De entre las cenizas resurges como el ave fénix. Y en tu reflejo me veo a mí misma en mil pedazos dispersados por el aire hasta un cielo oscuro y silencioso. El universo me pertenece, soy firmamento azulado.
Vivo anclada entre arenas movedizas mientras tú surges de entre las aguas cristalinas del océano más puro y manso. No tengo miedo, estoy atrapada en tu orilla mientras me tiendes la mano. Puedo ver tus ojos escudriñándome. Clavados en mí como el aguijón de una abeja. Como espuelas en los lomos de un caballo. Como agujas en un costurero.
Dejó caer mis párpados. En la oscuridad de este momento puedo verte brillar centelleante. Eres una supernova a millones de años luz, el relámpago antes de la tormenta, la llama del mechero cuando me enciendo un cigarro a oscuras, la chispa de una trampa para mosquitos cada vez que atrapa un mosquito.
Y no quiero pensar, cuando ya no estés a mi lado, más allá de nada. No quiero pensar qué haré para entonces, o dónde estaré. Posiblemente en ningún sitio y en todos. Seré una mosca, o un volcán, o el eco en un acantilado. Eco, eco, eco... Porque tú vives allí donde las colinas se funden con el horizonte, en la última cabaña al fondo a la izquierda antes de llegar al río. Vives donde sea que miro. Eres aurora boreal, la tormenta perfecta, la semilla de un olivo, el sonido del agua cuando abro el grifo por las mañanas para lavarme la cara. Porque te amo. Lo sé. Lo sabes. Porque maldito sea el tiempo con sus días, horas, minutos y segundos. Me alejará de ti y me quedaré vacía y hueca. Seré un alcornoque. Seré el cuenco de las llaves cuando no hay nadie en casa. Seré un lápiz sin punta al lado de una libreta para tomar notas. Seré un grito en el desierto.
¿Suena un árbol al caer cuando no hay nadie para escucharlo? ¿Cómo sonaré yo cuando tú no estés? ¿Habrá alguien capaz de verme? ¿De sentirme? ¿De escucharme? ¿Alguien más aparte de yo misma? ¿Será eso acaso suficiente?
Al final de aquel camino pedregoso, entre aquellos dos árboles que han crecido torcidos por el viento, te estaré esperando. Y si no me reconoces, quizá porque yo ya no sea yo, sino tan solo la hierba creciendo entre los pastos, túmbate y espérame. Espera al alba y a los pájaros, al rocío entre las hojas de los árboles, a la primera brisa de la mañana, a las hormigas serpenteando por entre los dedos de tus pies, al sol y a la sombra, al calor y al frío.
Allí, al final de aquel camino pedregoso, te esperaré. Me reconocerás. Sé que lo harás.
María F.
sábado, 27 de julio de 2019
lunes, 1 de julio de 2019
Leitmotiv
Hace unos días leí que los agujeros negros se evaporan. Pienso en ello todos los días, hasta lo más grande y poderoso del universo se desvanece algún día. Pienso en ello nada más abrir los ojos, y me doy la vuelta en la cama y puedo sentir que el hueco que ha dejado Matteo a mi lado está todavía caliente. Anoche tuve un sueño, me despertaba y cada reloj marcaba una hora distinta, y en todos los relojes llegaba tarde al trabajo. Llego tarde al trabajo. Salgo corriendo, Matteo está en la cocina desayunando y leyendo algo en su teléfono.
—¿Sabías que los agujeros negros se evaporan? —Me dice y le brillan los ojos. Yo le robo una tostada, él me da un beso en la frente y cruzo el umbral de la puerta sabiendo que eso es lo último que me habrá dicho antes de desaparecer durante los próximos tres meses.
