miércoles, 9 de enero de 2019

3r relato

BAILA


De nuevo, suena la música en mitad de la noche. Imagino que serán entre las 2 y las 3 de la madrugada. El calor asfixia como a pleno sol. Juan se levanta de nuestra cama, en la habitación contigua a la mía. No puedo verlo, pero se asoma por la ventana y busca con la mirada la única ventana con luz del vecino, desde donde sale la música. Estoy tumbada y trago con dificultad la saliva, pero no parece que vaya a atragantarme de nuevo. Maldice en voz baja –para no despertarnos-, y ojea los alrededores de la piscina en búsqueda de algún merodeador nocturno, o de algo así.  
Sale de nuestra habitación descalzo, en calzoncillos, en dirección a la mía. No lo escucho apenas, pero la puerta chirria al abrirse. Se asoma y espera ahí plantado unos segundos antes de irse, observándome. Hoy está todo en orden. Me gustaría verle ahí, apoyado en la puerta, pero ya ni eso. Sólo soy capaz de mirar hacía el techo, iluminado tenuemente por la luz de la luna. Así toda la noche. Todas las noches.
En la madrugada de hace un par de días por poco me ahogo. Juan todavía no se ha recuperado del susto. Comienzan a fallarme los músculos que producen la deglución y mi propia saliva estuvo a punto de jugarme una mala pasada. Es parte de la atrofia muscular, según el doctor Aspas. Un proceso degenerativo que terminará impidiéndome el habla, entre otras cosas. El pobre Juan no ha pegado ojo desde aquello. O quizá desde la llamada del propio doctor, hoy justo hace una semana.
Baja las escaleras hacía la cocina. Escucho la puerta de la nevera abriéndose. Desde la misteriosa llamada come a hurtadillas por las noches. Ya lo hizo hace unos años, en los peores momentos de la crisis, cuando estuvimos a punto de cerrar la empresa. Se hacía un sándwich tras otro con lo primero que pillaba y luego se atiborraba a chocolate. Sabe que lo escucho, que no descanso apenas debido a los dolores. Los calambres en los brazos son insufribles. No me extrañaría que también se fume un cigarrillo sentado en la mesa de la cocina. En sus momentos más bajos suele recaer. Sube de nuevo las escaleras con mucho cuidado, pero las viguetas se desperezan y emiten un sonido agudo. En mi habitación entra luz azulada por la ventana. La luna debe estar plena, radiante, vestida de gala. Alguien debe tener algo que celebrar. Yo debería celebrar que sigo aquí, que tengo a mi hija y a mi marido conmigo. La brisa caliente mece las finas cortinas de algodón produciendo desasosiego. Me gustaría darme la vuelta en la cama, sobre mí misma. Las zonas de mi piel en contacto con la sábana bajera están empapadas. Sólo una pequeña escora de noventa grados y tumbarme de costado. Hay demasiadas cosas que uno deja de poder hacer demasiado temprano.
Sube de nuevo las escaleras. Llevamos durmiendo separados un par de semanas, desde que dos tipos de espaldas interminables trajeron una cama especial. Mi movilidad se reduce a diario. No está siendo un proceso lento, como había vaticinado en primera instancia el doctor Aspas, según los resultados de las primeras pruebas. Hay quien no pierde la totalidad de las facultades motoras hasta pasados los primeros años de la enfermedad, había dicho claramente. Sin embrago, en cosa de tres meses, lo que fue un pequeño dolor de pierna derecha y una ligera pérdida de movilidad se ha convertido en piernas inútiles y una autosuficiencia frustrante.
Tarda en asomarse por el umbral de la puerta. Quizá haya parado en la habitación de Claudia, para ver si allí sigue todo en orden. Sólo faltaría que no fuera así, pero Juan está con los nervios de punta. Al igual que hace conmigo cada noche, observa a Claudia en la distancia, controlando como su pequeño diafragma acompasa el ritmo respiratorio mientras duerme profundamente. Todo marcha bien aquí. Solo aquí, debe de pensar. Las luces del pasillo siguen apagadas y de nuevo, siento alguien apoyado en la puerta. Abro los ojos, e inclino todo lo que puedo mi cuello. El movimiento es ínfimo, pero Juan lo percibe y entra, entrecerrando al pasar.
Mi primer pensamiento también tuvo una dirección clara. Así me vino a la mente, sentadita en su clase, jugando a las piezas con sus compañeros. Claudia. Tiene cinco años y ninguna culpa de que su madre haya contraído la enfermedad de la ELA.
