martes, 19 de febrero de 2019


Relato sobre la memoria.

SÓLO UN MOMENTO MÁS.

Tras su despido unos meses atrás, su humor no había mejorado un ápice, pero aquella mañana, con los preparativos del viaje parecía haber recobrado viejas esperanzas. Por un momento lo sentí incluso adueñarse de mis anhelos por volver a aquel lugar, pero todo se había desvanecido, evaporado con el correr de los kilómetros y con el cambio de paisaje. Ahora los naranjos, los kakis y las infinitas pinadas se le antojaban carentes de vitalidad, algo vacuo que acentuaban su sensación de incomodidad y desasosiego.

Salimos de la carretera Nacional 332 a la altura de Benisa, sintiendo una bajada progresiva de temperatura según nos acercábamos a la costa. Enchufé el aire acondicionado del coche para despertar mis pies de un frio letargo; Pere lo apagó de inmediato. El viento comenzó a arreciar, fuerte, como antaño en los duros inviernos de mi memoria. Las carreteras secundarias que nos adentraban por pueblos sucios y anodinos, de balcones arrancados y paredes tiñosas se desvanecieron pronto, coincidiendo con el descenso de la altitud hasta el nivel del mar. Atravesamos un puente completamente seco, lleno de maleza; el asfalto dejó paso a una carretera comarcal de tierra, bacheada, sin apenas señalización, franqueada por una acequia a su izquierda y un frondoso bosque de carrascas a la derecha. Me alegro comprobar que el paisaje no había cambiado tanto como esperaba. Saqué un cigarrillo para mí y enchufé otro para Pere, pero con el traqueteo de la carretera cayó sobre la alfombrilla, agujereándola, tanto o más que a su paciencia. Apenas torció el gesto y siguió concentrado en la carretera.

-Ya estamos cerca, cariño –dije, mirando por la ventanilla-. Ese pozo de ahí nos suministraba de agua al vecindario. Solíamos venir mamá y yo todas las mañanas con la mula que compró papá para la labranza. Una vez, volviendo ya cargados, se volvió completamente majara, dando brincos y coces sin sentido. Creo que vio una rata. Le asustaban las ratas. Llegamos a casa sin una gota de agua en los cántaros –seguí el pozo con la mirada hasta que lo perdí de vista. Ahora se veía en desuso, todo pintado con grafitis-. Murió al poco tiempo de aquello y mi padre la sustituyó por una mecánica.

-¿Si? –dijo Pere-. Vaya… Oye, el camino se bifurca. Joder, maldita sea –se había tirado toda la ceniza encima y trataba de espolsarla-. ¿Sigo recto o giro a la izquierda? ¿Qué hago?

- Gira por aquí. Es la casa que se ve detrás de esos árboles.

El sendero ahora se había convertido en un hervidero de socavones que hacían golpear los bajos del coche de forma peligrosa. Pere negaba con la cabeza, quizá arrepintiéndose ya de haber venido.

-¿Quieres un caramelo, cariño? Son de menta –le digo, mientras me pongo uno en la boca. Me doy cuenta que tengo la boca un poco seca.

-Ya sé de qué son, los he comprado yo. Todavía no he terminado el cigarrillo –miraba hacia adelante, concentrado.

Pere redujo la marcha, enfilamos un estrecho camino que giraba a la izquierda, haciendo una curva cerrada, y detuvo el coche frente a la entrada, que coincidía con el final de aquel camino. La casa era la última y más grande de la zona, con dos alturas, ahora pintada de un color mostaza y con visibles desconchones por todos lados. El terreno quedaba cercado por una valla metálica, y la doble puerta de acceso cerraba el paso con un pequeño candado. Un buzón negro, sobrio, con el número 40 y un cartel rojo con letras blancas que rezaba Propiedad privada, prohibido el paso nos dieron la bienvenida.

-Aquí es. La recordaba más pequeña, aunque…no tan vieja, la verdad. –dije, buscando las llaves en el bolso-. Detrás de aquel pequeño montículo hay un senderito de arena que lleva directamente a la playa.

