Castro bajó nervioso del taxi, dejando caer torpemente sus utensilios en el suelo mojado. Recogió sus cosas del suelo, sacó el lienzo del coche y corrió hacia el techo más cercano. El grito del taxista le apartó de sus nerviosos pensamientos. No había pagado el taxi.
La lluvia se desprendía con fuerza de un cielo oscuro, apagado, creando una densa cortina de agua entre el pintor y el visiblemente irritado taxista. Para cuando volvió junto a sus cosas ya estaba completamente empapado, con el agua calando por los pliegues más recónditos de su ropa, por lo que cargó con sus utensilios apoyados en sus antebrazos, evitando así el contacto con su ropa. No tardó en darse cuenta de que toda aquella escena, de principio a final, fue presenciada por dos corpulentos porteros que le miraban con curiosidad, cosa que acrecentó su nerviosismo. Aquel quizás fuese el club de striptease más sórdido de toda la periferia de París, y aunque aquellos dos gorilas estaban más que acostumbrados a ver pasar a tipos excéntricos y con el alma turbia, nunca habían visto a un hombre con un lienzo blanco intentado entrar en el club. Cuando se presentó ante ellos, se miraron confundidos.
- ¿Qué llevas ahí en la mochila? Déjame ver- dijo el portero de la derecha, tomando la iniciativa.
Tenían por norma no increpar a los clientes por sus excentricidades, al fin y al cabo los más raros eran los que mejor pagaban. Pero cuando se trabaja rodeado de locos, las mochilas cerradas no son buenas para el negocio. Comprobó el contenido de la mochila y se lo mostró a su compañero, con el ceño fruncido. Había dos pinceles, un lápiz, y unos pequeños botes de pintura. Castro, mientras tanto, miraba al suelo avergonzado, esperando el veredicto de los cerberos que estaban toqueteando algo tan íntimo como su pincel.
- ¿Para que es todo esto? ¿Qué planeas? - preguntó el portero de la izquierda, mucho menos delicado que su compañero.
- Busco inspiración. Y quizás pintar algo.- dijo Castro envalentonado. Sacó de sus bolsillos un fajo de billetes - Me habían dicho que mientras hubiese dinero, aquí no se hacían preguntas.
Los porteros se miraron entre ellos. Castro se sorprendió por aquel vómito de valor, tan inesperado, tan visceral. Se dió cuenta de cuanto necesitaba aquello. Llevaba meses planeando esto, meses de sequía de ideas, de inspiración. Meses áridos, estériles que secaban sus ganas de seguir pintando, de seguir viviendo.
La vio uno de los primeros días de aquel caluroso verano. Cogida de la barra del tranvía, su piel sudada estaba recubierta por un vestido corto, ceñido y llevaba a su espalda una ridícula mochila de color rosa. Su figura era atractiva, pero no llamativa, era una pasajera más en aquel cajón de hierro. Sus miradas, ya perdidas, se encontraron y ella le sonrió. Castro se fundió en los ácidos de su estómago, epatado, inerte. Durante unos segundos, el tiempo se paró, y vio a su amada esposa, muerta en un bombardeo nueve años atrás, mirándole a los ojos, regalandole una sonrisa. El agridulce hechizo pareció romperse en el momento en el que el tranvía frenó haciéndole girar la cara. No, no era ella. No podía ser. Pero eso poco importaba; ella estaba abandonado el tranvía y él no pudo si no seguirle. Hipnotizado, siguió su rastro primero por las avenidas, luego por las calles y finalmente por los callejones. Sintió un punzante dolor al verle entrar en aquel oscuro club de striptease. Un oscuro sentimiento de celos y furia se apoderó de él. No era ella, se repitió. No era ella.
Cuando volvió a su casa se dió cuenta de que todo había cambiado. Necesitaba volver a ver aquel rostro o se ahogaría en aquella angustía.
Desde aquel día hizo diariamente aquel trayecto de tranvía con la esperanza de volver a encontrarla, pero no volvió a aparecer. Se vió incapaz de pintar, comer y dormir. Tan solo pensar una y otra vez en aquel encuentro. Incapaz de empuñar su pincel, perdió tres encargos en sólo un mes. Desesperado, decidió ir directamente al club de striptease con el coche de su hermano para espiar la entrada, con la esperanza de volver a verla. Pasaron las horas, pasaron los clientes, pasaron las chicas, pero ninguna de ellas se asemejaba ni un ápice a su querida Margot. Cuando ya había perdido toda esperanza, un coche negro aparcó justo enfrente de la puerta. De ella salieron dos chicas de baja estatura, una de ellas desenvainó un paraguas rosa. Era ella.
