¿Quién necesita un arcoíris químico?
por el abejaruco viejo.
Cada día, más o menos a las seis
y cuarto de la tarde, Claire empezaba a aburrirse. Era el momento en que había
terminado con todos sus quehaceres diarios. Obligaciones autoimpuestas precisamente
para combatir el tan temido tedio. No podría decirse que su prejubilación
estuviera siendo una montaña rusa de emociones. Vivía su particular “día de la
marmota” al constatar que cada período de veinticuatro horas era
terroríficamente igual al anterior. El hecho de que Claire siempre hubiera sido
una mujer de férreas costumbres no ayudaba.
Todas las mañanas de los últimos
dos años se despertaba exactamente a las siete y cinco, desayunaba en absoluto
silencio, se tomaba un arcoíris de pastillas y sacaba a pasear a su caniche Ledra,
una perra casi tan vieja como ella misma. Luego se sentaba en su sillón orejero
de piel marrón y dedicaba quince minutos a ver las noticias. Transcurrido ese
tiempo apagaba la tele, se iba a la compra, cocinaba para ella y para su
mascota y se sentaba a comer. Rezongaba en voz alta los temas de conversación
que la televisión tuviera a bien servirle ese día aun a sabiendas de que la
perra, su único oyente, no le daría réplica. Luego ambas salían a la calle, se daban
un paseo corto y albergaban la esperanza, al menos Claire lo hacía, de cruzarse
con alguien que tuviera ganas de conversación en ese momento. Aunque por
desgracia no era ni mucho menos la situación habitual. Con encuentro fortuito o
sin él ambas regresaban a casa para que Claire echara una cabezada de veinte
minutos y al despertarse a eso de las cinco de la tarde se preparara un té acompañado
con galletas. Procuraba alargar el ritual diario del té al máximo porque justo
después venía la “hora muermo”, la hora en la que todo quehacer se acababa.
La vida de Claire a sus
cincuenta y cinco años era tan despiadadamente lineal, que de vez en cuando sentía
que debía suministrarse algo de emoción. Pero en una mujer tan disciplinadamente
monótona, la concepción de riesgo se limitaba a no tomarse alguna pastilla
mañanera o a excederse con la dosis de galletas por la tarde.
Cómo iba a pensar aquella
cincuentona canosa y despeinada que una fresca tarde de abril, en la que nada hacía
pensar que algo podía variar ni un milímetro sus rítmicas rutinas, ocurriría lo
inesperado.
Esa tarde antes del té, Claire sintió
que estaba algo más cansada de lo habitual. Tenía la cabeza embotada y estaba
de mal humor. Como siempre decidió echarse su habitual siestecita vespertina.
Pero en esa ocasión, lo que debía haber sido una corta desconexión de veinte
minutos se convirtió en un reinicio de sistema completo que la sostuvo roncando
en los brazos de Morfeo más de una hora y media. Cuando despertó, todo parecía
ir a cámara lenta, los párpados le pesaban como si fueran de plomo y notaba que
le costaba mucho pensar.
-
¡Hola! Ya era hora de que te despertaras Claire,
llevo tumbada a tus pies un buen rato y tengo sed.
El sopor provocado por el exceso
de sueño se disipó en un santiamén y Claire se puso en pie tan deprisa que a la
sangre no le dio tiempo a fluir hacia su embotada cabeza. Sintió un mareo y trastabilló.
Extendió los brazos y adelantó rápidamente un pie para evitar darse de bruces
contra su televisor y la perra, que estaba tranquilamente tumbada a sus pies, salió
disparada y se libró por poco de ser aplastada por su ama.
-
¡Cuidado! ¡Casi me matas!
Claire se dio unos segundos para
recobrar el equilibrio y dirigió su mirada al lugar de donde provenía aquella
voz, el suelo. Allí sólo estaba su perra Ledra, en pie sobre sus cuatro patas, mirándola
fijamente a los ojos y sin hacer el más mínimo movimiento.
-
Si no fuera porque es imposible diría que me
estás hablando.