Asintió con la cabeza, mirando fijamente hacia delante, sobre un punto fijo. Entornó un poco los ojos, como molesto por el brillo del sol que se filtraba mínimamente a través del cielo encapotado y echó una indiferente ojeada a la casa. No bajó del coche. Le sonreí mientras iba probando llaves hasta encontrar la que abría el candado. Él trató de devolverme la sonrisa.

Pere había estudiado Ingeniería de Caminos, Canales y Puertos en la Politécnica de Barcelona, de donde era natal, pero su pasión era la escultura. Desde su salida al mercado laboral trabajaba para una constructora que había quebrado, dejando a mucha gente sin trabajo. Vivíamos juntos en el barrio de Gràcia.  Yo estaba hastiada de la contaminación, de los atascos y de los sustos al tratar de cruzar la ciudad en bicicleta hasta el colegio donde impartía clases ¿Por qué no lo dejamos todo y comenzamos una nueva vida lejos de la ciudad? Medio en broma, medio en serio, se lo propuse en varias ocasiones. Yo simplemente anhelaba una vida sencilla, tranquila. Tenía treinta y tres años y no quería hacerme vieja en ese entorno. Pere tuvo mucho trabajo durante el boom de la construcción y durante sus días de descanso le gustaba dejarse caer por los cines y centros comerciales del centro. “¿Cómo podríamos educar a nuestros hijos si empezamos un tipo de vida así? A mí me gustaría que estudiaran en La Farga, como su padre”, decía cuando sacaba el tema. ¿Y si era niña?, pensaba yo. ¿Le cortaríamos el pelo a cepillo y le pintaríamos un mostacho por debajo de la nariz? Una fría tarde de miércoles, hace dos semanas, saliendo del cine y no sé si por descuido o por simple excitación, habló de un cambio de aires, de crear sus propias esculturas, de perseguir sueños. Tal vez el efecto La la land se hubiera adueñado de su persona; era la tercera vez que le hacía verla. Volví a mencionarle la casa deshabitada de mi padre en la playa de Moraira.

-Es un lugar verdaderamente inspirador, verdad –dije, buscando prácticamente a tientas el cuadro de luces con el mechero en alto- Necesita alguna reforma, eso era de esperar, pero dispondrías de todo el tiempo que quisieras para crear. Abre alguna ventana para que entre luz.

-Me fascina que hayas vivido aquí –dijo, mirando hacía todos lados. La turbia claridad de la ya entrada y desapacible tarde iluminó la estancia a través de las ventanas-. Por más que lo intento no consigo verte aquí.

-Pues he vivido aquí. Durante toda mi infancia. Allí arriba está mi habitación –hice una pequeña pausa, pensativa-. Quizá hayan sido los mejores años de mi vida.

Pere me miró por primera vez desde que bajamos del coche, pero no dijo nada. Tocaba las paredes, pasaba la mano por los muebles, como comprobando su antigüedad o la posible presencia de carcoma. A veces pienso que pudiera ser él quien albergara en sus cavidades interiores alguna especie de bicho, minúsculo, royendo y devorando su alma poco a poco, sin prisa. Le miro esperando que diga algo, lo que sea, pero sigue buscando huellas o algo así, tratando de cerciorarse de que aquí, en el mismísimo fin del mundo, donde terminan los caminos y sólo hay polvo y escasez, se haya podido desarrollar con dignidad algún tipo de vida.

-¿Y de qué se supone que viviríamos ahora?, eh. ¿De qué? –dijo-. ¿De mi esculturas? Ja. Vamos, sé realista Ana. Que tu padre haya subsistido plantando patatas y alcachofas no quiere decir que esa vida sea para nosotros.

Traté de morderme la lengua, no decirlo. Sabía que no le iba a gustar.

-Yo tendría trabajo. He hablado con una amiga de la infancia que vivía unas casas más allá. Es directora del colegio que hay en el pueblo y me haría un hueco para realizar sustituciones y trabajos parciales hasta que se jubilase una mujer mayor, dentro de un par de años. Entonces el puesto sería mío –concentrada, rascaba un pegote de algo que encontré en la pared que no supe distinguir de donde procedía; huelo su enfado desde la otra punta de la casa-. Podría ser tu gran oportunidad.

