martes, 20 de noviembre de 2018



Relato propuesto por el Taller de Escritura
Joseantonio Nogales

LA LUNA TEÑIDA DE ROJO

La situación se había hecho tan critica que era peligroso andar por las calles. Sin embargo, aquella tarde negra de fin de año, aunque era arriesgado, yo tenía que salir a buscar cigarrillos como fuera. (la ansiedad se impuso). 

Hacía más de una semana que estábamos sin luz en la escalera, y el ascensor hacía otro tanto que no funcionaba. Decidido, bajé a tientas los diez pisos que me separaban de la puerta de entrada al bloque. La calle era una penumbra invadida por un viento helado que a través de los poros te penetraba hasta los huesos. Una figura solitaria cruzó la calle frente a mí con paso errabundo que parecía decirte: “No voy a ningún parte”.
Tras mucho callejear, encontré abierto un garito sucio y maloliente, ocupado por unos pocos clientes refugiados en el alcohol de sus soledades. Miré por los rincones y junto a la máquina de tabaco vi un letrero mal escrito que ponía: “Aberiada”. El camarero, que me observaba con gesto desganado, hizo un movimiento de cabeza señalándome a un viejo sentado en un velador junto a la puerta.
― ¿Buscas tabaco muchacho? ― Oí que me decía el viejo sin mirarme. ― ¿Qué tabaco tienes? ― le respondí secamente, observando su aspecto desaliñado. Sin levantar la cabeza, metió la mano en el bolsillo de un sucio chaquetón y sacó un paquete arrugado de Lucky Strike: ―son quinientas pesetas― me dijo sin mirarme. ―Está bien, me lo quedo. Saqué un billete de la cartera y se lo entregué. Es lo que hay, pensé. Me senté en un taburete junto a la barra, pedí un coñac y, con gran placer, encendí un delicioso cigarrillo.
Cuando volví a casa eran casi las ocho y una niebla densa y fría hacía aún más insoportable la calle. Cerré con llave tras entrar en la soledad de mi casa. Saqué la última botella de vino que me quedaba en el botellero y me puse una copa bien servida. Me senté en mi mesa de trabajo y observé detenidamente el dibujo que estaba haciendo. Cogí el “posca” con punta de 8 mm y rellené de negro su fondo sin dejar un solo claro en el papel. Me serví otra copa y encendí un cigarro.

 Cuando empezó todo aquello, lo recuerdo bien, parecía que el tiempo corría a toda prisa. Habían desaparecido las hojas secas de aquel otoño del siglo pasado y tras los primeros días de cielos rojos y tormentas negras se adelantó el invierno cargado de lluvias incesantes y vientos fríos. 

Las navidades encontraron un marco ideal de paisajes nevados, inclemencias y temperaturas bajo cero. El sol apenas si se dejaba ver y su apariencia distante era puro simbolismo.

Los comentarios y exclamaciones de la gente se repetían a diario:” ¡Pero bueno, cuando se acabará este mal tiempo!, ¡No se ve un alma por la calle!, ¡Dios mío todo el día con la estufa puesta y la casa sigue helada! He oído decir que van a cerrar los colegios. El pronóstico es que todo va a seguir igual”. Estas eran las frases que, ya avanzado marzo, se oían repetidas por las calles, en los bares, en los establecimientos públicos. Mientras tanto, en las caras de todos nosotros se empezaba a dibujar la incredulidad y la preocupación.

Llegó de nuevo la primavera y con ella - que no era - el miedo y la zozobra nos invadió a todos. Los cielos seguían siendo negros y las lluvias, salvo cortos intervalos, no cesaban. Los arboles no recuperaron sus brotes y las plantas perdieron su color y comenzaron a morir. El amanecer se quedó olvidado en aquel atardecer que ya nadie recordaba, y nosotros nos convertimos en sombras silenciosas deambulando sin rumbo ni esperanza.

Llegaron los meses de verano y los rayos del sol seguían escondidos en el cielo infinito (ni un solo resquicio en aquel inconmensurable telón negro que lo cubría). La oscuridad y el frío se hicieron cada vez más intensos. Las fuentes de energía se agotaron y los alimentos empezaron a escasear. Aumentaron y se extendieron las enfermedades y la atención médica y los pocos hospitales que quedaban abiertos, no daban abasto para atender a tantos enfermos aquejados de algo que no sabían qué era. 

Nos anunciaron que todo aquello acabaría pronto, que no nos alarmáramos, que guardáramos la calma, que permaneciéramos en casa tranquilos, que la situación se normalizaría. Pero los días seguían pasando y el escaparate de nuestras vidas seguía siendo cada vez más triste y angustioso.

Cerraron los colegios. Cerraron los comercios y los bares. Cesaron los servicios de telefonía y comunicación. La televisión y la radio dejaron las pantallas en blanco y mudas las emisoras. Nadie sabía nada, nadie podía ofrecernos la más mínima esperanza. Cerraron los aeropuertos y los trenes dejaron de circular. Cerraron los organismos públicos y nos dejaron a solas con nuestro miedo sin la posibilidad de huir a ninguna parte. Sin la esperanza de encontrar alguna explicación y remedio a aquella tragedia. 

Las calles y las plazas eran un triste decorado que permanecía inmutable. En su quietud, vacías y negras, solo la tenue luz de alguna farola en algún parque solitario te invitaba a pasear, para que vieras sobrecogido, las sombras alargadas y fantasmales de los desnudos árboles.

Y así, día tras día, llegó la noche de fin de año. Las calles seguían oscuras y solitarias, invadidas únicamente por los faros y las sirenas de las ambulancias camino de los hospitales. Las lunas de los escaparates eran cuevas de cristales rotos y refugio de mendigos muertos. 

Aquella noche yo estaba solo en casa. Hacía meses que mi vida había cambiado y ahora enfrentaba esta situación con miedo, mucho miedo y sin ninguna esperanza. Allí estaba mi mesa de trabajo llena de papeles, de dibujos, de recuerdos.

Dejé el bolígrafo en la mesa, arranqué la hoja de mi cuaderno de notas y la rompí en mil pedazos: ¿Qué sentido tenía aquella patética despedida? Me levanté y, como otras veces, me asomé al balcón de la terraza de aquel décimo piso que daba a la avenida y aspiré una bocanada de tinieblas. Solo quedaban unos segundos para que sonaran en la torre de aquella vieja iglesia del barrio las últimas campanadas de fin de año. Me recosté sobre la barandilla del balcón, encendí un cigarro y me dispuse a escucharlas mientras exhalaba el aliento frío y gris de una intensa calada. Poco después, las campanas enmudecieron dejando en mis oídos el eco perdido de su bronce.

Ahora, pasado el tiempo, recuerdo y siento muy vivo el instante de aquella irónica sonrisa que apareció en mis labios. Miré al vació, aspiré con ganas el humo de mi cigarrillo y me dije: ¡Feliz año nuevo, estúpido! Después, me incorporé sobre la barandilla y al coger impulso, un nuevo instante me paralizó: Un claro de luz bañaba la calle. Miré al cielo y, sobrecogido, vi una senda iluminada y en ella una nube blanca envolviendo en sus bucles a la luna teñida de rojo.

Creo que debí perder el sentido, pues la mañana clara de un nuevo día me sorprendió acurrucado en el hueco de mi balcón.    

    

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