BAILA
De nuevo, suena la música en
mitad de la noche. Imagino que serán entre las 2 y las 3 de la madrugada. El
calor asfixia como a pleno sol. Juan se levanta de nuestra cama, en la habitación contigua a la mía. No puedo verlo,
pero se asoma por la ventana y busca con la mirada la única ventana con luz del
vecino, desde donde sale la música. Estoy tumbada y trago con dificultad la
saliva, pero no parece que vaya a atragantarme de nuevo. Maldice en voz baja
–para no despertarnos-, y ojea los alrededores de la piscina en búsqueda de
algún merodeador nocturno, o de algo así.
Sale de nuestra habitación descalzo,
en calzoncillos, en dirección a la mía. No lo escucho apenas, pero la puerta
chirria al abrirse. Se asoma y espera ahí plantado unos segundos antes de irse,
observándome. Hoy está todo en orden. Me gustaría verle ahí, apoyado en la
puerta, pero ya ni eso. Sólo soy capaz de mirar hacía el techo, iluminado
tenuemente por la luz de la luna. Así toda la noche. Todas las noches.
En la madrugada de hace un par
de días por poco me ahogo. Juan todavía no se ha recuperado del susto. Comienzan
a fallarme los músculos que producen la deglución y mi propia saliva estuvo a
punto de jugarme una mala pasada. Es parte de la atrofia muscular, según el
doctor Aspas. Un proceso degenerativo que terminará impidiéndome el habla,
entre otras cosas. El pobre Juan no ha pegado ojo desde aquello. O quizá desde
la llamada del propio doctor, hoy justo hace una semana.
Baja las escaleras hacía la
cocina. Escucho la puerta de la nevera abriéndose. Desde la misteriosa llamada come
a hurtadillas por las noches. Ya lo hizo hace unos años, en los peores momentos
de la crisis, cuando estuvimos a punto de cerrar la empresa. Se hacía un sándwich
tras otro con lo primero que pillaba y luego se atiborraba a chocolate. Sabe
que lo escucho, que no descanso apenas debido a los dolores. Los calambres en
los brazos son insufribles. No me extrañaría que también se fume un cigarrillo sentado
en la mesa de la cocina. En sus momentos más bajos suele recaer. Sube de nuevo
las escaleras con mucho cuidado, pero las viguetas se desperezan y emiten un
sonido agudo. En mi habitación entra luz azulada por la ventana. La luna debe
estar plena, radiante, vestida de gala. Alguien debe tener algo que celebrar.
Yo debería celebrar que sigo aquí, que tengo a mi hija y a mi marido conmigo. La
brisa caliente mece las finas cortinas de algodón produciendo desasosiego. Me
gustaría darme la vuelta en la cama, sobre mí misma. Las zonas de mi piel en
contacto con la sábana bajera están empapadas. Sólo una pequeña escora de
noventa grados y tumbarme de costado. Hay demasiadas cosas que uno deja de
poder hacer demasiado temprano.
Sube de nuevo las escaleras. Llevamos
durmiendo separados un par de semanas, desde que dos tipos de espaldas interminables
trajeron una cama especial. Mi movilidad se reduce a diario. No está siendo un
proceso lento, como había vaticinado en primera instancia el doctor Aspas,
según los resultados de las primeras pruebas. Hay quien no pierde la totalidad
de las facultades motoras hasta pasados los primeros años de la enfermedad, había
dicho claramente. Sin embrago, en cosa de tres meses, lo que fue un pequeño
dolor de pierna derecha y una ligera pérdida de movilidad se ha convertido en
piernas inútiles y una autosuficiencia frustrante.
Tarda en asomarse por el umbral
de la puerta. Quizá haya parado en la habitación de Claudia, para ver si allí sigue
todo en orden. Sólo faltaría que no fuera así, pero Juan está con los nervios
de punta. Al igual que hace conmigo cada noche, observa a Claudia en la
distancia, controlando como su pequeño diafragma acompasa el ritmo respiratorio
mientras duerme profundamente. Todo marcha bien aquí. Solo aquí, debe de pensar.
Las luces del pasillo siguen apagadas y de nuevo, siento alguien apoyado en la
puerta. Abro los ojos, e inclino todo lo que puedo mi cuello. El movimiento es
ínfimo, pero Juan lo percibe y entra, entrecerrando al pasar.
Mi primer pensamiento también
tuvo una dirección clara. Así me vino a la mente, sentadita en su clase,
jugando a las piezas con sus compañeros. Claudia. Tiene cinco años y ninguna culpa
de que su madre haya contraído la enfermedad de la ELA.