Pere se humedeció los labios y dijo.

-Has venido aquí para quedarte –niega con la cabeza-. No me lo puedo creer, lo tenías todo planeado. ¿Y si no quiero quedarme aquí? –gritó y alzó los brazos- ¿Y si una vida en mitad de la nada no es para mí? Este ha sido tu maldito hogar, no el mío.

-Yo no he planeado nada. Tampoco he decidido nada. Simplemente he barajado algunas opciones. No me hables de esa forma.

Salí airadamente de la casa, evitando torpemente que comenzaran a brotar lágrimas de mis ojos, en dirección indeterminada, confusa, seguramente errónea, como casi todo. De pronto recordé el mar. El senderito que sube y baja la duna y que conduce a la playa. El sabor alcalino alrededor de mis labios. Un recuerdo que mí día a día había borrado, desarticulado de mi memoria.

En el camino me detuve a contemplar, como si fuera la primera vez que la veía, la antigua cebera donde mi padre dejaba secar las cebollas. Rocé con los dedos la madera, frágil, triste, rota por dentro. Recordarla erguida y llena de vida hizo que por un momento consiguiera evocar mi juventud. Las malas hierbas crecían por casi todos los rincones. Nunca habían sido bienvenidas y así se lo hacía saber papá con la azada en ristre. Una pareja de picudos mirlos se alzaron desde el limonero, jugueteando y perdiéndose en la lejanía. Siempre coges los limones verdes, solía regañar mi madre a mi padre cuando lo veía entrar en casa con el basquet lleno, sujeto con ambas manos. Yo también soy un poco impaciente a veces. Ahora se esparcían por la tierra seca; algunos manteniendo vagas tonalidades amarillas, como rememorando que un día fueron fuertes y sanos; la mayoría completamente grises, putrefactos, a punto de comenzar a lloverse, al igual que la tarde. Sujetos todavía al árbol, sabedores de su destino, había limones gordos y deformes, parecidos a pomelos. Se había escapado. Mi juventud. Podía evocarla, traerla a mi memoria, pero jamás recobrarla. Cogí el senderito, apenas transitable por las elevadas briznas de hierba que casi lo ocultaban y llegaban hasta mi cintura, mientras secaba mis lágrimas con la manga de la chaqueta que ahora manaban sin oposición, como el paso del tiempo.

La playa estaba tal y como la recordaba, solitaria. Habían levantado alguna edificación por aquí y por allá, pero de forma bastante controlada. Me descalcé y avancé entre una nube de mosquitos diminutos, habituales en estas fechas, inofensivos y avasalladores. Encendí un cigarrillo y me senté sobre la dura arena invernal, de tacto metalúrgico. El susurro de las olas era todo lo que mis oídos querían escuchar, rompiendo suavemente frente a mí. El mundo sigue su camino, las ciudades hierven a estas horas de la tarde, la gente se insulta desde sus vehículos por la infracción de alguna señal de obligado cumplimiento. Me dejé envolver por aquel vaivén tan armónico y dispar, preguntándome en cual de la realidades estaría inmerso mañana a esas horas y que tipo de susurros llegarían a mi conciencia. ¿No era esto lo que había deseado? Apoyé ambas manos sobre la arena, tocando el invierno, el invierno de siempre.

Saqué otro caramelo y me concentré en el mar. Pensé en el número de criaturas que se movían allí abajo, libremente, bajo unos estándares sociales –si es que había algo parecido a eso por allí- bien distintos a los que nos mueven a nosotros. En la lejanía, un buque mercante transportaba toneladas y toneladas de productos, amontonados en grandes contenedores multicolores, dispuestos a saciar los sentidos de muchos seres humanos. ¿Pero qué había del amor, qué había de la libertad? Algo se estaba instalando en mí, algo elevado pero de raíces profundas, algo que Pere no podría ver aunque lo tuviera de frente.