La bocanada de oxígeno, fue breve e insatisfactoria. Estaba a una distancia demasiado grande como para sumergirse en los detalles de sus facciones, perderse en los pliegues de su sonrisa. No podía acercar más el coche, pues suponía entrar en aquel oscuro callejón, y sin duda aquello despertaría las sospechas de los gorilas apostados en la puerta. Si quería volver a verla tenía que hacerse pasar por un cliente y entrar en aquel antro.
Los siguientes meses fueron más llevaderos, pues estaba demasiado entretenido reuniendo el dinero. Acabó sus encargos, reclamó un par de deudas y vendió todas sus obras terminadas a un marchante de tres al cuarto por un puñado de francos. Al cabo de dos meses ya había reunido una suma considerable de dinero, todos sus ahorros, y estaba listo para el encuentro. No solo iba a volver a rencontrarse con su amada, iba a inmortalizarla para que estuviese siempre con él, hasta el final de los días.
El lugar no era mucho mejor de lo que se imaginaba. Una oscuridad rojiza inundaba el ambiente, con siluetas de súcubos moviéndose entre el humo que emanaba de los puros de los pecadores, derretidos en los sofás. Castro cogió sus cosas y se instaló en una pequeña mesa apartada al fondo del local, intermitentemente iluminada por tubos de neón, y desde allí, observó. Aquí y allá iban emergiendo rostros de entre las sombras. Rostros hermosos de tristes sonrisas, tentadores, impíos, se movían seguidos por sus cuerpos. Cuerpos que fundían a sus acaloradas presas, con movimientos enérgicos, acompasados. No necesitaba fijar la mirada para saber que ninguna de ellas correspondían a su amada. La pureza de su sonrisa no tenía cabida en aquel lugar tan corrupto. Aquello había sido un error. Puso la mano en su lienzo dispuesto a irse, pero una camarera se le acercó, cortándole el paso.
- ¿Que vas a tomar, mon cheri? - dijo con una basta, aunque musical voz.
La luz cenital, blanca, fría, reveló perezosa e intermitentemente su rostro. Fotograma a fotograma, fué descubriendo el velo de oscuridad. Pelo, tinieblas, piel, tinieblas, labios, tinieblas, Margot, tinieblas. La luz volvió, y con ella, una camarera vestida de forma provocadora, ladrona del rostro de su esposa fallecida.
- ¿Te gusta mirar, eh petit malin? El espectáculo no es gratis, tienes que consumir si quieres seguir disfrutando de las vistas.- dijo con un simpático desdén
- No quiero beber, quiero un encuentro privado. - Dijo Castro balbuceando, con un evidente nerviosismo. Tras una breve pausa, retomó fuerzas para enfrentarse al espectro de su amor- Contigo.
Aquella respuesta impactó con fuerza en la sonrisa de aquella camarera. Una profunda tristeza le embargó y la ondulante similitud con su esposa empezó a desvanecerse.
- Ya no hago esas cosas. ¿Que no entiendes de este disfraz de camarera? Tienes la sala llena de chicas, maldito pervertido.- giró su cara, dolida, en busca del seguridad más cercano.
- ¡No! - dijo Castro entrando en pánico - ¡No me has entendido! Solo quiero pintarte, con ropa. Sin bailes. Soy pintor y... necesito modelos - dijo mientras levantaba el lienzo con su mano izquierda. - te pagaré el doble. Por favor, no te vayas.
- ¿De todos los rincones de París, has elegido este sitio para buscar modelos? Estás loco.
- Tienes una belleza especial, melancólica, rezagada. Quiero plasmarla en mi lienzo, inmortalizarla.- mintió Castro. Era una mentira a medias, pues aunque la chica era realmente hermosa, su mente divagaba por otros caminos.
La chica, visiblemente halagada, sonrió tímidamente ante aquella réplica, y los músculos de su cara se relajaron. La dulzura de su Margot volvió, y el ambiente se desvistió de toda tensión. Se acercó a la barra y habló con su chef. Este estuvo escudriñandole durante un buen rato, desde la distancia, hasta que por fin afirmó con la cabeza. Tras previo pago de casi un cuarto de sus ahorros, el manager les condujo a una de las salas más pequeñas que había. La sala era tan oscura que el pintor tuvo que solicitar que le trajeran una lámpara auxiliar, a lo que el gerente accedió complaciente.
La chica se sentó sonriente, coqueta, deslumbrante en un taburete en el centro de la sala, justo debajo de la luz. Sus pechos sobresalían, protagonistas, de una camisa desproporcionadamente pequeña, mientras sus delgadas piernas, posicionadas oblicuas a su cuerpo, le daban un aire de sirena reposando sobre una roca de mar . Todo aquello no eran más que distracciones que secuestraban su concentración, pues tan solo iba a pintar su rostro y quizás, si le quedaba tiempo, desarrollar algún detalle de su largo cuello. Primero los finos trazos del lápiz, después la mezcla y preparación de los colores, finalmente el húmedo contacto de la pintura con el lienzo; Castro estaba casi alcanzando el éxtasis. Sin duda, aquello era mejor que cualquier baile que hubiese podido pagar con ese dinero. No conseguía recordar la última vez que estuvo tan inspirado y concentrado. Sus manos cobraron vida y, traviesas, extendían color por voluntad propia, sin pedir permiso alguno a su cabeza.