Matteo es un maestro del "ghosting". Lo que viene siendo un jeta de toda la vida, pero se me erizan los pelitos de la nuca cuando me acuerdo de él. No he podido ni mear antes de salir de casa, así que es lo primero que hago al llegar a la oficina. Llevo un par de semanas con una infección y es como cruzar el infierno sin bragas. Cuando era pequeña estuve muy enferma de los riñones y me prohibieron sentarme en el suelo frío y abusar del tomate de brick. No debería haberme sentado en la taza de aquel pub tan sucio, no debería abusar del tomate de brick. Me pongo el termómetro y tengo mucha fiebre. Maribel me dice que tengo mala cara, que me vaya a casa. Cuando llego huele a serrín, a piso piloto, como si nada provisto de vida habitase este lugar. La cama está perfectamente hecha, ni un pelo, Matteo no ha estado nunca aquí; es un espectro. Me acuesto un rato, sin abrir la cama, sobre las sábanas lisas. Cuando me despierto todo me da vueltas y cada reloj marca una hora distinta. Creo que ha llegado el momento de ir al médico. En Yahoo respuestas pone que me voy a morir. Llego al hospital y abandono mi cuerpo, que se encarguen ellos que han estudiado. Me hago pequeñita y puedo sentir la mano de mamá acariciándome el pelo mientras me canta una canción de Chavela Vargas. Recuerdo que la última vez que estuve aquí dejaron pasar a Gabriel para que me hiciera compañía, pero Gabriel ya no está. Encuentro la soledad acogedora pero ahora me siento vulnerable y arranco a llorar. Una mujer al otro lado de la cortina me pregunta si estoy bien, su voz me atraviesa y tengo la extraña sensación de que ya le conozco.
—¿Sabías que los agujeros negros se evaporan?
Yo no contesto, un escalofrío ha recorrido mi cuerpo. Siento como si hubiera escuchado hablar a un muerto. Los muertos no hablan.
—¿No te parece bello? hasta lo más grande y poderoso del universo se desvanece algún día.
Una vez, cuando era pequeña tuve mucha fiebre, había visto "La vida de Brian" con papá y en uno de mis delirios un montón de romanos empezaron a entrar en mi habitación en una interminable fila india. A través de la cortina solo puedo ver su figura tumbada y la de una enfermera que acaba de entrar a revisarle el gotero.
—No importa niña, entiendo que ahora mismo los agujeros negros te importarán más bien poco.
La enfermera corre la cortina para pasar a mi lado, por un instante puedo verle la cara a la mujer de enfrente y es como mirarse en un espejo de tiempo. Tiene el mismo rostro que mi abuela, que es el mío. La mirada triste y cansada, la naricilla respingona, la sonrisa torcida. Me guiña un ojo, parece poseer una verdad que se me escapa. La enfermera me pone un calmante a través de la vía y empiezo a sentir un hormigueo en los dedos de los pies que poco a poco me recorre todo el cuerpo. Los muertos no hablan.
Despierto y los relojes marcan todos la misma hora, me siento mejor. Al otro lado de la cortina escucho el llanto de lo que me parece una jovencita asustada. Me invade un profundo sentimiento de compasión.
—¿Sabes que los agujeros negros se evaporan? —le digo, y siento que poseo una verdad que a ella se le escapa.
—¿Sabías que los agujeros negros se evaporan? —Me dice y le brillan los ojos. Yo le robo una tostada, él me da un beso en la frente y cruzo el umbral de la puerta sabiendo que eso es lo último que me habrá dicho antes de desaparecer durante los próximos tres meses.