Se sintió un poco ridícula
tratando de hablar con un caniche. Todavía se notaba algo desorientada por
haberse puesto en pie a toda prisa y “vaya” acababa de hablarle a su perra. Estaba
claro que algo raro le ocurría. Supuso que al despertarse de golpe se había
quedado entre despierta y dormida, en ese extraño estado de “semi vigilia” en el
que ni se está despierta ni dormida. Y que ese estado había durado el tiempo
suficiente como para hacerle creer que su perra le estaba hablando. Sin duda eso
era lo que había ocurrido. Cerró los ojos y negó lentamente con la cabeza en un
claro gesto de autocomprensión y condescendencia para consigo misma. Cuando los
volvió a abrir su querida Ledra seguía allí, con esa mirada característica de
las mascotas tan parecida a la que ponen los niños pequeños cuando observan
algo que les llama la atención.
Entonces observó horrorizada
como Ledra, sin dejar de mirarla ni un instante y sin cambiar de expresión, movía
su mandíbula inferior y ocurría lo impensable.
-
Por favor no te asustes, Claire.
Tuvo que hacer verdaderos
esfuerzos para evitar soltar un alarido de terror. Lo contuvo gracias a que se tapó
la boca con la palma de la mano y ahogó el grito que pugnaba por salir seguido
de su convulso corazón desbocado. La perra permanecía inmóvil y seguía allí, con
la mirada clavada en ella. Claire se había quedado clavada en el sitio.
Pasaron en silencio unos
segundos que parecieron eternos hasta que finalmente Claire decidió que no podría
mantener ese nivel de tensión mucho tiempo o se haría sus necesidades encima. Haciendo
gala de un temple ejemplar y realizando un gran esfuerzo consiguió despegar de
sus labios la mano con la que se los tapaba. Lo hizo sin dejar de vigilar
recelosamente a su mascota y con movimientos lentos, como si temiera romper
algo. El miedo le tenía atenazados los músculos. Poco a poco consiguió reunir
los arrestos necesarios para intentar balbucear unas palabras.
-
Pu… puedes… ¡Hablar!
-
Pu… pu… pues sí – afirmó Ledra como si fuera la
cosa más normal del mundo, casi parecía que hablara entre risas – y sinceramente
agradecería que te calmaras porque tengo que pedirte algo.
Por alguna razón aquella frase
consiguió tranquilizar un poco a Claire. Pensó que si necesitaba algo de ella,
no la atacaría.
-
Dime, Ledra – la mujer trataba de imprimir a sus
palabras un tono apacible pero sin poder evitar un deje de inseguridad –, ¿qué…
qué puedo hacer por ti?
-
Verás, anoche bebí mucha agua y terminé por
secar mi cuenco. Hoy llevo todo el día sin poder beber y la verdad, empiezo a
tener mucha sed y como sé que no te gusta que me beba el agua de la taza del
váter quería pedirte por favor que volvieras a llenármelo.
-
Vaya, perdona – se disculpó – te lo lleno en
seguida.
Claire abandonó el salón comedor
casi corriendo para dirigirse a la cocina que era el lugar donde se encontraba
el dichoso cuenco del agua de la perra. Ledra
la siguió de cerca.
Efectivamente, el cuenco estaba
seco como el ojo de un tuerto. Lo colocó bajo el grifo y al dejar de pensar en
aquella absurda situación sintió que su cuerpo se relajaba un poco. Depositó el
cuenco lleno de agua en el suelo y entonces Ledra acercó el hocico y se pasó un
un buen rato dándole lametazos. Al terminar se relamía satisfecha. Claire
decidió entonces que necesitaba asimilar todo aquello sentada. Necesitaba
volver a la comodidad de su sillón orejero de piel marrón. Salió de la cocina y
le indicó a su perra que le siguiera chasqueando los dedos un par de veces
seguido de un “vamos, vamos” en
falsete. Pero a mitad camino se detuvo, se giró y moderando el tono de voz retomó
la conversación.
-
Perdona cariño, no quería ofenderte. Necesito
asimilar todo esto de que hables de repente y me gustaría sentarme de nuevo en
mi sillón. ¿Te importa si seguimos hablando en el salón?
-
No, no me importa, pero ofenderme por qué.
-
Por tratarte como a un perro, dándote órdenes
chasqueando los dedos. Las amigas no se hablan así.
-
Bueno. Como mínimo hay dos razones por las que
no deberían preocuparte esas cosas.
-
¿Cuáles son? – quiso saber Claire.
Ledra se concedió unos segundos
para pensar bien qué iba a decir.
-
Una: que yo soy una perra y dos, que no somos
amigas.