-
Doctor, esto no es contagioso, ¿no? –fue mi contrataque a su retahíla
de información acerca de la enfermedad y sus consecuencias.
-
No, para nada. Esta enfermedad afecta a…
-
Y esto, como se llama…por ser hija mía puede alguna vez a ella…. –no
encontraba las palabras correctas. La imagen de Stephen Hawking en silla de
ruedas se hizo nítida en mi cerebro, como si su espectro estuviese en aquella
pequeña sala hablando en robótico.
-
Hereditario –dijo Juan.
-
No. Es una enfermedad que sólo daña su sistema… - dijo más cosas, con
cara seria y mirándome a los ojos. No miraba a Juan. En ningún momento desvío
sus ojos de los míos, como si así el mensaje calase con mayor hondura. No
parpadeó apenas. Sólo me miraba a mí, pero a decir verdad, se focalizaba como
en un punto fijo que tenía entre mis ojos. Estuve tentada de preguntarle si era
una técnica que le habían enseñado en la Universidad para decir este tipo de
diagnósticos. No lo hice.
Había acudido a la consulta pensando
que los síntomas de dolor y adormilamiento en la pierna derecha se podían deber
a las clases de baile que Juan y yo estábamos tomando desde hacía unos meses.
Nunca había sufrido nada parecido. Yo he bailado siempre, desde la época
escolar. Llegué a participar en campeonatos, representando a la federación. Hacía
unos años que había dejado de practicarlo y pensé que los dolores podían
deberse a poner en funcionamiento una vieja máquina desengrasada. Me había
costado años convencer a Juan para que aprendiera a bailar conmigo. Siempre se
excusaba en que el trabajo. Sin embargo, ahora que las cosas funcionaban en la
empresa y nos habíamos acoplado perfectamente a nuestra nueva casa, por fin
había accedido. Avanzaba deprisa. Creo que llegó a gustarle de verdad.
-
Estoy despierta –digo con un hilo de voz.
-
Descansa cariño, no quería despertarte, me voy a dormir enseguida
–dice un poco atropellado. Mide uno noventa y es casi tan alto como la puerta.
-
¿El vecino, verdad? – le digo mientras se acerca a mi cama, aunque sé
que los verdaderos motivos son otros–. Ven aquí –extiendo un poco mi mano y la
coge enseguida.
Juan se sienta al borde de mi
cama. Mira hacía la ventana. Su mano está caliente. Me aprieta con firmeza,
pero apenas noto la presión. Coge el
mando de la cama y me incorpora. Así estoy más cómoda para hablar. Me acerca el
pañuelo de encima de la mesa. En cuanto me incorporo salivo sin control por las
comisuras de los labios. Lo sostengo y me limpio la boca. Dejo caer el brazo de
nuevo, enseguida. El dolor con cada movimiento es terrible. No ha enchufado la
luz, pero la claridad de la luna ilumina nuestros rostros. Le brillan las
sienes a causa del sudor. Me da unos pequeños sorbos del vaso que tengo junto a
la cama y me abanica con ahínco. Su mirada ha perdido fuerza en los últimos
días. Tiene las mejillas hundidas y pálidas.
-
No me molesta…la música –mi voz suena débil. Se preocupa por mí y sólo
quiere verme descansar. La música es el menor de mis problemas. De hecho, no me
desagrada. Tan sólo me produce sensaciones agridulces. Me recuerda tiempo
mejores, cuando estaba enganchada a ella y escuchaba a Wagner o Strauss a todas
horas. Sin embargo, evocar la sencilla imagen, habitual por aquel entonces, de
levantarme de la cama y cambiar el cd del equipo de música me hastía.
-
No quiero tener que hablar con él otra vez. Ya le dije cuál es nuestra
situación –se muerde el labio inferior y mira en dirección a la ventana-.
Los Palomino se habían mudado de
la parcela de al lado hace unos años, y estuvo en venta hasta hace un tiempo.
El “loquero nocturno”, como lo llama Juan, es nuestro nuevo vecino desde
entonces. Dormita durante el día y pasa consulta de noche. Sus métodos son
llamativos, por lo menos en lo que se refiere a la música clásica a todo
volumen. Me contó Juan que en la última reunión vecinal, los Conde, un par de
abuelitos jubilados que viven en una de las parcelas de la otra punta de la
urbanización, también aseguraban escucharla. Nosotros lindamos con aquel tipo. A
Juan le molesta bastante, sobretodo, por que pueda afectar a mi descanso.
-
¿Y qué está sonando ahora? –preguntó Juan.