-          Doctor, esto no es contagioso, ¿no? –fue mi contrataque a su retahíla de información acerca de la enfermedad y sus consecuencias.
-          No, para nada. Esta enfermedad afecta a…
-          Y esto, como se llama…por ser hija mía puede alguna vez a ella…. –no encontraba las palabras correctas. La imagen de Stephen Hawking en silla de ruedas se hizo nítida en mi cerebro, como si su espectro estuviese en aquella pequeña sala hablando en robótico.
-          Hereditario –dijo Juan.
-          No. Es una enfermedad que sólo daña su sistema… - dijo más cosas, con cara seria y mirándome a los ojos. No miraba a Juan. En ningún momento desvío sus ojos de los míos, como si así el mensaje calase con mayor hondura. No parpadeó apenas. Sólo me miraba a mí, pero a decir verdad, se focalizaba como en un punto fijo que tenía entre mis ojos. Estuve tentada de preguntarle si era una técnica que le habían enseñado en la Universidad para decir este tipo de diagnósticos. No lo hice.
Había acudido a la consulta pensando que los síntomas de dolor y adormilamiento en la pierna derecha se podían deber a las clases de baile que Juan y yo estábamos tomando desde hacía unos meses. Nunca había sufrido nada parecido. Yo he bailado siempre, desde la época escolar. Llegué a participar en campeonatos, representando a la federación. Hacía unos años que había dejado de practicarlo y pensé que los dolores podían deberse a poner en funcionamiento una vieja máquina desengrasada. Me había costado años convencer a Juan para que aprendiera a bailar conmigo. Siempre se excusaba en que el trabajo. Sin embargo, ahora que las cosas funcionaban en la empresa y nos habíamos acoplado perfectamente a nuestra nueva casa, por fin había accedido. Avanzaba deprisa. Creo que llegó a gustarle de verdad. 
-          Estoy despierta –digo con un hilo de voz.
-          Descansa cariño, no quería despertarte, me voy a dormir enseguida –dice un poco atropellado. Mide uno noventa y es casi tan alto como la puerta.
-          ¿El vecino, verdad? – le digo mientras se acerca a mi cama, aunque sé que los verdaderos motivos son otros–. Ven aquí –extiendo un poco mi mano y la coge enseguida.
Juan se sienta al borde de mi cama. Mira hacía la ventana. Su mano está caliente. Me aprieta con firmeza, pero apenas noto la presión.  Coge el mando de la cama y me incorpora. Así estoy más cómoda para hablar. Me acerca el pañuelo de encima de la mesa. En cuanto me incorporo salivo sin control por las comisuras de los labios. Lo sostengo y me limpio la boca. Dejo caer el brazo de nuevo, enseguida. El dolor con cada movimiento es terrible. No ha enchufado la luz, pero la claridad de la luna ilumina nuestros rostros. Le brillan las sienes a causa del sudor. Me da unos pequeños sorbos del vaso que tengo junto a la cama y me abanica con ahínco. Su mirada ha perdido fuerza en los últimos días. Tiene las mejillas hundidas y pálidas.
-          No me molesta…la música –mi voz suena débil. Se preocupa por mí y sólo quiere verme descansar. La música es el menor de mis problemas. De hecho, no me desagrada. Tan sólo me produce sensaciones agridulces. Me recuerda tiempo mejores, cuando estaba enganchada a ella y escuchaba a Wagner o Strauss a todas horas. Sin embargo, evocar la sencilla imagen, habitual por aquel entonces, de levantarme de la cama y cambiar el cd del equipo de música me hastía.  
-          No quiero tener que hablar con él otra vez. Ya le dije cuál es nuestra situación –se muerde el labio inferior y mira en dirección a la ventana-.
Los Palomino se habían mudado de la parcela de al lado hace unos años, y estuvo en venta hasta hace un tiempo. El “loquero nocturno”, como lo llama Juan, es nuestro nuevo vecino desde entonces. Dormita durante el día y pasa consulta de noche. Sus métodos son llamativos, por lo menos en lo que se refiere a la música clásica a todo volumen. Me contó Juan que en la última reunión vecinal, los Conde, un par de abuelitos jubilados que viven en una de las parcelas de la otra punta de la urbanización, también aseguraban escucharla. Nosotros lindamos con aquel tipo. A Juan le molesta bastante, sobretodo, por que pueda afectar a mi descanso.
-          ¿Y qué está sonando ahora? –preguntó Juan.