Claire puso cara de sorpresa y
se quedó boquiabierta sin saber muy bien qué decir. Sin mediar palabra le dio
la espalda a su mascota y se dirigió a su sillón donde terminó sentándose.
Ledra se sentó en el suelo justo enfrente de ella.
-
¿Qué has querido decir con eso de que no somos
amigas? – inquirió Claire entre estupefacta y molesta.
-
Exactamente eso. Ni somos amigas ni podemos
serlo.
-
Eso sí que no me lo esperaba, yo creía que ya lo
éramos.
-
Debe ser una cuestión de punto de vista – declaró
Ledra acercándose un poco a su ama pero sin dejar de permanecer sentada.
El tono de voz del animal no
sonaba brusco ni amenazador. Sencillamente contaba las cosas como las sentía
sin mostrar emoción alguna. Sin embargo su interlocutora, sentada en su sillón,
sí parecía algo molesta o al menos bastante tensa, pero más por el hecho de que
su perra no la considerara una amiga que por la increíble circunstancia de que
le estuviera hablando. Sin darse cuenta Claire se estaba relajando.
-
De acuerdo – dijo recostándose en su sillón –,
si es una cuestión de punto de vista, expón el tuyo.
-
Verás, Claire. ¿Cómo nos conocimos?
-
Nos conocimos cuando te compré en la tienda de
mascotas de la calle Pearl.
-
Por lo tanto, yo soy de tu propiedad. Dime una
cosa, ¿entre los humanos es costumbre adquirir a los amigos?
-
No, desde luego que no, pero…
-
Pues esa parte – interrumpió la perra – ya no la
podemos arreglar, me temo. Aparte de ese pequeño inconveniente jamás te he
olisqueado el culo, al menos que yo recuerde. Eso es otro inconveniente porque
para mí lo normal, antes de entablar relación alguna, es presentarme
educadamente a los demás y espero que ellos hagan lo mismo poniendo su culo a
disposición de mi olfato.
Claire estaba un poco perpleja.
-
No sé qué decir. Pero yo te cuido, te doy de comer,
te llevo al médico. Eso es más de lo que se hace por los amigos, al menos es
más de lo que he hecho yo por ninguna de mis amigas.
-
Es cierto me cuidas y me das de comer y muy bien
por cierto – entonces elevó un poco el tono de voz –, PERO no comprendo qué
tiene de bueno eso del médico. Para mí es como ir a la casa del terror. Cada
vez que siento el olor de ese antro infernal y atravieso su siniestra puerta se
apodera de mí un pánico incontrolable que me resulta verdaderamente
desagradable. Cada minuto que paso allí siento lo mismo que si estuviera una
hora entera en el infierno. No, definitivamente Claire creo que esa parte no te
la agradezco nada.
-
Pero – dijo su ama algo dubitativa – eso lo hago
por tu bien. Si no te curamos podrías morir.
-
Dime una cosa. ¿Qué ocurriría si me pongo tan
enferma, tan enferma que ese humano al que tú llamas médico decide que no tengo
tratamiento posible? No contestes sé lo que harías. Me sacrificarías. Dime
Claire ¿sacrificáis los humanos a vuestros amigos si se ponen muy enfermos?
Su respuesta fue contundente.
-
Por Dios, no.
-
Pues ahí lo tienes, otra razón por la que ni
somos ni podemos ser amigas. Pero te voy a dar otra. Imagina que yo mañana me
pierdo. Me alejo tanto de casa que no soy capaz de averiguar el camino de
vuelta y después de varios días de vagar sin rumbo por ahí, otra familia me rescata,
me acoge en su hogar y decide cuidarme igual de bien que tú. ¿Cuánto crees que
tardaría en olvidarte?
Un mohín de disgusto y decepción
se dibujó en la cara de Claire aunque trató de disimularlo todo lo que pudo
antes de volver a hablar.
-
¿Serías capaz de olvidarme?
-
Más bien es algo que no podría evitar.
-
Eso me parece muy inconveniente y muestra que a
fin de cuentas eres una perra tan desagradecida como lo somos los humanos.