La melodía suena fuerte. Juan la
conoce; la hemos escuchado juntos infinidad de veces. Adivinar cuál es la
melodía que suena se ha convertido en nuestro pequeño pasatiempo nocturno.
Ayudaba a calmar su carácter. Mi pasión por aquella música viene desde muy
jovencita, cuando mi padre escuchaba a Mozart en su gramófono.
-
La cabalgata de las Valquirias, de Wagner –dije.
-
Siempre te ha gustado Wagner.
La brisa se ha detenido por
completo y el bochorno en la habitación es sofocante. No siento apenas su
presión, pero el sudor de su mano moja la mía. Seco mi boca, las dos comisuras.
Vuelvo a dejar caer el brazo.
-
¿Te encuentras mejor que la otra noche?
-
Sí –digo-. Sería uno de esos reflejos... No te preocupes.
-
No tengo sueño. Estaba en una duermevela antes que sonara el maldito
Wagner. Puedo quedarme aquí tumbado contigo, hasta que te duermas. Luego iré a
descansar.
-
Sí. Aquí no puedes. Ve a tu cama.... Estoy bien.
No tengo reloj a mano. Si
tuviera reloj en mi mesita apenas podría ya girar mi cuello para ver la hora
que marcaría. Deben ser entre las 3 y las 4 de la madrugada. Juan no hace caso
de lo que le digo y se queda un poco allí, medio tumbado de cuerpo para arriba,
y medio sentado, con las piernas colgando. Me ha vuelto a bajar un poco con el
mando a una posición casi horizontal y ha cogido el pañuelo de mi mano para
dejarlo de nuevo sobre la mesa de noche.
El vecino es un tipo calvo y de
baja estatura. Lo sé por qué me lo dijo Juan, el día que fue a hablar con él. Le
expuso nuestra situación. Todo unos privilegiados, vamos. No entró en detalles,
así que no creo que le contara que su mujer había perdido la movilidad de
piernas y que sus extremidades superiores también comenzaban a desobedecerla; o
que comenzaban a fallarle los músculos que antaño le permitían comerse unos
espaguetis sin necesidad de convertirlos previamente en argamasa. Había sido
amable y comprensivo; incluso se había ofrecido a pasar en cualquier momento
del día para charlar conmigo, me dijo. Sin embargo, seguía sin hacer demasiado caso
respecto a la música. Tampoco debió mencionarle los resultados de las últimas
pruebas que me hicieron. Qué consuelo, ya no era yo la única ignorante sobre
este aspecto.
Hace unas semanas que debían estar
los resultados. Juan sale con evasivas cuando se lo pregunto. La mañana de hace
siete días sonó el teléfono. Era el médico. O su secretaria; o quien fuera el
encargado de turno para evitar dar la cara. Lo supe de inmediato. Intuición,
que se yo. Puede que a cambio de perder la movilidad en las piernas se me haya
disparado la capacidad cerebral, como cuando pierdes la vista, que tu sentido
del oído se multiplica por cinco, o por diez. Aunque mirándolo bien, me parece
un cambio de lo más absurdo. De todas formas, era la primera vez que lo hacían
así. Hablaron durante casi una hora, aunque no pude discernir el contenido. Subió
a verme casi otra hora después. Me dijo que era un tema de la imprenta, pero
que ya la había delegado en Pedro, su contable. Todavía le brillaban y se
apreciaba una rojez sobre el fondo blanco de sus ojos. A mí no me podía engañar.
Nunca en quince años lo había conseguido. Seguí insistiendo, pero cada vez
trataba de sonsacárselo, sus respuestas eran más contradictorias. La convicción
inicial en su respuesta de aquella mañana se había ido diluyendo. Sí que han
llamado del hospital, pero era para consultar tu evolución en este último mes,
dijo ayer, con la mirada en el suelo y unas gotitas de sudor surcándole la
frente. Quien se iba a creer que alguien iba a llamar para interesarse por mi
estado. Soy una paciente con ELA. Mi caso clínico es claro y no hay demasiada
empatía por esos lugares. Nadie puede permitírselo.
-
Debe estar preciosa esta noche –digo mirando el techo, con los ojos
bien abiertos. Me sorprende la intensidad con la que ilumina esta noche la
habitación. Parece una luna nueva, desconocida para mí.
Sonríe. La luz blanca incide
sobre su cara, resaltando las mejillas hundidas. Espero que esto no termine con
él antes que conmigo. Hay alguien que lo necesita.
-
¿Quién?
-
La Luna.
