La
mirada de Borges
Levanto la vista del papel, por encima de los pelos
rizados de mis rodillas. Mis hijos y mi mujer chapotean en las aguas
transparentes de la piscina. Ana se agarra obstinada a un corcho rojo mientras
bate las piernas imberbes y Rodrigo, ataviado de manguitos con dibujos de un
superhéroe, que tiene la cara verde y está en plena acción destructora, se
desgañita al cuello de su madre. Parece poseído por algún espíritu invisible
que quiere comunicarse con el exterior, pero no encuentra el modo. Debe de ser
la excitación de los tres años de vida y el encuentro con una piscina en el
albor del verano. Algunas flores moradas de la buganvilla flotan en el agua,
junto a un falso cocodrilo de piel de goma. Más que pánico infunde misericordia.
Detrás de la barandilla roída por el tiempo, se inclinan verdes ramas de
palmera, mecidas por la brisa. Y al fondo el azul intenso del mar. Parece todo
un cuadro de Sorolla. Vuelvo la vista al papel. “Yo también soy José Luís
Borges”, se dice en un momento del relato. Resulta que Borges se encuentra a sí
mismo, a “otro yo”, en un banco de un parque. Pero ese “otro yo” tiene cuarenta
años menos. Ambos conversan sobre sus propias vidas, que es la misma, como dos
viejos amigos. La historia me resulta muy extraña, pero al mismo tiempo muy
sugerente y me activa algún engranaje hasta ahora inactivo del cerebro ¿Qué
ocurriría si me pasara como al señor Borges y me encontrara con “otros yoes”
mucho más jóvenes, y pudiera hablarles o sugerirles? ¿Qué podría decirles que
hicieran a esos “otros yoes” que yo no hice para que les fuera diferente (o
mejor), y de paso me fuera diferente (o mejor) también a mí? ¿Qué otros caminos
podrían emprender “mis otros yoes” más jóvenes que yo no he tenido el placer de
transitar?
Rodrigo sale por la plateada escalera. Su cuerpo es
compacto, fuerte. Me recuerda a los enanos guerreros de Tolkien en la Tierra
Media. Se mueve en diminutos pasos y se detiene a unos cinco metros del borde
de la piscina. Elena grita: “No corras Rodrigo”. Pero Rodrigo está en otra
cosa. “! ¡Mira papá! ¡Soy Hulk, el más fuerteeeee!”, me dice. Corre desalmado
hacia el agua. Contengo la respiración, tensando los músculos abdominales y
maseteros. Salta y se sumerge en el agua hasta donde le dejan los manguitos.
Vuelvo a respirar. Ana se muere de risa.
En estos momentos estoy en el ecuador de mi vida:
sobrepaso los cuarenta, casado, dos hijos pequeños, un trabajo de oficina que
dispone de calefacción en invierno y aire acondicionado en verano, mis padres
todavía vivos, gracias a Dios, aunque ya con incipientes síntomas de vejez,
etc… En fin, una vida normal, plana, sin apenas sobresaltos, salvo los típicos
riesgos laborales de esguince de muñeca por el escurridizo ratón del ordenador
o un dolor lumbar agudo por cargar con el monstruito de mi hijo, que es un poco
gandul. El encuentro con mis otros “yoes”, creo, debería de ser en los momentos
más decisivos de la evolución humana, es decir, en los que suponen una disrupción abrupta con
el momento vivido, los que provocan que la hoja de la existencia se doble hacia
un lado o hacia otro. En la infancia, no recuerdo ningún de esos, al menos yo:
las cosas las hacía porque sí, sin pensar si las consecuencias serían positivas
o negativas. Era como una hoja seca al antojo del viento. Luego, en la
adolescencia y posteriores, con la conciencia en construcción y construida, sí
que me vienen a la cabeza algunos momentos importantes..., qué sé yo, a ver…Por
ejemplo, cuando escribí una de mis primeras cartas de amor adolescente a una
chica que apenas habíamos intercambiado el saludo y al final no tuve el valor
de enviarla. ¡El increíble amor de la escuela que carece de explicación
lógica-racional! Si le dijera al “otro yo” que no fuera cobarde e introdujera
la carta en el buzón… ¿qué demonios hubiera pasado? A lo mejor hubiera vivido
una relación de las de toda la vida, de las que tu novia es de cuando ibas al
colegio y luego te casas con ella, tienes hijos, nietos, artículos de prensa
que dicen que sois la pareja del siglo, felicidad absoluta, el uno para el
otro, etc,... creo que es mejor pasar ya
al segundo punto, por el principio de “prudencia conyugal”. Otro momento podría