-
Disculpa Claire, creo que olvidas que, aunque sepa
hablar, sigo siendo una perra. Yo sólo vivo el momento por mi propia naturaleza
y no puedo ser desagradecida porque hasta donde yo sé, no te debo nada. De hecho
no nos debemos nada la una a la otra. Como te he dicho, tú me cuidas, me alimentas
y me sometes a tortura en el veterinario por mi bien y haces las tres cosas muy
bien, pero lo haces por egoísmo. Me compraste. Me adquiriste en una tienda para
rellenar el profundo y oscuro hueco que deja la soledad en tu vida. Tus
obligaciones para conmigo te mantienen ocupada. Por las noches sientes que
estás acompañada y yo por mi parte, recompenso todas tus atenciones mostrándote
un estado de ánimo alegre, inquieto y juguetón, lo que te hace sonreír no creas
que no me he dado cuenta. Entre tú y yo hay un equilibrado y justo intercambio
de emociones, entretenimiento y compañía por comida, agua y medicinas. Por
tanto, Claire, considero sinceramente
que no nos debemos nada la una a la otra. Además, como te he comentado vivo el
momento presente y lo disfruto o lo sufro en tiempo real. No lamento ni sufro
por lo que hice ni espero con ansia, alegría o terror lo que voy a hacer. Sencillamente
vivo el presente sin más. Ahora disfruto contigo, pues disfruto contigo. Pero mañana
no sé si estaré disfrutando contigo como ahora o con otra familia en otro hogar
o estaré sufriendo las inclemencias del tiempo por estar perdida en un callejón
y tampoco me preocupa porque para mí mañana, no es ahora.
Claire se quedó en silencio mirando
fijamente a su querida mascota sin saber muy bien cómo reaccionar ni qué decir.
Ledra siguió hablando.
-
Al hilo de todo esto y retomando el principio de
nuestra conversación donde me decías que las amigas no se dan órdenes ni se
chasquean los dedos para comunicarse, debo decirte que yo lo prefiero así. Para
mí una orden es mucho más clara que toda la retahíla de palabras que me sueltas
de vez en cuando. Debo serte sincera, a veces muevo la cola y apoyo mis patas
delanteras en tu regazo porque no tengo ni idea de qué diantre me estás
diciendo y sé que si actúo así, aparte de algún que otro regalo en forma de
comida, me rascas detrás de las orejas donde más me gusta.
Era cierto, a veces Claire
hablaba con su perra sobre todo cuando comía y veía las noticias. No podía
evitarlo. Era una costumbre tan arraigada en ella que a veces incluso le
parecía que la perra le prestaba atención para entenderla. Pero a todas luces
por lo que acababa de confesarle era evidente que no era así.
-
Para mí – continuó diciendo – una orden es algo
cómodo, conciso y claro. Me siento mucho más cómoda recibiendo órdenes que cadenas
interminables e incomprensibles de palabras.
La pobre Claire no salía de su
asombro. Todo lo que ella creía saber de su propia mascota, se le estaba
desmoronando delante de sus ojos sólo por el mero hecho de que su perra hablaba.
Además parecía querer aprovechar la primera conversación que mantenían las dos
para expresarle todos sus sentimientos y nada de lo que decía era lo esperado.
No era indignación lo que Claire sentía, era desasosiego por ser tan necia y
estar tan ciega a lo que ocurría justo delante de sus narices. Qué forma tan diferente
de ver las mismas cosas tenía su querida Ledra. Creía que estaba haciendo algo
bien, que estaba creando un vínculo sagrado con su querida mascota y resulta
que en cuanto se suelta a hablar lo primero que hace es dedicarse a dejar claro
que no estaba siendo así.
Claire decidió decir algo para
tratar de arreglar las cosas de cara al futuro.
-
Escúchame ahora tú un momento por favor.
-
Por supuesto dime.
-
¿Desde cuándo sabes hablar?
-
Desde siempre que yo recuerde, pero creo que tú
no me entendías.
Claire medio guiñó un ojo y le
lanzó una mirada cargada de desconfianza a su mascota. Parecía estar deduciendo
algo que se le había pasado inadvertido durante toda la conversación. Cambió bruscamente
el talante y elevó el tono de voz para dar una orden clara y concisa.
-
¡Informe nombre y procedencia!
Esta vez fue Ledra la que se
quedó inmóvil y en silencio de modo que Claire insistió.
-
¡Informe nombre y procedencia no te lo repetiré
una tercera vez!
-
Shakna Purniks de Glorosargón – dijo Ledra en un
suspiro mostrando cierta resignación. Sigues conservando tu buen ojo vieja
zorra, creí que no me descubrirías.
