que sentía “suyo”. Sufría de nostalgia y apego, aunque era evidente que algo más la inquietaba. Se tomó largos segundos antes de poder expresarse. Dijo -Mis recuerdos no me dejan dormir.- El orden y la elección de sus palabras consiguieron estremecerme al punto que asentí y solté un desafortunado murmullo que sonó a burla. Y aunque me disculpé rápidamente, el hechizo de la aparente normalidad de la consulta se había deshecho. Soledad estaba tan confundida que maquinalmente ordenaba las revistas que yo tenía desparramadas sobre la mesa. Perdiendo la mirada en alguna parte, tartamudeaba y cuando encontraba la idea adecuada fruncía el ceño en una expresión de dolor que me llevó a juntar un poco más nuestros asientos y a preguntar qué era lo que sucedía cuando dormía. No fue hasta después de un suspiro cuando empezó hablar de verdad.
Desde la primera noche de la mudanza, me dijo, soñaba que rondaba en el antiguo piso abandonado, tal y como la había dejado: con el polvo blanqueando las superficies oscuras y ennegreciendo las claras, y la humedad y la madera perfumando las distintas habitaciones. Los muebles heredados por sus padres ocupaban el mismo lugar, resaltados por la luz de la farolas que entraban desde balcón. Se oía a los autobuses vibrar sobre el asfalto; las motos, los coches y la voz de la vida nocturna ocupando el resto de los momentos silenciosos. En esa tranquila parte del sueño se sentía en casa, pero entonces se presentaban inesperados recuerdos, a veces delante, evolucionando entre las sombras, y otras al atravesar una puerta al balcón o cualquier otra entrada, nunca se sabía. Era de esperar que lo irracional sucedería durante sueño. Los recuerdos eran felices, los más felices. De esos que hacen llorar y liberar la angustia contenida por los diques de cuando aprendimos a no llorar. Así lo expresó Soledad, indicando que era entonces, dentro de los recuerdos, cuando a los muertos entraban en escena. Es decir, aparecían personas que habían fallecido a lo largo de su vid, que a diferencia de los que estaban vivos no seguían inmersos en sus papeles cotidianos. Papá era papá y mamá era mamá, pero los que habían muerto actuaban de modo diferente, conscientes de su naturaleza y especialmente cariñosos, siempre advirtiendo: “No vuelvas aquí”. Al principio, no le dio importancia, pero al repetirse la experiencia cada noche, sin interrupción, empezó a sentirse incómoda y condicionada por el mensaje que la arrancaba de la cama. Su lado supersticioso liberó toda su imaginación y llegó a la conclusión de que aquellas personas, muertas, que se alegraban de verla, no querían que estuviera allí, en esa casa, en esos sueños y con esos recuerdos. La pobre creyó que por las noches la nostalgia la convertía en un fantasma, obligada a rondar, con otros que, al igual que ella, eran atraídos por el bálsamo de los recuerdos. Noté que había invertido horas en reflexionar sobre el asunto y era evidente que esperaba que yo extirpase esas ideas, usando algún truco profesional. Creí que podría. La cite la semana siguiente y empecé a tratar sobre la sugestión de aquella fantasía recurrente. Aquello no era más que un fenómeno producto del desarraigo emocional. En estos términos oriente las charlas al presente y la animé enfocar sus pensamientos en los proyectos futuros. Pero fue inútil, su obsesión había echado raíces muy profundas y terminó convencida de que no podía soñar sin regresar al abrazo de las paredes. Al cabo de muy poco tiempo su cordura fue consumiéndose en la desesperación, aunque debo admitir que nunca vi nadie más ansioso por vivir. En una de sus delirios reflexivos, dijo: “Estoy condenada a salir al encuentro de la vida, a no poder recordar sin despertar. El sueño y el descanso están cerrados para mí”.
Nueve años después pagó la última consulta y se fue a vivir lejos. Argelia, creo. No se que búsqueda la llevó hasta allí. Coleccionaba diccionarios de sueños y libros de farsantes muy inspirados que se habían recluido en mitad de la nada. Las promesas de mantener el contacto no sirvieron de nada, nunca más supe de ella. Pero por las casualidades de la vida, en el transcurso de un verano, encontré el piso de Soledad. Puede que no fuese la casualidad y que algo venenoso no me dejase dormir tranquila desde que la conocí. Lo cierto es que busque la dirección y entreviste a los nuevos inquilinos. El piso llevaba un año alquilado y según me contaron estaba lleno de fantasmas, especialmente el de una mujer que aparece de la nada y se desvanece bajo el arco de las puertas. Es una locura, lo se, y por eso vengo a la orilla del mar. Aquí no hay a lo que aferrarme, sólo montones de agua y arena empujados por el viento. El único fantasma, si lo hay, seré yo; temiendo encerrarme en casa con mis recuerdos.
Gadiel Alvarez Lier
Tema: La memoria
Elemento: El mar.
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