Relato sobre la memoria.
SÓLO UN MOMENTO MÁS.
Tras su despido unos meses atrás,
su humor no había mejorado un ápice, pero aquella mañana, con los preparativos
del viaje parecía haber recobrado viejas esperanzas. Por un momento lo sentí
incluso adueñarse de mis anhelos por volver a aquel lugar, pero todo se había
desvanecido, evaporado con el correr de los kilómetros y con el cambio de
paisaje. Ahora los naranjos, los kakis y las infinitas pinadas se le antojaban
carentes de vitalidad, algo vacuo que acentuaban su sensación de incomodidad y
desasosiego.
Salimos de la carretera Nacional
332 a la altura de Benisa, sintiendo una bajada progresiva de temperatura según
nos acercábamos a la costa. Enchufé el aire acondicionado del coche para despertar
mis pies de un frio letargo; Pere lo apagó de inmediato. El viento comenzó a
arreciar, fuerte, como antaño en los duros inviernos de mi memoria. Las
carreteras secundarias que nos adentraban por pueblos sucios y anodinos, de
balcones arrancados y paredes tiñosas se desvanecieron pronto, coincidiendo con
el descenso de la altitud hasta el nivel del mar. Atravesamos un puente completamente
seco, lleno de maleza; el asfalto dejó paso a una carretera comarcal de tierra,
bacheada, sin apenas señalización, franqueada por una acequia a su izquierda y
un frondoso bosque de carrascas a la derecha. Me alegro comprobar que el
paisaje no había cambiado tanto como esperaba. Saqué un cigarrillo para mí y
enchufé otro para Pere, pero con el traqueteo de la carretera cayó sobre la
alfombrilla, agujereándola, tanto o más que a su paciencia. Apenas torció el
gesto y siguió concentrado en la carretera.
-Ya estamos cerca, cariño –dije,
mirando por la ventanilla-. Ese pozo de ahí nos suministraba de agua al
vecindario. Solíamos venir mamá y yo todas las mañanas con la mula que compró papá
para la labranza. Una vez, volviendo ya cargados, se volvió completamente majara,
dando brincos y coces sin sentido. Creo que vio una rata. Le asustaban las
ratas. Llegamos a casa sin una gota de agua en los cántaros –seguí el pozo con
la mirada hasta que lo perdí de vista. Ahora se veía en desuso, todo pintado
con grafitis-. Murió al poco tiempo de aquello y mi padre la sustituyó por una
mecánica.
-¿Si? –dijo Pere-. Vaya… Oye, el camino se bifurca. Joder, maldita sea –se había tirado toda la ceniza encima y trataba de espolsarla-. ¿Sigo recto o giro a la izquierda? ¿Qué hago?
- Gira por aquí. Es la casa que se ve detrás de esos árboles.
El sendero ahora se había convertido en un hervidero de socavones que hacían golpear los bajos del coche de forma peligrosa. Pere negaba con la cabeza, quizá arrepintiéndose ya de haber venido.
-¿Quieres un caramelo, cariño? Son de menta –le digo, mientras me pongo uno en la boca. Me doy cuenta que tengo la boca un poco seca.
-Ya sé de qué son, los he comprado yo. Todavía no he terminado el cigarrillo –miraba hacia adelante, concentrado.
Pere redujo la marcha, enfilamos
un estrecho camino que giraba a la izquierda, haciendo una curva cerrada, y detuvo
el coche frente a la entrada, que coincidía con el final de aquel camino. La
casa era la última y más grande de la zona, con dos alturas, ahora pintada de un
color mostaza y con visibles desconchones por todos lados. El terreno quedaba
cercado por una valla metálica, y la doble puerta de acceso cerraba el paso con
un pequeño candado. Un buzón negro, sobrio, con el número 40 y un cartel rojo
con letras blancas que rezaba Propiedad
privada, prohibido el paso nos dieron la bienvenida.
-Aquí es. La recordaba más
pequeña, aunque…no tan vieja, la verdad. –dije, buscando las llaves en el bolso-.
Detrás de aquel pequeño montículo hay un senderito de arena que lleva
directamente a la playa.
