DON RAFAEL
¡Rafael! ¡Qué
recuerdos me trae escuchar su nombre! Se refiera a quien sea siempre lo
recuerdo a usted.
Muchos le
consideraron un vividor pero para mí fue un maestro. Nunca le vi trabajar pero
le vi vivir.
Era difícil
comprender como usted había llegado a donde llegó. Empezando por su título de
aparejador. No sé podía entender cómo una persona, a la que no veíamos estudiar nunca nada y leer sólo el diario o
novelas policíacas, hubiera tenido un título universitario.
Lo pude intuir
cuando nos explicó a los compañeros de trabajo su examen de dibujo en el primer
curso de la universidad. Como tenía claro que no aprobaría nunca esa asignatura
se buscó un enchufe con el examinador. Lo obtuvo a través de un titulado amigo de
su padre y del que le examinaba. Aún así no se fiaba que le fueran a aprobar y
por ello contrató a un delineante para que hiciera el dibujo por usted. ¡Que
risas cuando nos contó como exclamó el profesor "vaya es la primera vez
que me recomiendan a uno que sabe dibujar"!
Sí, fueron
risas lo que más recibí de usted en aquellos primeros años de trabajo en la
administración. Risas y olor a tabaco de los tres paquetes diarios que se
fumaba.
No le
costaba nada contar anecdotas de su vida. Nos dijo que, cuando acabó la
carrera, trabajó unos años en la construcción de casas en el nuevo Loriguilla
hasta que se fue a Málaga donde, según nos dijo, dejó de trabajar para empezar
a vivir.
Entendía
usted por vivir el levantarse a las 10 para ir a desayunar con los clientes, para
tomar un aperitivo o incluso ir a comer con ellos. Se podía entender de sus
palabras que tras la comida se acababa el ajetreo. Vivió vendiendo pisos de
Sofico Renta hasta que, con la crisis del petróleo, se descubrió la estafa y se
quedó sin trabajo.
Usted fue de
los que nació de pie. Su mujer, con título de abogada aún no estrenado, le
trajo de nuevo a Valencia. Aquí ella se puso a ejercer en el bufete de su
hermana.
Pero un
señor con su reputación no podía ser un mantenido siendo padre de tres hijos.
Volvió a tocar los contactos necesarios para que, antes que vinieran cambios
democráticos, pudiera obtener un puesto de "empleado público". Lo
digo así para no usar la palabra trabajo relacionada con su desempeño
profesional.
Era aún más
incomprensible para sus compañeros que hubiese aprobado una oposición. Los
enchufes tuvieron que trabajar mucho ya que un funcionario de un pueblo se
empeñó en ganar la plaza que le habían creado para usted. Aquel osado no lo
consiguió y yo solo puedo decir que me alegro mucho no haber tenido que estar
en ese tribunal calificador.
Otros le
criticaban en el despacho sin valorar el magnífico ambiente de trabajo que
creaba. Siempre escuchabas una risa, un buen chiste y sus exageraciones del
calibre "No hago más porque si me encargo yo os dejo a todos sin trabajo”.
Tenía usted
la curiosa cualidad de poder decir las burradas que le apetecía a quien quería
y hacerle reir con la ofensa. Con las compañeras era bien diferente. A ellas
nunca las menospreciaba, era todo un caballero. Era machista, como los hombres
de su época, pero educado.
Fuera del
trabajo, donde era el juerguista mayor, se dedicaba a tratar de seducir a
cuantas más chicas -o no tan chicas- podía. Agradecía la compañía de los dos
pipiolos recien llegados al despacho. Eramos un buen anzuelo para acercarse a
ellas. Nunca me sentí utilizado ya que, con su colaboración, viví el período de
vida de más éxito con las mujeres.
Fuera del
despacho era la mejor compañía para divertirse. La máxima expresión se producía
en fallas. Era usted el "alma mater" de una falla donde sus
componentes nunca le dejaron ser ni presidente ni tesorero, pero era usted el
que mandaba y decidía donde y como gastar el dinero.
La falla
era de la mínima categoría, pero las verbenas, el bar, las comidas y la fiesta
era de primera categoría.
Participamos
gustosos de su inventiva. Así, una vez, fuimos porteadores del féretro en el entierro
ficticio de un fallero. Nos acompañaban otros falleros que daban
desgarradores gemidos de dolor por la
pérdida. Este cortejo fúnebre llegó al puticlub del barrio donde intentamos entrar
infructuosamente. Al final el muerto revivió en la puerta del puticlub y no
dentro como pretendíamos.
Fue una pérdida
que lo trasladaran al laboratorio del área de carreteras. Allí descubrió nuevos
compañeros que lo quisieron aún más que nosotros. En el despacho fui yo quien le
echó mucho de menos.
Al menos
seguimos viéndonos. Los dos pipiolos con su maestro salíamos de cena y copas o
quedábamos para unas partidas de poker donde siempre nos ganaba. Tengo muy viva
en mi memoria la imagen suya saliendo al balcón de mi casa una la noche
gritando: "¡Policía, vengan a detenerme. Estoy robando a mis amigos!".
Desde aquella noche nuestras partidas fueron con fotocopias de billetes.
El tiempo
pasó y un día sin avisar, cuando estaba por llegar el esperado momento de su
jubilación, nos abandonó. Me gusta pensar que decidió que su vida había sido un
jubileo y no necesitaba ninguna fiesta más. Ya las había vivido todas. No le
traigo flores. Traigo la petaca de whisky para brindar por mi maestro. Como
usted lo habría deseado.
José Luis Romero
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