Matteo es un maestro del "ghosting". Lo que viene siendo un jeta de toda la vida, pero se me erizan los pelitos de la nuca cuando me acuerdo de él. No he podido ni mear antes de salir de casa, así que es lo primero que hago al llegar a la oficina. Llevo un par de semanas con una infección y es como cruzar el infierno sin bragas. Cuando era pequeña estuve muy enferma de los riñones y me prohibieron sentarme en el suelo frío y abusar del tomate de brick. No debería haberme sentado en la taza de aquel pub tan sucio, no debería abusar del tomate de brick. Me pongo el termómetro y tengo mucha fiebre. Maribel me dice que tengo mala cara, que me vaya a casa. Cuando llego huele a serrín, a piso piloto, como si nada provisto de vida habitase este lugar. La cama está perfectamente hecha, ni un pelo, Matteo no ha estado nunca aquí; es un espectro. Me acuesto un rato, sin abrir la cama, sobre las sábanas lisas. Cuando me despierto todo me da vueltas y cada reloj marca una hora distinta. Creo que ha llegado el momento de ir al médico. En Yahoo respuestas pone que me voy a morir. Llego al hospital y abandono mi cuerpo, que se encarguen ellos que han estudiado. Me hago pequeñita y puedo sentir la mano de mamá acariciándome el pelo mientras me canta una canción de Chavela Vargas. Recuerdo que la última vez que estuve aquí dejaron pasar a Gabriel para que me hiciera compañía, pero Gabriel ya no está. Encuentro la soledad acogedora pero ahora me siento vulnerable y arranco a llorar. Una mujer al otro lado de la cortina me pregunta si estoy bien, su voz me atraviesa y tengo la extraña sensación de que ya le conozco.
—¿Sabías que los agujeros negros se evaporan?
Yo no contesto, un escalofrío ha recorrido mi cuerpo. Siento como si hubiera escuchado hablar a un muerto. Los muertos no hablan.
—¿No te parece bello? hasta lo más grande y poderoso del universo se desvanece algún día.
Una vez, cuando era pequeña tuve mucha fiebre, había visto "La vida de Brian" con papá y en uno de mis delirios un montón de romanos empezaron a entrar en mi habitación en una interminable fila india. A través de la cortina solo puedo ver su figura tumbada y la de una enfermera que acaba de entrar a revisarle el gotero.
—No importa niña, entiendo que ahora mismo los agujeros negros te importarán más bien poco.
La enfermera corre la cortina para pasar a mi lado, por un instante puedo verle la cara a la mujer de enfrente y es como mirarse en un espejo de tiempo. Tiene el mismo rostro que mi abuela, que es el mío. La mirada triste y cansada, la naricilla respingona, la sonrisa torcida. Me guiña un ojo, parece poseer una verdad que se me escapa. La enfermera me pone un calmante a través de la vía y empiezo a sentir un hormigueo en los dedos de los pies que poco a poco me recorre todo el cuerpo. Los muertos no hablan.
Despierto y los relojes marcan todos la misma hora, me siento mejor. Al otro lado de la cortina escucho el llanto de lo que me parece una jovencita asustada. Me invade un profundo sentimiento de compasión.
—¿Sabes que los agujeros negros se evaporan? —le digo, y siento que poseo una verdad que a ella se le escapa.
Lo siento mucho por esto, es un desastre
Hada
relatito de fin de curso..
La
mirada de Borges
Levanto la vista del papel, por encima de los pelos
rizados de mis rodillas. Mis hijos y mi mujer chapotean en las aguas
transparentes de la piscina. Ana se agarra obstinada a un corcho rojo mientras
bate las piernas imberbes y Rodrigo, ataviado de manguitos con dibujos de un
superhéroe, que tiene la cara verde y está en plena acción destructora, se
desgañita al cuello de su madre. Parece poseído por algún espíritu invisible
que quiere comunicarse con el exterior, pero no encuentra el modo. Debe de ser
la excitación de los tres años de vida y el encuentro con una piscina en el
albor del verano. Algunas flores moradas de la buganvilla flotan en el agua,
junto a un falso cocodrilo de piel de goma. Más que pánico infunde misericordia.
