Los Cauzadores
de almas
relato a partir de una imagen II por el Abejaruco viejo
Me crean o no
yo estuve allí un tiempo justo después del accidente. Cierto que pocos lo han
visto en vida y nadie debería verlo en muerte, pero sepan ustedes que existe un
lugar infinito y adimensional donde la falta de vida y la muerte se
entrecruzan. Hago bien en distinguir muerte de falta de vida, porque a lo que
quiero referirme es a que cuando algo muere no tiene derecho a volver a vivir y
sencillamente se pudre allá donde lo dejen. Sin embargo existe un punto medio
entre la muerte y la vida y créanme que es bien real. ¿No me creen? Pues
respóndanme a esto. ¿Dónde estamos cuando somos apenas un amasijo informe de
carne en el vientre de nuestra madre? Lo diré de otra manera, ¿dónde está
nuestra esencia, alma, espíritu o como quieran ustedes llamarlo? ¿Dónde estuvo
la mía cuando falté a la vida en mi accidente? Sí, no se sorprendan que he
dicho bien. Falté a la vida.
Tuve la
suerte de conocer al médico que me asistió en el mismo lugar del accidente.
¿Saben qué me dijo? Que es un milagro que no me quedaran secuelas ya que estuve
literalmente muerto más de tres minutos. El buen doctor al que debo la vida se
equivocaba. No morí tres minutos, solo estuve falto de vida. La única
diferencia, a mi entender, con morirse de verdad es que a los que les pasa lo
que a mí nos conceden el derecho a volver. No me pregunten quién lo concede ni
por qué, el caso es que aquí estoy. He sido uno de los pocos turistas de la
muerte y deseo contarles cómo es, aún a riesgo de ser calificado de excéntrico,
bobo o falto de razón.
Pues debo
reconocer que aunque no me haría una casita allí, ese lugar resultó a su modo
agradable. No sentía frío ni calor y recuerdo sentir menos peso del que ahora
soportan mis pies. No recuerdo haberme visto a mí mismo, pero sí todo lo que
ocurría a mi alrededor. Veía perfectamente sin necesidad de gafas ya que estoy
seguro de no llevarlas porque no murieron conmigo, si me permiten la
frivolidad. Caminar no me costaba esfuerzo alguno y daba lo mismo que fuera
cuesta arriba o cuesta abajo. Y créanme si les digo que había infinidad de
cuestas. Yo en concreto, estaba rodeado de montículos como si me hallara en
medio de un siniestro aquelarre de enterramientos tumularios. Más no me sentía
incómodo.
Quise tener
mejor vista y reconocer el lugar donde me encontraba así que elegí el más alto
de ellos para ascender. Accedí a la cima en un santiamén y lo que desde allí
pude ver me dejó maravillado. Todo a mi alrededor eran secuencias infinitas de
colinas tumularias como la que acababa de ascender, pero lo que más me
maravilló fueron los sembrados de nubes. Eran miles, si no millones y mirara
donde mirara todas las laderas de las colinas y algunas cumbres estaban
sembradas con nubes. ¿Cómo explicarlo? Imaginen multitud de troncos finos como una
maroma portuaria, pero muy altos, plantados desordenadamente por doquier. Imagínenlos
coronados por penachos de ramas más finas aún y muy tiesas, irguiéndose hacia el
cielo. Imaginen que esas tiesas ramitas
en lugar de introducirse, como es natural en una copa superpoblada de hojas verdes,
se perdieran de vista al introducirse en una copa hecha de girones de vaporosas
nubes. Imaginen por último estar en medio de tal maravilla. ¿No sería un espectáculo
digno de un rey? Pues yo lo vi.
Esos… árboles
de nubes eran como una plaga del Señor. Ningún montículo en derredor mío se
libraba de ellos. Las colinas parecían alfileteros ensartados por palos de algodones
de azúcar como los que se ven en las ferias, pero a tamaño gigantesco. Todos se
inclinaban del mismo lado y esto me pareció harto curioso porque no sentí
viento alguno que pudiera causar tal reverencia. A buen seguro que me hubiera
quedado allí para siempre admirando tal maravilla de no haber sido porque al
poco, una sombra en movimiento llamó mi atención.
No quedaba lejos de mí así que no me costó
nada distinguir la figura de un hombre que paseaba tranquilamente por entre el
bosque de troncos nublados. Era delgado y bien parecido y aunque no podría
precisar su edad, se le veía joven pese a que en su coronilla una escasa mata
de pelo raleaba.