Claire se hinchó como un pavo en
su sillón. Los glorosargonios eran aliados y unos estupendos espías. Eran
leales hasta la muerte y excelentes rastreadores. Además podían adquirir la
forma de cualquier animal existente. Tanto era así que nadie conocía su forma
original. Y sin embargo ella lo había detectado a simple vista.
-
¿Cómo no te iba a descubrir acaso crees que aquí
en la Tierra las perras hablan con las personas?
-
Pues te ha costado lo tuyo.
-
Eso es por esas malditas pastillas multicolores.
Me dejan como anulada, como en otro planeta. Menos mal que he detectado en
ellas la manufactura Klogiark y he dejado de tomarlas.
-
Sí menos mal. Hay que reconocer que esos jodidos
Klogiarks hacen bien su puto trabajo. Llevas por lo menos dos años desaparecida.
-
No me digas, ¿y te han enviado a localizarme?
-
Eso es, pero no quería mostrarme de buenas a
primeras. Nada más escuchar mi voz casi te da un infarto y no sabía muy bien si
eras tú o uno de esos malditos replicadores de Fargarus transformado en ti.
-
Pues soy yo. Ya puedes informar a la ADE.
-
Enseguida.
Y golpeando rítmicamente sus
uñas contra el suelo de madera Ledra se alejó y salió del salón. Claire se quedó
sola en su comedor y se repanchingó en su sillón. Se sentía bien. Los Klogiarks
habían intentado anularla químicamente, pero sus largos años de experiencia en la
ADE le habían servido una vez más para escapar de una nueva trampa urdida por esos
malnacidos genios de la química universal interplanetaria. De alguna manera se
las habían ingeniado para colarle aquellas pastillas que la condenaban a una
vida rutinaria llena de aburrimiento, atrapada para siempre en un bucle
temporal sin fin de un mundo imaginario construido en su mente a base de
químicos. Malditos cabrones, le habían robado dos años. Menuda mierda de vida
había llevado. Menos mal que recuperaba su “verdadera” vida que a la sazón era mucho
más emocionante y tenía mucho más sentido.
Como Delegada Terrícola de la Agencia
de Defensa Extraterrestre o ADE, se ocupaba entre otras cosas de evitar las
consecuencias de esos ataques químicos sobre la población. Tras haberla anulado
con alucinaciones químicas, los Klogiarks habían disfrutado de dos años para
hacer de las suyas por todo el planeta. Se ocuparía de ellos en cuanto volviera
a su despacho.
Al pensar en su despacho se
acordó de Jack, su joven y atractivo segundo de a bordo. Su mano derecha. ¿Qué
sería de él? Miró su reloj, marcaba las ocho de la tarde. Las oficinas de la
ADE no cerraban nunca. Seguro que se alegrarían de verla de vuelta. No se lo
pensó dos veces. Se levantó del sillón y a toda prisa se encaminó a la puerta
de salida de su casa sin mirar siquiera lo que llevaba puesto. Estaba
despeinada y calzaba unas horribles botas de piel negra que no le pegaban con
el abrigo de cuadros barato que llevaba y que la abrigaba demasiado para esa
época del año, pero le daba igual, lo primero era asegurarse de que las
instalaciones no habían sido saboteadas. Cogió un manojo de llaves que colgaba
de un gancho junto al dintel de su puerta y salió disparada.
Justo antes de cerrar dando un
portazo escuchó a lo lejos a su mascota reconvertida en Shakna Purniks gritarle:
-
¡La ADE sabe que vas para allá! ¡Informa de la
situación al mando central en cuanto llegues! ¡Tranquila todos están bien y
Jack está deseando verte!
Una media sonrisa se dibujó en
el rostro de Claire justo antes de dar el portazo. Su despacho en la ADE no
quedaba lejos, tan solo a un par de manzanas. Eran unas instalaciones militares
magníficas de última generación camufladas muy hábilmente por la ADE bajo la inocente
apariencia de una antigua lavandería veinticuatro horas. Así nadie sospecharía
nunca que estuviese siempre abierta y con un incesante flujo de gente que iba y
venía, fingía leer el periódico, mirar el móvil o escuchar música y que evidentemente
formaban parte del vasto personal de la base secreta.
