jueves, 14 de febrero de 2019

SOL


                                                                  SOL

Abrí los ojos. Tenían arena y no podía ver con claridad. Sentía un picor en la mejilla, la barbilla, la oreja, en un lado de la cara. Me dolía mucho la cabeza. Un dolor insoportable. Como si aprisionaran mis sienes con unas tenazas gigantes. Estaba aturdida. Sentí un frescor en ambas piernas que subió hasta la cintura.  Estaban mojándose. Y un rumor de fondo. Suave, que no cesaba. Apoyé las manos en la arena, que se hundieron cuando hice fuerza para incorporarme. También me dolían los brazos. Tenía agujetas, como las agujetas que sientes después de un día de intenso deporte. Me senté como pude. El pelo mojado y enmarañado caía por delante de mi cara. Lo aparté y vi el mar. Estaba como un plato. No tenía olas. Sólo una delicada marea que subía hasta mi cintura y volvía a bajar, dejando un rastro de espuma. Miré a ambos lados. No había nadie a mí alrededor. Sólo arena. Y detrás, a mis espaldas, árboles.  Estaba oscuro. Pero no de noche cerrada. Sino de una noche en ciernes, de una noche que se siente perdedora. También me dolía la espalda y las piernas, y la entrepierna. No sabía que estaba haciendo allí, que estaba haciendo allí sentada, en una playa, a oscuras, sin nadie alrededor. No recordaba nada. Empecé a asustarme. Empecé a tener frío. Estaba descalza. Tenía puestos unos pantis, lleno de carreras y agujeros. Y una falda también rota. La camisa no tenía botones. Y tampoco tenía bragas. El sujetador no cubría mi pecho, sino que estaba a la altura de mi cintura. Me asusté más. Con gran dolor me logré poner en pie. Me fijé en unas luces al fondo, muy lejos, pequeñas, que destellaban como las estrellas. Debía ser una ciudad o un pueblo, no lo sabía. Pero algo me decía que debía dirigirme allí. Empecé a caminar o a intentarlo, porque daba pasos muy pequeños. Tenía la impresión que no avanzaba, que no iba a llegar nunca. Quise dar pasos más amplios, quería aproximarme a aquellas luces, pero me era imposible. Estaba como molida. Quise emitir un sonido, pronunciar una palabra, gritar, pero tampoco podía. Ahora tenía pánico. Me abracé a mí misma intentando mitigar el frío. Seguía sin recordar nada, tenía la cabeza embotada, pero una intuición empezó a crecer en mí, una perversa intuición. Me detuve. Todavía estaban lejos aquellas luces. Estaba muy cansada. Y se me cerraron los ojos. Y entonces…se me aparecieron aquellas imágenes, aquellas sombras que se movían violentamente, aquellos dientes blancos que se reían, que escupían saliva, que me daban asco. Y aquellas risas. Y yo haciendo fuerza, haciendo toda la fuerza del mundo, que no servía para nada. Y hubo un momento que dejé de hacer fuerza, que cerré los ojos mientras lloraba, lloraba por dentro, me ahogaba por dentro. Y de repente, un graznido aguijoneó mis tímpanos y me extrajo de aquel horror. Abrí los ojos. Era una gaviota que batía las alas en el cielo y aterrizó en la arena, a unos metros de mí. Dio unos pasos cortos, con esas patas paticortas, dejando sus huellas en la arena. Movió la cabeza e introdujo el curvado pico en la arena. Me senté en la arena, observándola. Ella siguió moviéndose de un lado a otro. Picoteando. Estaba sola y desnuda como yo, pero ella no tenía miedo, tampoco frío. Al cabo de un momento, dejó de agujerear la arena, levantó su blanca cabeza y dirigió su pico hacia mí, como si me mirase, y luego miró al mar. Con altivez. También yo miré al mar. La oscuridad se resquebrajaba. En el horizonte empezó a aparecer una claridad. La línea que separaba el cielo y el mar adquiría más presencia. Sin ser consciente de ello me relajaba. Un punto luminoso se nos presentó a la gaviota y a mí, y fue haciéndose más y más grande. Era el sol que se había despertado y anunciaba su llegada. Exhalé hondo, hinchando el pecho y expulsé el aire, emitiendo un ligero silbido. Luego un rayo de sol iluminó mi cara, cegándome. Y cerré los ojos. Y no pensé en nada. Y aquellas imágenes, aquellas sombras no aparecieron. 

Por eso te lo cuento. Para que me des la mano, y vengas conmigo, y te lleve a aquella playa, a aquella arena, y nos sentemos juntas, y juntas veamos de nuevo el amanecer, y juntas sintamos el calor del sol.

1 comentario:

  1. La "fluidez" de las oraciones cortas con las largas es muy bonito, se puede leer en voz alta con mucha elegancia. Pero lo pase bastante mal con esta pobre mujer.

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