Asintió con la cabeza, mirando
fijamente hacia delante, sobre un punto fijo. Entornó un poco los ojos, como
molesto por el brillo del sol que se filtraba mínimamente a través del cielo
encapotado y echó una indiferente ojeada a la casa. No bajó del coche. Le
sonreí mientras iba probando llaves hasta encontrar la que abría el candado. Él
trató de devolverme la sonrisa.
Pere había estudiado Ingeniería
de Caminos, Canales y Puertos en la Politécnica de Barcelona, de donde era
natal, pero su pasión era la escultura. Desde su salida al mercado laboral trabajaba
para una constructora que había quebrado, dejando a mucha gente sin trabajo. Vivíamos
juntos en el barrio de Gràcia. Yo estaba hastiada de la contaminación, de los
atascos y de los sustos al tratar de cruzar la ciudad en bicicleta hasta el
colegio donde impartía clases ¿Por qué no lo dejamos todo y comenzamos una
nueva vida lejos de la ciudad? Medio en broma, medio en serio, se lo propuse en
varias ocasiones. Yo simplemente anhelaba una vida sencilla, tranquila. Tenía
treinta y tres años y no quería hacerme vieja en ese entorno. Pere tuvo mucho
trabajo durante el boom de la construcción y durante sus días de descanso le
gustaba dejarse caer por los cines y centros comerciales del centro. “¿Cómo
podríamos educar a nuestros hijos si empezamos un tipo de vida así? A mí me
gustaría que estudiaran en La Farga, como su padre”, decía cuando sacaba el
tema. ¿Y si era niña?, pensaba yo. ¿Le cortaríamos el pelo a cepillo y le
pintaríamos un mostacho por debajo de la nariz? Una fría tarde de miércoles, hace
dos semanas, saliendo del cine y no sé si por descuido o por simple excitación,
habló de un cambio de aires, de crear sus propias esculturas, de perseguir
sueños. Tal vez el efecto La la land se hubiera adueñado de su persona; era la
tercera vez que le hacía verla. Volví a mencionarle la casa deshabitada de mi
padre en la playa de Moraira.
-Es un lugar verdaderamente
inspirador, verdad –dije, buscando prácticamente a tientas el cuadro de luces con
el mechero en alto- Necesita alguna reforma, eso era de esperar, pero dispondrías
de todo el tiempo que quisieras para crear. Abre alguna ventana para que entre
luz.
-Me fascina que hayas vivido aquí
–dijo, mirando hacía todos lados. La turbia claridad de la ya entrada y desapacible
tarde iluminó la estancia a través de las ventanas-. Por más que lo intento no
consigo verte aquí.
-Pues he vivido aquí. Durante
toda mi infancia. Allí arriba está mi habitación –hice una pequeña pausa,
pensativa-. Quizá hayan sido los mejores años de mi vida.
Pere me miró por primera vez
desde que bajamos del coche, pero no dijo nada. Tocaba las paredes, pasaba la
mano por los muebles, como comprobando su antigüedad o la posible presencia de
carcoma. A veces pienso que pudiera ser él quien albergara en sus cavidades
interiores alguna especie de bicho, minúsculo, royendo y devorando su alma poco
a poco, sin prisa. Le miro esperando que diga algo, lo que sea, pero sigue
buscando huellas o algo así, tratando de cerciorarse de que aquí, en el mismísimo
fin del mundo, donde terminan los caminos y sólo hay polvo y escasez, se haya
podido desarrollar con dignidad algún tipo de vida.
-¿Y de qué se supone que viviríamos
ahora?, eh. ¿De qué? –dijo-. ¿De mi esculturas? Ja. Vamos, sé realista Ana. Que
tu padre haya subsistido plantando patatas y alcachofas no quiere decir que esa
vida sea para nosotros.
Traté de morderme la lengua, no
decirlo. Sabía que no le iba a gustar.
-Yo tendría trabajo. He hablado
con una amiga de la infancia que vivía unas casas más allá. Es directora del
colegio que hay en el pueblo y me haría un hueco para realizar sustituciones y
trabajos parciales hasta que se jubilase una mujer mayor, dentro de un par de
años. Entonces el puesto sería mío –concentrada, rascaba un pegote de algo que encontré
en la pared que no supe distinguir de donde procedía; huelo su enfado desde la
otra punta de la casa-. Podría ser tu gran oportunidad.