ser cuando estaba en el Instituto. Recuerdo que tuve que decidir que
asignaturas cursar como extraescolares. Había música, teatro, informática,
etc…Sí: si me hubiera matriculado en Informática, cosa que no hice y algo me
gustaba (me parece que me dio pereza), a lo mejor, en un futuro, hubiera
acabado montando una pequeñita empresa llamada “Facebook” y… Pues ya se sabe:
ese “otro yo” estaría ahora ahogado en dólares e incluso saliendo como
protagonista en algún largometraje. ¡Aahhh! También cuando tuve una temporada
que leía biografías de bolsillo de aventureros y conquistadores. Había repetido
COU y sólo iba a clase para recibir tres asignaturas. El resto del tiempo lo
pasaba en la biblioteca leyendo. Me convertía en El Cid Campeador cabalgando
por las llanuras de Castilla, o en Alejandro Magno en plena fundación de la
ciudad de Alejandría; también en Hernán Cortés cuando quemó sus naves, en
Magallanes al frente de la nao Victoria,… ¡Qué tiempos! Si mi “otro yo” hubiera
seguido aquel instinto más salvaje que palpitaba en mí, el que buscaba
aventuras, el temerario, quizás ahora estaría dando tumbos de un lugar a otro,
desde los templos de Angkor Thom hasta las pirámides aztecas, y seguro que
tendría en mis manos una bebida de leche de camello para no deshidratarme en el
asfixiante desierto. Posiblemente llegaría a ser portada del National
Geografic, diría algo así como “El investigador e historiador Rafael Mercé y su
equipo descubre un grupo de momias de la época ptolemaica en el valle del
Nilo”. Sí, me gusta. Y como momento disruptivo en mayúsculas, el sumun de la
disrupción, estaría una tarde calurosa de un mes de julio por el centro de
Valencia. Una tarde de lo más tierna, con unos novios cogidos de la mano, sin
rumbo predeterminado (por lo menos, por mi parte), contemplando escaparates
rellenos de zapatos, vestidos de lino y camisas de cuello mao. Elena que se
detiene delante de una puerta enrejada de hierro grisáceo, con unas pequeñas
columnas de piedra a los lados. La puerta abierta. Cruzamos y aparecemos en un
patio. Tres escalones alargados conducen a otra puerta, también de hierro, pero
ésta formando parte de una fachada neogótica con un rosetón de colores. Y
aquellas palabras mágicas mirándome a los ojos: “Vamos, entremos a cotillear”.
Como si no supiéramos lo que se esconde detrás de la fachada de una iglesia. Si
mi “otro yo” hubiera respondido: “No, ahora no. Que es un poco tarde” o “Vamos
al Corte Inglés, que mola más”, no sé si ahora estaría aquí en la piscina de mi
suegro, leyendo a Borges en bañador rosa (espero que no se molestase si me
viese con esta pinta) y viendo a mi familia dándose un chapuzón. O sí, quién
sabe.
“¡Vamos cariño, vente al agua, que está muy buena!”
me dice Elena. La miro. La verdad es que no me apetece bañarme. Llevamos todo
el fin de semana en remojo y la piel, creo, se me ha quedado arrugada para
siempre. “¡Vamos melón!”, y ahora está más cerca tirándome agua. Puedo ver
ahora sus ojos. ¡Qué ojos! ¡Noooo! ¡Mierda! Reconozco aquellos ojos grandes y
redondos, que son como unos polos magnéticos que anulan la capacidad de obrar
de los individuos y te absorben. ¡Sí, son los mismos que me obnubilaron en la
puerta de la Iglesia! El destino, dejémonos de monsergas, está escrito y
reescrito, y no hay nada que hacer, salvo que dejarse arrastrar por sus aguas
misteriosas. ¡Abajo las resistencias! Al menos, me queda el poder fantasear con
mis “otros yoes”, que seguro que andan por ahí reptando por debajo de alguna
pirámide o viviendo algún romance imposible.
Dejo al maestro Borges en la hamaca y me pongo en el
lugar que ha estado Rodrigo hace unos instantes. “¡Rodrigo!” Lo llamo. Ana y Rodrigo
me miran curiosos, salvo Elena que me conoce de sobra y puede anticipar mis
pasos. “¿Sabes quién soy?” La cara del benjamín está para comérsela. “Sí, ¡eres
el padre de Hulk!” me grita Ana, que también empieza a conocer a su padre.
“¡Sííííííííí…!!!” Y tomando impulso doy un salto y caigo en forma de bomba
atómica en medio de la piscina, expulsando más agua de la que me gustaría.
“Papi, qué salto más grande… “oigo decir a Rodrigo entusiasmado.
FIN
Rafael Mercé
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