Nos quedamos mirándonos unos
instantes. Se había incorporado un poco y volvía a abanicarme. Me limpia las
comisuras y deja el pañuelo donde estaba. Levanto el brazo izquierdo y mantengo
mi mano sobre su espalda unos segundos, con esfuerzo. Sonreímos. Pero no es de
felicidad. Aunque sí me siento afortunada de tenerle cerca.
-
Quiero saberlo cariño. Creo que
tengo mi derecho.
-
¿El qué?
-
Ya lo sabes.
Juan mira hacia otra parte. A la
oscuridad del fondo de la habitación. Allí donde la luna no ilumina nada. La
música cesa de repente. Ahora sólo se escucha una chicharra a lo lejos. Niega
con la cabeza. Ya no tiene fuerzas para mentirme y siquiera desmiente que sabe
algo. Le sonrío, pero no me mira. Una lágrima recorre su mejilla, cayendo por
el mentón y yendo a parar justo sobre nuestras manos entrelazadas. Niega con
más rotundidad. Tiene la dentadura apretada y se marca su mandíbula a cada
costado de la cara. No es capaz de decírmelo. Sea lo que sea, insisto en
conocerlo, aunque un escalofrío recorre mi cuerpo sólo de pensar en la posible
respuesta. Estar o no preparada para conocer algo así es difícil de concretar.
Me mira de nuevo. Suda como si le hubieran vertido una vasija de agua sobre el
cogote. Me abanica y limpia la saliva de mis comisuras, que casi me llega hasta
la barbilla. Nos quedamos en silencio. Sigue negando con la cabeza.
-
Déjalo, por favor. No llamó nadie. Simplemente se equivocaron al
llamar –se levanta y se pone las zapatillas. Su cara ensombrece-. No hay nada
más. Deja de insistir.
Se sienta. Yo dejo de insistir y
ambos callamos. Relaja su postura de nuevo y suelta la mandíbula. Está
enfadado, pero no conmigo. Si no me equivoco, tampoco él tiene demasiado claro
a quien señalar y cargar el muerto de todo esto.
-
No podíamos querernos tanto, ¿verdad? –digo y esbozo una media
sonrisa-. Algo tenía que fallar- paro unos instantes, tomo aliento y sigo-. ¿No
nos podíamos respetar y amar como lo hacíamos? ¿Está prohibido acaso? –respiro
de nuevo, aunque ahora noto algo de fatiga y continúo-. Estas cosas siempre
fallan. Algo siempre acaba torciéndose por el camino.
Juan no puede hablar. Más
lágrimas brotan de sus ojos, ya sin control. Me siento bastante agotada. Hace
días que no hablo tanto. Me abraza. Me abraza con fuerza unos instantes. Siento
su abrazo intenso. Me rodea por completo, me coge los brazos con sus manos.
Aprieta con fuerza. Está reteniéndome, pero no me voy a ir a ninguna parte. No
esta noche.
-
Enséñame la luna. Quiero verla. La siento muy cerca esta noche. Parece
contenta –no sé por qué digo esto. Me sorprendo a mí misma soltando aquello, a
duras penas y con un hilo de voz.
Llevo puesta una fina bata y
Juan sigue en calzoncillos, descalzo. Salimos a la terraza de atrás, hasta la
piscina. Me aparca a mí y a mi silla de ruedas en el borde la misma. El tacto
con la platina de metal donde apoyo los pies apacigua tenuemente la sensación
de bochorno. La acumulación de agua incrementa todavía más la sensación de
humedad. Sostengo con la mano derecha el pañuelo y me limpio cada cierto tiempo,
como en piloto automático. Juan se acomoda en una de las butacas que tenemos
alrededor de la piscina, junto a los setos. La ventana del vecino desde donde
salía la música sigue iluminada, aunque no se ve a nadie a través de ella. Una
luna exuberante se apoya encima de las montañas que rodean la urbanización.
Parece la continuación del sol crepuscular. Se distinguen desde lejos hasta las
cosas más diminutas. Veo una pincita de pelo al otro lado de la piscina, sobre
la piedra blanca. El agua está quieta, uniforme. No se ve en ella más que la
nada. Parece un líquido negro, apenas de un grisáceo brillante en la
superficie, sobre la lámina de agua. Sólo la luna se refleja con nitidez. Aquí
no está rodeada de estrellas ni de aviones cubriendo las rutas marcadas,
pasando regularmente cada cierto tiempo. Está sola, flotando en la oscuridad.
-
No te parece que el reflejo de la luna es muy real. Como si la auténtica
luna fuera la de aquí -digo mirándole y señalando con el dedo índice la luna
sobre la piscina- ¿No te parece increíble?