La melodía suena fuerte. Juan la conoce; la hemos escuchado juntos infinidad de veces. Adivinar cuál es la melodía que suena se ha convertido en nuestro pequeño pasatiempo nocturno. Ayudaba a calmar su carácter. Mi pasión por aquella música viene desde muy jovencita, cuando mi padre escuchaba a Mozart en su gramófono.
-          La cabalgata de las Valquirias, de Wagner –dije.
-          Siempre te ha gustado Wagner.
La brisa se ha detenido por completo y el bochorno en la habitación es sofocante. No siento apenas su presión, pero el sudor de su mano moja la mía. Seco mi boca, las dos comisuras. Vuelvo a dejar caer el brazo.
-          ¿Te encuentras mejor que la otra noche?
-          Sí –digo-. Sería uno de esos reflejos... No te preocupes.
-          No tengo sueño. Estaba en una duermevela antes que sonara el maldito Wagner. Puedo quedarme aquí tumbado contigo, hasta que te duermas. Luego iré a descansar.
-          Sí. Aquí no puedes. Ve a tu cama.... Estoy bien.
No tengo reloj a mano. Si tuviera reloj en mi mesita apenas podría ya girar mi cuello para ver la hora que marcaría. Deben ser entre las 3 y las 4 de la madrugada. Juan no hace caso de lo que le digo y se queda un poco allí, medio tumbado de cuerpo para arriba, y medio sentado, con las piernas colgando. Me ha vuelto a bajar un poco con el mando a una posición casi horizontal y ha cogido el pañuelo de mi mano para dejarlo de nuevo sobre la mesa de noche.
El vecino es un tipo calvo y de baja estatura. Lo sé por qué me lo dijo Juan, el día que fue a hablar con él. Le expuso nuestra situación. Todo unos privilegiados, vamos. No entró en detalles, así que no creo que le contara que su mujer había perdido la movilidad de piernas y que sus extremidades superiores también comenzaban a desobedecerla; o que comenzaban a fallarle los músculos que antaño le permitían comerse unos espaguetis sin necesidad de convertirlos previamente en argamasa. Había sido amable y comprensivo; incluso se había ofrecido a pasar en cualquier momento del día para charlar conmigo, me dijo. Sin embargo, seguía sin hacer demasiado caso respecto a la música. Tampoco debió mencionarle los resultados de las últimas pruebas que me hicieron. Qué consuelo, ya no era yo la única ignorante sobre este aspecto.
Hace unas semanas que debían estar los resultados. Juan sale con evasivas cuando se lo pregunto. La mañana de hace siete días sonó el teléfono. Era el médico. O su secretaria; o quien fuera el encargado de turno para evitar dar la cara. Lo supe de inmediato. Intuición, que se yo. Puede que a cambio de perder la movilidad en las piernas se me haya disparado la capacidad cerebral, como cuando pierdes la vista, que tu sentido del oído se multiplica por cinco, o por diez. Aunque mirándolo bien, me parece un cambio de lo más absurdo. De todas formas, era la primera vez que lo hacían así. Hablaron durante casi una hora, aunque no pude discernir el contenido. Subió a verme casi otra hora después. Me dijo que era un tema de la imprenta, pero que ya la había delegado en Pedro, su contable. Todavía le brillaban y se apreciaba una rojez sobre el fondo blanco de sus ojos. A mí no me podía engañar. Nunca en quince años lo había conseguido. Seguí insistiendo, pero cada vez trataba de sonsacárselo, sus respuestas eran más contradictorias. La convicción inicial en su respuesta de aquella mañana se había ido diluyendo. Sí que han llamado del hospital, pero era para consultar tu evolución en este último mes, dijo ayer, con la mirada en el suelo y unas gotitas de sudor surcándole la frente. Quien se iba a creer que alguien iba a llamar para interesarse por mi estado. Soy una paciente con ELA. Mi caso clínico es claro y no hay demasiada empatía por esos lugares. Nadie puede permitírselo.
-          Debe estar preciosa esta noche –digo mirando el techo, con los ojos bien abiertos. Me sorprende la intensidad con la que ilumina esta noche la habitación. Parece una luna nueva, desconocida para mí.
Sonríe. La luz blanca incide sobre su cara, resaltando las mejillas hundidas. Espero que esto no termine con él antes que conmigo. Hay alguien que lo necesita.
-          ¿Quién?
-          La Luna.