Pere se humedeció los labios y
dijo.
-Has venido aquí para quedarte –niega
con la cabeza-. No me lo puedo creer, lo tenías todo planeado. ¿Y si no quiero
quedarme aquí? –gritó y alzó los brazos- ¿Y si una vida en mitad de la nada no
es para mí? Este ha sido tu maldito hogar, no el mío.
-Yo no he planeado nada. Tampoco
he decidido nada. Simplemente he barajado algunas opciones. No me hables de esa
forma.
Salí airadamente de la casa, evitando
torpemente que comenzaran a brotar lágrimas de mis ojos, en dirección
indeterminada, confusa, seguramente errónea, como casi todo. De pronto recordé el
mar. El senderito que sube y baja la duna y que conduce a la playa. El sabor
alcalino alrededor de mis labios. Un recuerdo que mí día a día había borrado,
desarticulado de mi memoria.
En el camino me detuve a
contemplar, como si fuera la primera vez que la veía, la antigua cebera donde mi padre dejaba secar las
cebollas. Rocé con los dedos la madera, frágil, triste, rota por dentro.
Recordarla erguida y llena de vida hizo que por un momento consiguiera evocar
mi juventud. Las malas hierbas crecían por casi todos los rincones. Nunca
habían sido bienvenidas y así se lo hacía saber papá con la azada en ristre.
Una pareja de picudos mirlos se alzaron desde el limonero, jugueteando y
perdiéndose en la lejanía. Siempre coges los limones verdes, solía regañar mi
madre a mi padre cuando lo veía entrar en casa con el basquet lleno, sujeto con ambas manos. Yo también soy un poco
impaciente a veces. Ahora se esparcían por la tierra seca; algunos manteniendo vagas
tonalidades amarillas, como rememorando que un día fueron fuertes y sanos; la
mayoría completamente grises, putrefactos, a punto de comenzar a lloverse, al
igual que la tarde. Sujetos todavía al árbol, sabedores de su destino, había
limones gordos y deformes, parecidos a pomelos. Se había escapado. Mi juventud.
Podía evocarla, traerla a mi memoria, pero jamás recobrarla. Cogí el senderito,
apenas transitable por las elevadas briznas de hierba que casi lo ocultaban y llegaban
hasta mi cintura, mientras secaba mis lágrimas con la manga de la chaqueta que
ahora manaban sin oposición, como el paso del tiempo.
La playa estaba tal y como la
recordaba, solitaria. Habían levantado alguna edificación por aquí y por allá,
pero de forma bastante controlada. Me descalcé y avancé entre una nube de
mosquitos diminutos, habituales en estas fechas, inofensivos y avasalladores.
Encendí un cigarrillo y me senté sobre la dura arena invernal, de tacto metalúrgico.
El susurro de las olas era todo lo que mis oídos querían escuchar, rompiendo
suavemente frente a mí. El mundo sigue su camino, las ciudades hierven a estas
horas de la tarde, la gente se insulta desde sus vehículos por la infracción de
alguna señal de obligado cumplimiento. Me dejé envolver por aquel vaivén tan
armónico y dispar, preguntándome en cual de la realidades estaría inmerso
mañana a esas horas y que tipo de susurros llegarían a mi conciencia. ¿No era
esto lo que había deseado? Apoyé ambas manos sobre la arena, tocando el
invierno, el invierno de siempre.
Saqué otro caramelo y me
concentré en el mar. Pensé en el número de criaturas que se movían allí abajo,
libremente, bajo unos estándares sociales –si es que había algo parecido a eso por
allí- bien distintos a los que nos mueven a nosotros. En la lejanía, un buque mercante
transportaba toneladas y toneladas de productos, amontonados en grandes
contenedores multicolores, dispuestos a saciar los sentidos de muchos seres
humanos. ¿Pero qué había del amor, qué había de la libertad? Algo se estaba
instalando en mí, algo elevado pero de raíces profundas, algo que Pere no
podría ver aunque lo tuviera de frente.