Detrás de la barandilla roída por el tiempo, se inclinan verdes ramas de
palmera, mecidas por la brisa. Y al fondo el azul intenso del mar. Parece todo
un cuadro de Sorolla. Vuelvo la vista al papel. “Yo también soy José Luís
Borges”, se dice en un momento del relato. Resulta que Borges se encuentra a sí
mismo, a “otro yo”, en un banco de un parque. Pero ese “otro yo” tiene cuarenta
años menos. Ambos conversan sobre sus propias vidas, que es la misma, como dos
viejos amigos. La historia me resulta muy extraña, pero al mismo tiempo muy
sugerente y me activa algún engranaje hasta ahora inactivo del cerebro ¿Qué
ocurriría si me pasara como al señor Borges y me encontrara con “otros yoes”
mucho más jóvenes, y pudiera hablarles o sugerirles? ¿Qué podría decirles que
hicieran a esos “otros yoes” que yo no hice para que les fuera diferente (o
mejor), y de paso me fuera diferente (o mejor) también a mí? ¿Qué otros caminos
podrían emprender “mis otros yoes” más jóvenes que yo no he tenido el placer de
transitar?
Rodrigo sale por la plateada escalera. Su cuerpo es
compacto, fuerte. Me recuerda a los enanos guerreros de Tolkien en la Tierra
Media. Se mueve en diminutos pasos y se detiene a unos cinco metros del borde
de la piscina. Elena grita: “No corras Rodrigo”. Pero Rodrigo está en otra
cosa. “! ¡Mira papá! ¡Soy Hulk, el más fuerteeeee!”, me dice. Corre desalmado
hacia el agua. Contengo la respiración, tensando los músculos abdominales y
maseteros. Salta y se sumerge en el agua hasta donde le dejan los manguitos.
Vuelvo a respirar. Ana se muere de risa.
En estos momentos estoy en el ecuador de mi vida:
sobrepaso los cuarenta, casado, dos hijos pequeños, un trabajo de oficina que
dispone de calefacción en invierno y aire acondicionado en verano, mis padres
todavía vivos, gracias a Dios, aunque ya con incipientes síntomas de vejez,
etc… En fin, una vida normal, plana, sin apenas sobresaltos, salvo los típicos
riesgos laborales de esguince de muñeca por el escurridizo ratón del ordenador
o un dolor lumbar agudo por cargar con el monstruito de mi hijo, que es un poco
gandul. El encuentro con mis otros “yoes”, creo, debería de ser en los momentos
más decisivos de la evolución humana, es decir, en los que suponen una disrupción abrupta con
el momento vivido, los que provocan que la hoja de la existencia se doble hacia
un lado o hacia otro. En la infancia, no recuerdo ningún de esos, al menos yo:
las cosas las hacía porque sí, sin pensar si las consecuencias serían positivas
o negativas. Era como una hoja seca al antojo del viento. Luego, en la
adolescencia y posteriores, con la conciencia en construcción y construida, sí
que me vienen a la cabeza algunos momentos importantes..., qué sé yo, a ver…Por
ejemplo, cuando escribí una de mis primeras cartas de amor adolescente a una
chica que apenas habíamos intercambiado el saludo y al final no tuve el valor
de enviarla. ¡El increíble amor de la escuela que carece de explicación
lógica-racional! Si le dijera al “otro yo” que no fuera cobarde e introdujera
la carta en el buzón… ¿qué demonios hubiera pasado? A lo mejor hubiera vivido
una relación de las de toda la vida, de las que tu novia es de cuando ibas al
colegio y luego te casas con ella, tienes hijos, nietos, artículos de prensa
que dicen que sois la pareja del siglo, felicidad absoluta, el uno para el
otro, etc,... creo que es mejor pasar ya
al segundo punto, por el principio de “prudencia conyugal”. Otro momento podría
ser cuando estaba en el Instituto. Recuerdo que tuve que decidir que
asignaturas cursar como extraescolares. Había música, teatro, informática,
etc…Sí: si me hubiera matriculado en Informática, cosa que no hice y algo me
gustaba (me parece que me dio pereza), a lo mejor, en un futuro, hubiera
acabado montando una pequeñita empresa llamada “Facebook” y… Pues ya se sabe:
ese “otro yo” estaría ahora ahogado en dólares e incluso saliendo como
protagonista en algún largometraje. ¡Aahhh! También cuando tuve una temporada
que leía biografías de bolsillo de aventureros y conquistadores. Había repetido
COU y sólo iba a clase para recibir tres asignaturas. El resto del tiempo lo
pasaba en la biblioteca leyendo. Me convertía en El Cid Campeador cabalgando
por las llanuras de Castilla, o en Alejandro Magno en plena fundación de la
ciudad de Alejandría; también en Hernán Cortés cuando quemó sus naves, en
Magallanes al frente de la nao Victoria,… ¡Qué tiempos! Si mi “otro yo” hubiera
seguido aquel instinto más salvaje que palpitaba en mí, el que buscaba
aventuras, el temerario, quizás ahora estaría dando tumbos de un lugar a otro,
desde los templos de Angkor Thom hasta las pirámides aztecas, y seguro que
tendría en mis manos una bebida de leche de camello para no deshidratarme en el
asfixiante desierto. Posiblemente llegaría a ser portada del National
Geografic, diría algo así como “El investigador e historiador Rafael Mercé y su
equipo descubre un grupo de momias de la época ptolemaica en el valle del
Nilo”. Sí, me gusta. Y como momento disruptivo en mayúsculas, el sumun de la
disrupción, estaría una tarde calurosa de un mes de julio por el centro de
Valencia. Una tarde de lo más tierna, con unos novios cogidos de la mano, sin
rumbo predeterminado (por lo menos, por mi parte), contemplando escaparates
rellenos de zapatos, vestidos de lino y camisas de cuello mao. Elena que se
detiene delante de una puerta enrejada de hierro grisáceo, con unas pequeñas
columnas de piedra a los lados. La puerta abierta. Cruzamos y aparecemos en un
patio. Tres escalones alargados conducen a otra puerta, también de hierro, pero
ésta formando parte de una fachada neogótica con un rosetón de colores. Y
aquellas palabras mágicas mirándome a los ojos: “Vamos, entremos a cotillear”.
Como si no supiéramos lo que se esconde detrás de la fachada de una iglesia. Si
mi “otro yo” hubiera respondido: “No, ahora no. Que es un poco tarde” o “Vamos
al Corte Inglés, que mola más”, no sé si ahora estaría aquí en la piscina de mi
suegro, leyendo a Borges en bañador rosa (espero que no se molestase si me
viese con esta pinta) y viendo a mi familia dándose un chapuzón. O sí, quién
sabe.
“¡Vamos cariño, vente al agua, que está muy buena!”
me dice Elena. La miro. La verdad es que no me apetece bañarme. Llevamos todo
el fin de semana en remojo y la piel, creo, se me ha quedado arrugada para
siempre. “¡Vamos melón!”, y ahora está más cerca tirándome agua. Puedo ver
ahora sus ojos. ¡Qué ojos! ¡Noooo! ¡Mierda! Reconozco aquellos ojos grandes y
redondos, que son como unos polos magnéticos que anulan la capacidad de obrar
de los individuos y te absorben. ¡Sí, son los mismos que me obnubilaron en la
puerta de la Iglesia! El destino, dejémonos de monsergas, está escrito y
reescrito, y no hay nada que hacer, salvo que dejarse arrastrar por sus aguas
misteriosas. ¡Abajo las resistencias! Al menos, me queda el poder fantasear con
mis “otros yoes”, que seguro que andan por ahí reptando por debajo de alguna
pirámide o viviendo algún romance imposible.
Dejo al maestro Borges en la hamaca y me pongo en el
lugar que ha estado Rodrigo hace unos instantes. “¡Rodrigo!” Lo llamo. Ana y Rodrigo
me miran curiosos, salvo Elena que me conoce de sobra y puede anticipar mis
pasos. “¿Sabes quién soy?” La cara del benjamín está para comérsela. “Sí, ¡eres
el padre de Hulk!” me grita Ana, que también empieza a conocer a su padre.
“¡Sííííííííí…!!!” Y tomando impulso doy un salto y caigo en forma de bomba
atómica en medio de la piscina, expulsando más agua de la que me gustaría.
“Papi, qué salto más grande… “oigo decir a Rodrigo entusiasmado.
FIN
Rafael Mercé
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