Nos quedamos mirándonos unos instantes. Se había incorporado un poco y volvía a abanicarme. Me limpia las comisuras y deja el pañuelo donde estaba. Levanto el brazo izquierdo y mantengo mi mano sobre su espalda unos segundos, con esfuerzo. Sonreímos. Pero no es de felicidad. Aunque sí me siento afortunada de tenerle cerca.
-           Quiero saberlo cariño. Creo que tengo mi derecho.
-          ¿El qué?
-          Ya lo sabes.
Juan mira hacia otra parte. A la oscuridad del fondo de la habitación. Allí donde la luna no ilumina nada. La música cesa de repente. Ahora sólo se escucha una chicharra a lo lejos. Niega con la cabeza. Ya no tiene fuerzas para mentirme y siquiera desmiente que sabe algo. Le sonrío, pero no me mira. Una lágrima recorre su mejilla, cayendo por el mentón y yendo a parar justo sobre nuestras manos entrelazadas. Niega con más rotundidad. Tiene la dentadura apretada y se marca su mandíbula a cada costado de la cara. No es capaz de decírmelo. Sea lo que sea, insisto en conocerlo, aunque un escalofrío recorre mi cuerpo sólo de pensar en la posible respuesta. Estar o no preparada para conocer algo así es difícil de concretar. Me mira de nuevo. Suda como si le hubieran vertido una vasija de agua sobre el cogote. Me abanica y limpia la saliva de mis comisuras, que casi me llega hasta la barbilla. Nos quedamos en silencio. Sigue negando con la cabeza.
-          Déjalo, por favor. No llamó nadie. Simplemente se equivocaron al llamar –se levanta y se pone las zapatillas. Su cara ensombrece-. No hay nada más. Deja de insistir.
Se sienta. Yo dejo de insistir y ambos callamos. Relaja su postura de nuevo y suelta la mandíbula. Está enfadado, pero no conmigo. Si no me equivoco, tampoco él tiene demasiado claro a quien señalar y cargar el muerto de todo esto.
-          No podíamos querernos tanto, ¿verdad? –digo y esbozo una media sonrisa-. Algo tenía que fallar- paro unos instantes, tomo aliento y sigo-. ¿No nos podíamos respetar y amar como lo hacíamos? ¿Está prohibido acaso? –respiro de nuevo, aunque ahora noto algo de fatiga y continúo-. Estas cosas siempre fallan. Algo siempre acaba torciéndose por el camino.
Juan no puede hablar. Más lágrimas brotan de sus ojos, ya sin control. Me siento bastante agotada. Hace días que no hablo tanto. Me abraza. Me abraza con fuerza unos instantes. Siento su abrazo intenso. Me rodea por completo, me coge los brazos con sus manos. Aprieta con fuerza. Está reteniéndome, pero no me voy a ir a ninguna parte. No esta noche.
-          Enséñame la luna. Quiero verla. La siento muy cerca esta noche. Parece contenta –no sé por qué digo esto. Me sorprendo a mí misma soltando aquello, a duras penas y con un hilo de voz.
Llevo puesta una fina bata y Juan sigue en calzoncillos, descalzo. Salimos a la terraza de atrás, hasta la piscina. Me aparca a mí y a mi silla de ruedas en el borde la misma. El tacto con la platina de metal donde apoyo los pies apacigua tenuemente la sensación de bochorno. La acumulación de agua incrementa todavía más la sensación de humedad. Sostengo con la mano derecha el pañuelo y me limpio cada cierto tiempo, como en piloto automático. Juan se acomoda en una de las butacas que tenemos alrededor de la piscina, junto a los setos. La ventana del vecino desde donde salía la música sigue iluminada, aunque no se ve a nadie a través de ella. Una luna exuberante se apoya encima de las montañas que rodean la urbanización. Parece la continuación del sol crepuscular. Se distinguen desde lejos hasta las cosas más diminutas. Veo una pincita de pelo al otro lado de la piscina, sobre la piedra blanca. El agua está quieta, uniforme. No se ve en ella más que la nada. Parece un líquido negro, apenas de un grisáceo brillante en la superficie, sobre la lámina de agua. Sólo la luna se refleja con nitidez. Aquí no está rodeada de estrellas ni de aviones cubriendo las rutas marcadas, pasando regularmente cada cierto tiempo. Está sola, flotando en la oscuridad.
-          No te parece que el reflejo de la luna es muy real. Como si la auténtica luna fuera la de aquí -digo mirándole y señalando con el dedo índice la luna sobre la piscina- ¿No te parece increíble?