Había cerrado los ojos cuando él llega por detrás y me toca el hombro. Doy un respingo y me inclino vagamente hacia el lado opuesto. Giro la cabeza y le vi allí plantado, sosteniendo un puro entre sus labios y con un sombrero puesto sobre la cabeza, que apretaba con su mano hacía el cogote, para que no saliera despedido por el húmedo viento.

-¿Qué haces con eso puesto?

-Estaba por allí tirado, en el taller junto a la casa. Me queda bien, ¿verdad? Parezco un llauro –Ya no se acuerda de cómo me ha hablado antes-. ¿Te he asustado?

-Eso no es tuyo –me enfadé-, ni lo puros, ni el sombrero. No entiendo por qué lo tienes que coger todo sin permiso.

-Está bien. Sólo quería darte una sorpresa –se encogió de hombros-. He pensado sobre lo de instalarnos aquí.

¿Y bien? –dije. Miré de nuevo hacia el carguero, que se movía en horizontal y parecía haber recorrido sólo unos metros hacia el norte. Quizá hacia el puerto de Valencia. O quizá hacia el de Tánger.

-Creo que esto no está tan mal. He visto toda la casa y con un poco de paciencia y de arrimar el hombro estaría lista en un par de semanas. Y el taller que tiene tu padre es estupendo. Podría utilizar sus herramientas para comenzar a trabajar. Tiene cantidad de aperos de labranza. Soy un negado, ya lo sé, pero podría aprender y plantar alguna cosa.

Saqué otro cigarrillo mientras miraba el agua del Mediterráneo, que se oscurecía por momentos con la caída de la tarde. Pere buscaba mi mirada, tratando de encontrar en ella la alegría que debía suponer aquel cambio de actitud. No giré la cabeza. Pensé en la cantidad de amistades que había dejado aquí de pequeña al marchar. Pensé en papá.

-Sabes una cosa. –dije sin volverme-. Mira a tu izquierda, la segunda casa, blanca, con una palmera enorme. Ahí vivió Chester Himes sus últimos años. Murió cuando yo era sólo una niña. Mi padre le conoció bien –esbocé una sonrisa al mar, cada vez más oscuro-. Le interesaban la agricultura y todo aquello que tenía que ver con las plantaciones típicas de la zona. Su mujer, Lesley, hacía un poco de traductora entre ambos. Recuerdo todavía una cena los cinco. Su gato, Griot, creo que se llamaba, se entretuvo jugando con una naranja durante toda la cena.   

-Nunca me lo habías contado.

-Hay cosas que una guarda muy adentro y no salen así porque sí. Necesitan de un detonante –respiro profundo, llenando los pulmones-. Cuando era pequeña solía sentarme aquí, en este mismo lugar donde estoy ahora. Me pasaba las horas, absorta. No pensaba en nada. Creía que la vida no cambiaría nunca. Que sería pequeña eternamente. Que siempre estaríamos papá, mamá, yo. La playa. No pensaba en ser mayor –hice un pausa y chupé una calada del cigarro, suave y pausada, soltando todo el humo despacio, con un hilillo inapreciable-. Solía ser papá quien tocaba mi hombro, dulcemente, indicando que era la hora de volver a casa. Llevaba siempre su puro entre los dedos y ese mismo sombrero. Apenas lo recuerdo sin él sobre su cabeza. Daba igual invierno o verano, ardiera el sol o cayera una tromba de agua.

Hice otra pausa, más larga, lanzando el cigarro lejos, muy lejos, tan lejos como pude.

-Déjame un momento aquí, cariño. Sólo un momento más.

-Te vas a congelar, Ana. Está cayendo la noche.

No lo ve. Aunque lo tuviera al alcance de su mano sería incapaz de percibirlo. No ve que mamá ha puesto en marcha el viejo brasero bajo la mesa camilla. No ve que papá ríe tanto que su sombrero, que apoyaba sobre el respaldo de la silla, ha caído al suelo.

-No tengo frío, cariño –dije tranquilamente-. He vuelto a casa.



 Jorge Gallent

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