Juan mira la piscina, donde se
refleja la luna blanca, moviéndose al imperceptible vaivén del agua. Se rasca
la ceja con la mano derecha y entorna la mirada.
-
Ahora quiero tocarla, cariño. Creo que necesito llegar hasta ella. Se
trata de algo que debo hacer, sin más. Necesito que me ayudes.
Una nueva melodía comienza a
sonar desde la parcela contigua, ahogando el sonido estridente de la chicharra.
Esta vez con más fuerza que antes. Inunda el espacio que la luna ilumina. Juan
sabe lo que quiero hacer.
El agua está fría. La bata descansa ahora encima de los setos y mis
pezones se ponen duros en cuanto tocan el agua. Ambos estamos desnudos de
cintura para arriba. Juan me coge en volandas, envolviendo mis piernas con sus
brazos y sujetando mi cuello con su mano derecha, evitando que se me venza
hacia detrás. Nos situamos justo encima de ella, de la luna, y nos movemos con
su mismo vaivén. Todo parece más oscuro desde esta nueva perspectiva. Solo veo
el rostro de mi marido con nitidez. Como si la luna lo enfocase sólo a él. Algo
parecido a un cañón de luz de los que se usan en los espectáculos. Lo demás
apenas se distingue entre la nueva oscuridad.
-
¿Quieres saber lo que me contó
el médico? –dice. Sus pequeños ojos verdes y la barba remojada de tres días se
me antojan algo gracioso, como ridículo-. Si es realmente lo que quieres, lo
haré. No pienso que sea lo correcto, ni lo más justo para nadie. Por supuesto
que tampoco quiero hacerlo, pero si tanto te empeñas, te lo diré.
Me quedo en silencio un instante. Debo pensar antes de contestarle. Aunque
parezca contradictorio, ahora no me quiero precipitar. El vecindario parece
haber quedado a oscuras. Desvío la mirada de la suya y entre las sombra solo
distingo la claridad de la ventana, en la parcela del vecino. Ahora hay una
persona asomada por ella. No distingo su rostro, pero intuyo perfectamente su cabalgante
alopecia. Está sonriendo. Incluso a través de la ventana y con medio cuerpo
escondido, se ve que apenas medirá más de metro y medio. Sonrío en señal de
saludo. Me devuelve el saludo, haciendo una ligera inclinación de cabeza. Debo
dar una respuesta a Juan, pero me cuesta un poco pronunciarla. Algo está
sucediendo en mi interior. Tengo que pensarlo un momento. Es una cuestión
importante y a pesar de mi insistencia, necesito volver a replantearme todo. Mi
cabeza ha entrado en ebullición y siento que no puedo responder a la ligera. De
todas formas, aquello que diga o haga poco va a variar lo que suceda en
adelante. Nunca hubiera imaginado llegar a este lugar. No es una piscina, ni la
luna. Es un lugar extraño. No sé cómo ha sucedido. El vecino sigue asomado y
con una sonrisa en el rostro. Siento que deja de importarme lo que va a pasar
de aquí en adelante. Las ideas recurrentes de muerte, mi anhelo por conocer el
final,…, bien, pues siento como si hubiera atravesado una suerte de línea
imaginaria. La música sigue sonando, ahora incluso con mayor reverberación. La
lámina de agua comienza a moverse, como si hubieran puesto la piscina bajo los
fogones de una cocina industrial.
-
Quiero bailar cariño.
-
No bromees –dice él-, esto es algo serio.
-
No bromeo –digo-. Quiero que bailemos. Sabes bailar y tenemos música. Baila
conmigo.
Juan me mira extrañado, pero al
cabo de unos segundos me suelta las piernas y las deja libres. Me coge con un
brazo por la cintura, sujetándome fuerte, ayudado por el contrapeso del agua. Con
la otra me rodea la espalda por debajo de mi axila y me sujeta el cuello con su
mano. Comenzamos a bailar. Lo hace de maravilla. Es muy inteligente y aprendió
rapidísimo. El agua no para de hervir y cada vez con mayor fuerza. Nos movemos
de un lado al otro de la piscina, con el movimiento del agua. Seguimos
perfectamente el ritmo de la melodía. Sin dejar de bailar pregunta.
-
¿Qué es lo que suena ahora?
Sonrío. No había caído en la
cuenta hasta ahora, pero me era muy familiar. Como algo que has escuchado hasta
la saciedad y su efecto no te produce sorpresa al percibirlo de nuevo, aunque
haya pasado una eternidad.
-
Es Mozart, cariño –digo-. El Réquiem de Mozart.
Jorge Gallent
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