Juan mira la piscina, donde se refleja la luna blanca, moviéndose al imperceptible vaivén del agua. Se rasca la ceja con la mano derecha y entorna la mirada.
-          Ahora quiero tocarla, cariño. Creo que necesito llegar hasta ella. Se trata de algo que debo hacer, sin más. Necesito que me ayudes.
Una nueva melodía comienza a sonar desde la parcela contigua, ahogando el sonido estridente de la chicharra. Esta vez con más fuerza que antes. Inunda el espacio que la luna ilumina. Juan sabe lo que quiero hacer.
El agua está fría. La bata descansa ahora encima de los setos y mis pezones se ponen duros en cuanto tocan el agua. Ambos estamos desnudos de cintura para arriba. Juan me coge en volandas, envolviendo mis piernas con sus brazos y sujetando mi cuello con su mano derecha, evitando que se me venza hacia detrás. Nos situamos justo encima de ella, de la luna, y nos movemos con su mismo vaivén. Todo parece más oscuro desde esta nueva perspectiva. Solo veo el rostro de mi marido con nitidez. Como si la luna lo enfocase sólo a él. Algo parecido a un cañón de luz de los que se usan en los espectáculos. Lo demás apenas se distingue entre la nueva oscuridad.

-          ¿Quieres saber lo que me contó el médico? –dice. Sus pequeños ojos verdes y la barba remojada de tres días se me antojan algo gracioso, como ridículo-. Si es realmente lo que quieres, lo haré. No pienso que sea lo correcto, ni lo más justo para nadie. Por supuesto que tampoco quiero hacerlo, pero si tanto te empeñas, te lo diré.

Me quedo en silencio un instante. Debo pensar antes de contestarle. Aunque parezca contradictorio, ahora no me quiero precipitar. El vecindario parece haber quedado a oscuras. Desvío la mirada de la suya y entre las sombra solo distingo la claridad de la ventana, en la parcela del vecino. Ahora hay una persona asomada por ella. No distingo su rostro, pero intuyo perfectamente su cabalgante alopecia. Está sonriendo. Incluso a través de la ventana y con medio cuerpo escondido, se ve que apenas medirá más de metro y medio. Sonrío en señal de saludo. Me devuelve el saludo, haciendo una ligera inclinación de cabeza. Debo dar una respuesta a Juan, pero me cuesta un poco pronunciarla. Algo está sucediendo en mi interior. Tengo que pensarlo un momento. Es una cuestión importante y a pesar de mi insistencia, necesito volver a replantearme todo. Mi cabeza ha entrado en ebullición y siento que no puedo responder a la ligera. De todas formas, aquello que diga o haga poco va a variar lo que suceda en adelante. Nunca hubiera imaginado llegar a este lugar. No es una piscina, ni la luna. Es un lugar extraño. No sé cómo ha sucedido. El vecino sigue asomado y con una sonrisa en el rostro. Siento que deja de importarme lo que va a pasar de aquí en adelante. Las ideas recurrentes de muerte, mi anhelo por conocer el final,…, bien, pues siento como si hubiera atravesado una suerte de línea imaginaria. La música sigue sonando, ahora incluso con mayor reverberación. La lámina de agua comienza a moverse, como si hubieran puesto la piscina bajo los fogones de una cocina industrial.
-          Quiero bailar cariño.
-          No bromees –dice él-, esto es algo serio.
-          No bromeo –digo-. Quiero que bailemos. Sabes bailar y tenemos música. Baila conmigo.
Juan me mira extrañado, pero al cabo de unos segundos me suelta las piernas y las deja libres. Me coge con un brazo por la cintura, sujetándome fuerte, ayudado por el contrapeso del agua. Con la otra me rodea la espalda por debajo de mi axila y me sujeta el cuello con su mano. Comenzamos a bailar. Lo hace de maravilla. Es muy inteligente y aprendió rapidísimo. El agua no para de hervir y cada vez con mayor fuerza. Nos movemos de un lado al otro de la piscina, con el movimiento del agua. Seguimos perfectamente el ritmo de la melodía. Sin dejar de bailar pregunta.
-          ¿Qué es lo que suena ahora?
Sonrío. No había caído en la cuenta hasta ahora, pero me era muy familiar. Como algo que has escuchado hasta la saciedad y su efecto no te produce sorpresa al percibirlo de nuevo, aunque haya pasado una eternidad.
-          Es Mozart, cariño –digo-. El Réquiem de Mozart.


Jorge Gallent




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