Mi nombre es Lula y me crié en un circo. Cuando era pequeña adoraba mi vida, mis padres eran trapecistas y yo soñaba con ser bailarina y hacer piruetas encima de un elefante.
El día de Reyes del año en que cumplí los diecisiete, mi madre saltó de su columpio como siempre, sonriendo, pero no pudo agarrarse a mi padre que estiró sus brazos balanceándose y viendo como ella caía al vacío. En un segundo dejó de ser una belleza vestida con plumas y lentejuelas para convertirse en una muñeca rota; su vestido se tiñó de rojo y su dentadura postiza – la suya la perdió cuando tenía veinte años en su primera caída – rodó hasta mis pies. A mí me quedó un retrato que hizo de ella un pintor de poco talento y a mi padre sentimientos de soledad y culpa que le sumieron en un estado de tristeza eterna.
Pasaron los meses y empecé a temer que mi padre me contagiara de aquella pena, entonces, egoistamente decidí marcharme del circo. Me fui a casa de mi abuela que vivía en una pequeña ciudad de provincia – de esas en las que la gente se conoce y hay de todo, incluso aires de grandeza y gran capital –me recibió con una alegría de la que yo me había olvidado. A los pocos días ya trabajaba en el mercado del barrio con doña Manuela vendiendo pescado en un local húmedo y frío, el olor se me metió en el alma, pero con el dinerillo que sacaba me podía pagar las clases de baile, un sueño al que nunca renuncié; y mientras, mi vida transcurría con una plácida monotonía que a mí me servía de bálsamo en la herida de la muerte de mi madre.
El día de Reyes del año en que cumplí los diecinueve, doña Manuela no acudió a abrir el puesto y cuando fuimos a su casa a buscarla, allí estaba, sentada en su sillón con la dentadura postiza colgando de sus labios y la mirada seca y fría clavada en un cuadro que pintó su primo Andrés antes de marcharse a París para triunfar como pintor.
Decidí que era el momento de empezar mi carrera como bailarina, estaba preparada y todos decían que tenía talento. Pobre de mí, sin padrino, con la juventud como consejera y la piel forrada de rebeldía, acabé bailando en un club de striptease. Ganaba mucho dinero, no tanto por bailar como por sonreír.
El día de Reyes del año en que cumplí los veintiuno, me cansé de esa vida tan sórdida y de ver como mi abuela poco a poco fue pasando de la alegría de tenerme con ella al dolor de adivinarme un futuro más como puta que como gran bailarina. Con el dinero que había ahorrado le compré una dentadura postiza para que sonriera otra vez y un billete de tren para regresar al circo, con mi padre, a casa.
Cuando entré en la roulotte quedé fascinada; mi padre para combatir su dolor por la muerte de mi madre y mi huida, había llenado aquel pequeño hogar con cuadros llenos de color. Los pinceles no solo le convirtieron en un pintor de mucho talento, también consiguieron hacer de él al fin un hombre sin pena.
El día de Reyes del año en que cumplí los veintitrés, mi padre aplaudía radiante mientras yo giraba y giraba feliz subida en un elefante.
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