Llegó en pocos minutos. Para su
tranquilidad pudo constatar que nada había cambiado en dos años. Se acercó a
una de las máquinas, la que llevaba impreso el número siete y tecleó en su
cuadro de mandos el código secreto personal e intransferible que la agencia le
había designado de por vida.
Aún no le había dado tiempo a
identificarse del todo cuando escuchó a su espalda una voz de sobra conocida.
-
¡¿Jefa, cómo me alegro de verla!!
-
Reconocería esa voz aunque estuviera en medio
del atasco más ruidoso de la galaxia.
Era Jack. Claire se giró
rápidamente. Aquel joven alto, moreno y terriblemente atractivo se abalanzó sobre
ella y la envolvió con sus enormes brazos. Claire recibió con gusto el abrazo
más cálido y tierno que le habían dado jamás. Jack aguantó el abrazo unos
cuantos segundos más de lo que el decoro y las formas entre mando militar y
subordinado aconsejaban, pero Claire se lo permitió. Estaba tan contenta de verle
en perfecto estado que decidió por una vez, saltarse las estrictas normas disciplinarias
de la ADE.
Se notaba que Jack estaba muy
nervioso. Temblaba un poco y respiraba muy deprisa. Cuando al fin se separó de ella, la sujetó un
momento por los hombros y se detuvo a observarla como si no se creyera que la
tenía delante. La miró de arriba abajo varias veces hasta que sus ojos se
inundaron en lágrimas y se decidió a hablar. Claire se fijó en que llevaba unos
papeles en la mano.
-
Jefa, tiene mucho que contarme. Debo salir un
momento a enviar estos documentos impresos a la central pero vuelvo enseguida.
¿Me esperará? No tardo nada.
-
¡Claro Jack! – no pudo evitar soltar una breve
carcajada – estoy deseando contártelo todo, pero te avanzo que ha sido cosa de Klogiarks.
-
¡Malditos cabrones! Nos ocuparemos de ellos enseguida
– una de las cosas que más le gustaban a Claire de Jack, era esa extraña
habilidad que tenía de leerle el pensamiento –. Deme cinco minutos. Esta noche
no vamos a pegar ojo por lo que veo. Le he dejado un paquete de su marca de
cigarrillos favorita justo ahí.
Y tras señalar algún lugar
situado a espaldas de Claire, salió disparado por la puerta de las oficinas.
Cuando ella se dio la vuelta
para mirar el lugar donde había señalado Jack, descubrió un paquete de tabaco
de las Manadias, un planeta no muy lejano que fabricaba la única marca de
tabaco no adictiva ni cancerígena de la galaxia. A Claire le llegaba a través
de los múltiples canales de distribución interplanetaria por teletransporte que
la ADE tenía por todo el universo. Cogió el paquete y se sentó trabajosamente
en el banco que formaba parte del atrezo de la supuesta lavandería. Sus piernas
ya no eran lo que fueron. Una vez acomodada allí, sacó un cigarrillo. Estaban preparados
para encenderse solos en cuanto entraban en contacto con la atmósfera. Aspiró
el reconfortante humo y disfrutó del aromático tabaco extraterrestre que Jack
le había conseguido.
Mientras esperaba a que su mano
derecha volviera de enviar aquellos documentos, Claire se quedó inmóvil
disfrutando de la agradable sensación de saberse de vuelta en su lugar. Estaba
deseando volver a la acción al lado de Jack, quizá uno de los mejores
negociadores de la ADE. ¿Cuántas veces se había librado la Tierra de una catástrofe
extra galáctica gracias a su intervención? Infinitas. Era un chico genial y no
había cambiado nada en dos años. Estaba igual de joven que lo recordaba.
Decidió que si seguía trabajando así un par de años más, recomendaría su
ascenso. Pero bueno, eso sería dentro de dos años. De momento su primera misión
inmediata consistiría en retomar el control de su oficina y velar por la
seguridad interplanetaria de todo el cosmos.
En ese momento, en la lavandería
no había nadie a excepción de Claire, pero si alguno de los parroquianos habituales
hubiese entrado en la vieja lavandería de la calle Pearl, se hubiese encontrado
a alguien a quien no veían desde hacía por lo menos dos años. La vieja loca esa
que se pasaba el día allí hablando sola de conjuras espaciales, vestida con la
misma ropa de siempre y esas botas que no le pegaban con nada, fumándose un
cigarrillo imaginario y sentada como siempre en el mismo banco justo al lado de
la máquina número siete.
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