Tras más de una hora inmóvil, la modelo pidió permiso para taparse. Castro se dio entonces cuenta de lo frío que en realidad era aquel cuartucho. La pobre muchacha llevaba todo aquel tiempo semidesnuda. Para cuando se volvió a sentar, los grandes rasgos del cuadro ya estaban definidos y faltaba tan sólo pulir ciertos detalles. Volvió a sumergirse en su lapsus creativo, ausente, inconsciente del desastre que se le venía encima.
Ella primero cerró sus ojos, luego movió la cabeza hacia atrás mientras abría la boca y aspiraba profundamente, como cogiendo carrerilla. Uno de los ojos de Castro, escondido tras el lienzo, captó furtivamente el momento, atraído por el movimiento. Con los pulmones henchidos y con la furia de mil dioses, devolvió la inercia hacia adelante expulsando de su cuerpo un sonoro y violento estornudo. Tan violento fué, que desprendió de su boca toda su dentadura, cayendo esta al suelo y deslizándose hacia sus pies.
Castro miró aquella dentadura postiza que descansaba justo debajo suyo. Aquellos dientes huérfanos, lucían espeluznantes, tristes y al mismo tiempo hermosos. En perfecta simetría y armonía, mantenían intactos aquella blancura casi deslumbrante. A continuación miró a la avergonzada modelo, que estaba comenzando a llorar.
Castro vio ante sí a una joven demasiado joven, destrozada, de ojos vidriosos, con la sonrisa amputada. Ya no vió a su esposa, ni vio a la camarera, ni a la antigua stripper retirada; todo aquello quedó atrás. Tan solo dos personas conectadas por la tragedia y el dolor. Roto el hechizo, pudo ver a través de un nuevo prisma a la actriz que interpretaba sus enfermas fantasías. También se vio a si mismo, espectador y actor de una grotesca tragedia griega.
¿Donde estaba su esposa? Estaba tan viva hacía unos segundos… En el momento en el que la dentadura abandonó su boca, su esposa volvió a morir, de nuevo, en su cabeza. Volvió a mirar la dentadura. El espíritu de su Margot se había dividido, desgarrado entre aquella pobre muchacha y aquel objeto inerte. Y ya no era ninguna de ellas. Ya no era nada. Como dos estrellas, alejadas por miles de años luz, que tan solo conectaron en la mente de un hombre, para formar la constelación que él quería ver.
Castro cogió la dentadura y se la acercó a la triste muchacha. Acto seguido le abrazó y le arropó con todo su cuerpo, como una manta. Ella explotó en lágrimas, y le contó sobre su terrible enfermedad, y como ya no podía seguir ganando dinero bailando. Con el poco dinero que ganaba de camarera, no podía pagarse una prótesis y tuvo que comprar una dentadura de segunda mano a los hijos de una vieja rica, ya muerta, del barrio de les Marais. Una dentadura demasiado grande, que bailaba crueles coreografías entre sus encías. Castro la abrazó con más fuerza, fundiendo sus escombros con los suyos.
Finalmente, uno de los de seguridad apareció por la puerta alarmado por los sollozos. “Todo está bien, louie, todo está bien”. Sintió que era el momento de irse.
Guardándose un par de billetes para el taxi de vuelta, sacó de su bolsillo el resto de su dinero y lo dejó en el sofá.
- Con esto bastará para una dentadura. Todo saldrá bien- dijo Castro consternado
La chica, hizo un atisbo de rechazar el dinero, pero mientras Castro recogía sus cosas se incorporó y finalmente lo cogió, derrotada. Ya más calmada y con alguna lágrima en su mejilla, se acercó al lienzo del pintor y lo observó con curiosidad.
- Es un cuadro precioso. Parece una obra de algún pintor famoso.- dijo al cabo de un rato - Siento lo que ha pasado. Espero que puedas terminarlo.
- Ya está terminado.- dijo Castro sonriendo- Lo voy a dejar así
- No entiendo mucho de arte, ni quiero parecer grosera, pero… la chica del cuadro no se parece en nada a mí.
- Lo sé - dijo de nuevo, con ojos cálidos y una triste sonrisa.
Tras aquellas palabras cogió el lienzo bajo su brazo, y salió por la puerta de aquella fría y oscura sala.
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