Había cerrado los ojos cuando él
llega por detrás y me toca el hombro. Doy un respingo y me inclino vagamente
hacia el lado opuesto. Giro la cabeza y le vi allí plantado, sosteniendo un
puro entre sus labios y con un sombrero puesto sobre la cabeza, que apretaba
con su mano hacía el cogote, para que no saliera despedido por el húmedo viento.
-¿Qué haces con eso puesto?
-Estaba por allí tirado, en el
taller junto a la casa. Me queda bien, ¿verdad? Parezco un llauro –Ya no se acuerda de cómo me ha hablado antes-. ¿Te he
asustado?
-Eso no es tuyo –me enfadé-, ni
lo puros, ni el sombrero. No entiendo por qué lo tienes que coger todo sin
permiso.
-Está bien. Sólo quería darte una
sorpresa –se encogió de hombros-. He pensado sobre lo de instalarnos aquí.
¿Y bien? –dije. Miré de nuevo
hacia el carguero, que se movía en horizontal y parecía haber recorrido sólo
unos metros hacia el norte. Quizá hacia el puerto de Valencia. O quizá hacia el
de Tánger.
-Creo que esto no está tan mal.
He visto toda la casa y con un poco de paciencia y de arrimar el hombro estaría
lista en un par de semanas. Y el taller que tiene tu padre es estupendo. Podría
utilizar sus herramientas para comenzar a trabajar. Tiene cantidad de aperos de
labranza. Soy un negado, ya lo sé, pero podría aprender y plantar alguna cosa.
Saqué otro cigarrillo mientras miraba
el agua del Mediterráneo, que se oscurecía por momentos con la caída de la
tarde. Pere buscaba mi mirada, tratando de encontrar en ella la alegría que
debía suponer aquel cambio de actitud. No giré la cabeza. Pensé en la cantidad
de amistades que había dejado aquí de pequeña al marchar. Pensé en papá.
-Sabes una cosa. –dije sin
volverme-. Mira a tu izquierda, la segunda casa, blanca, con una palmera
enorme. Ahí vivió Chester Himes sus últimos años. Murió cuando yo era sólo una
niña. Mi padre le conoció bien –esbocé una sonrisa al mar, cada vez más
oscuro-. Le interesaban la agricultura y todo aquello que tenía que ver con las
plantaciones típicas de la zona. Su mujer, Lesley, hacía un poco de traductora
entre ambos. Recuerdo todavía una cena los cinco. Su gato, Griot, creo que se
llamaba, se entretuvo jugando con una naranja durante toda la cena.
-Nunca me lo habías contado.
-Hay cosas que una guarda muy
adentro y no salen así porque sí. Necesitan de un detonante –respiro profundo,
llenando los pulmones-. Cuando era pequeña solía sentarme aquí, en este mismo lugar
donde estoy ahora. Me pasaba las horas, absorta. No pensaba en nada. Creía que
la vida no cambiaría nunca. Que sería pequeña eternamente. Que siempre
estaríamos papá, mamá, yo. La playa. No pensaba en ser mayor –hice un pausa y
chupé una calada del cigarro, suave y pausada, soltando todo el humo despacio,
con un hilillo inapreciable-. Solía ser papá quien tocaba mi hombro,
dulcemente, indicando que era la hora de volver a casa. Llevaba siempre su puro
entre los dedos y ese mismo sombrero. Apenas lo recuerdo sin él sobre su
cabeza. Daba igual invierno o verano, ardiera el sol o cayera una tromba de
agua.
Hice otra pausa, más larga, lanzando
el cigarro lejos, muy lejos, tan lejos como pude.
-Déjame un momento aquí,
cariño. Sólo un momento más.
-Te vas a congelar, Ana. Está
cayendo la noche.
No lo ve. Aunque lo tuviera al
alcance de su mano sería incapaz de percibirlo. No ve que mamá ha puesto en
marcha el viejo brasero bajo la mesa camilla. No ve que papá ríe tanto que su
sombrero, que apoyaba sobre el respaldo de la silla, ha caído al suelo.
-No tengo frío, cariño –dije
tranquilamente-. He vuelto a casa.
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