3M, UN PINTOR DESENCANTADO, UN CLUB DE STRIPTEASE Y UNA
DENTADURA POSTIZA
Estaba convencido que lo mío
nunca sería un aprendizaje normalizadamente académico y que jamás llegaría el
día en que cogería mi paleta y mis pinceles y enfrentaría ilusionadamente la
pintura de un bello cuadro. No obstante, me dejé llevar por la ilusión, no la
mía, sino de Manoli. Por la ilusión y el esfuerzo que había puesto 3M para que
yo me apuntara en aquel Taller.
Nos conocimos en un viejo expreso
de Valencia a Barcelona hace más de 30 años y ahora, peinando canas los dos y
en la placidez de la vida, nos reencontrábamos en un taller de pintura. Bueno,
estas son las cosas sorprendentes y positivas que a veces te da la vida.
A pesar de que todo estaba bien
dispuesto y organizado: profesor, materiales, modelos, a pesar de ello, solo
asistí a tres clases. Ya lo sabía, yo no estaba dispuesto a sacrificar mi
tiempo. Que si aplicar capa de fondo, que si carboncillo suave previo, que si
el pulverizador, que si continuamente a esperar que secara bien. En fin, la
observación de tantos requisitos y la enorme paciencia que era necesaria para
pintar una rosa roja en un florero de plástico no casaba con mi temperamento ni
con la idea que yo tenía acerca de la creatividad.
Sin dudas ni pena dejé el taller
y, a los pocos días, Manoli Montes Marín me dejó a mí. Debo reconocer que, en
esta ocasión, fue algo menos sorprendente y positivo. Me quedé tocado.
Retomé mis dibujos y manualidades
guiado como siempre por la impronta de la inspiración, la imaginación y el
estado mental, positivo o negativo, de la ocasión. No obstante, se había
instalado en mí un vacío y decidí explorar una modalidad del dibujo que siempre
me inquietó: dibujar del natural. No lo pensé mucho y aquella misma noche me
fui a un club de striptease como primera experiencia de observación.
Creo que me equivoqué en la
elección del local. Ni era un club elegante, ni los personajes que al parecer
lo frecuentaban eran muy distinguidos. A media luz, me senté en una mesa, pedí
un gintonic a una camarera en topless, saqué mi pequeño cuaderno de notas y me
dispuse a practicar una de las cosas que más me gustan: observar al ser humano
y bosquejar.
Pasé revista a todos los asistentes.
A las chicas y chicos de alterne que se exhibían en la pista central
contorsionándose mientras, lentamente, se iban quitando las pocas prendas que
cubrían sus rutilantes cuerpos; a las camareras que tanto en la barra como en
las mesas se acercaban a los clientes insinuándose provocativamente para
sacarles una invitación; a los que bailaban acaramelados obscena y
descaradamente en la pista de baile. En fin, un panorama excitante que solo te
permitía tomar nota mentalmente. Allí no había poses, proporciones, sombras,
medidas. Allí solo se podía imaginar el deseo, la decadencia y, como mucho, los
rincones del alma.
Pasadas las dos de la madrugada
apenas si quedaban clientes en la sala. La luz había enmudecido y por los
oscuros rincones solo se adivinan unos informes bultos que de vez en cuando se
mueven con gestos convulsos. En la pista solo queda una pareja en la que el
hombre, un anciano de aspecto descuidado, magrea groseramente a la mujer que
perezosamente se pega a él. Finalmente se detiene la música y por un momento la
sala queda en silencio. Es entonces cuando resuena una sonora bofetada y la
bola disco que cuelga del techo, en su continuo giro, hace que se reflejen con
fugaces destellos las piezas sueltas de una asquerosa dentadura postiza que se
ha hecho añicos al rebotar sobre la pista de baile.
Fin del espectáculo. Pagué mis
tres gintonic y salí en silencio del local con las pilas supercargadas. ¡¡Es la
vida!!
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