No andaba
ocioso. Tocaba cada uno de aquellos extraños troncos si le venían al paso, los
agarraba con la mano y tiraba de ellos consiguiendo que algunos se balancearan lenta
y armoniosamente por un rato. Parecía que necesitara mecerlos como una madre a
sus retoños. En un momento dado y sin detener sus quehaceres me miró. Me saludó
con la mano abiertamente y sin extrañeza alguna, como si el hecho de que
estuviera yo allí fuera para él, la cosa más normal del mundo. Correspondí al
saludo y acto seguido me hizo nuevas señas para que me acercara. Lo hice presto,
más no consigo recordar muy bien cómo. Simplemente quise hacerlo y de repente
me vi plantado a corta distancia de él. Lo que sí recuerdo con nitidez es que
desde el momento en que me planté delante de aquel extraño, aunque les juro por
Dios era la primera vez que le veía, sentí una familiaridad abrumadora como la
que se siente al conocer en persona a un primo con el que te has carteado toda
una vida, pero al que no habías podido ver hasta entonces. Tanto es así que
sentí una incomprensible y a la vez gran alegría de verle y me sobrevinieron unas
fortísimas ganas de abrazarle, aunque por educación, no lo hice. Pero sí decidí
saludar.
-
Buenos… – y entonces caí en la cuenta de que en
aquel lugar no lucía ningún sol que pudiera orientarme sobre la hora, nada
proyectaba sombra alguna y el cielo carecía de color así que cambié mis modales
por sana curiosidad – ¿Dónde estoy?
-
En el espectro no visible del mundo – me
respondió.
-
Perdón, no entiendo nada. Le ruego concrete algo
más.
-
Tú estás en realidad en el mismo sitio donde
tuviste el accidente – el accidente, ya no lo recordaba – al menos la parte
visible de ti, la otra parte está aquí conmigo, cosa que agradezco ya que no
hay demasiadas oportunidades de hablar con alguien en este lugar. Estás justo
en el corazón de las colinas de las almas perdidas.
-
¿Quiere usted decir que he muerto a causa del
accidente y que estoy vagando perdido por este jugar? – inquirí.
-
No. Tú tienes derecho a volver si así lo deseas
y créeme, todos lo desean.
Por extraño que les parezca, nada de lo que me
decía aquél hombre me sorprendía. No entiendo el porqué, pero cada retazo de
información que me brindaba lo asumía con la misma naturalidad con la que asumo
las noticias que leo en el diario cada mañana.
-
¿Y quién es usted si es que puedo preguntarlo?
-
Agradezco de veras tanta formalidad pero no es
necesaria. Sé que has sentido que somos familiares aunque yo he vivido en un
tiempo tremendamente alejado del tuyo. Te explicaría con gusto quién soy, pero
no tienes tanto tiempo así que me centraré en qué soy. Soy un “cauzador de
almas”.
-
Será cazador – interrumpí.
-
No, no. “Cauzador” de cauce, no de caza.
Tuve que
poner tal cara de tonto al escuchar aquella palabra que tras dedicarme una
breve sonrisa, aquél hombre sin nombre continuó.
-
Verás, no todos los muertos se mueren del todo. Algunos
se mueren pero no se dan cuenta y su alma se queda enganchada en un bucle
infinito de acontecimientos del que no pueden salir. Normalmente repiten
siempre algo que les gustaba hacer especialmente en vida. Una profesión, un día
agradable, una conversación, un paseo por un lugar bonito… En fin lo que fuera
que les agradara. En otras ocasiones por desgracia, repiten en bucle situaciones
no tan agradables. Su ejecución, una terrible tortura, un deseo de venganza, un
asesinato o un largo encierro que les llevó a enloquecer. Hay casi tantas
situaciones posibles como estrellas en el cielo. Esas almas no están donde
deben estar, están perdidas y no ven más allá de su estrecha realidad
repetitiva.
-
¿Y dónde se quedan como dice usted, enganchadas?
-
Se quedan demasiado cerca del mundo visible y a
veces inevitablemente se entrecruzan con él. Eso es lo que los vivos tienen
entendido que es una casa encantada, un buque fantasma, un bosque encantado y
cosas así. Pero esas almas deben completar el ciclo como todas las demás. Somos
nosotros, los “cauzadores” los que nos encargamos de eso.
-
Entiendo y, ¿cómo lo hacen?
-
Pues es bastante sencillo en realidad y muy
gratificante – y señalando con el dedo hacia arriba me preguntó –. ¿Ves las nubes
de diferentes tamaños al final de las cuerdas?
Diantre si
las veía. Pero debo admitir que en cuanto me fijé con detenimiento y a esa
distancia, vi con claridad cristalina que lo que yo confundía con troncos en
realidad resultaron ser cuerdas de vasta manufactura y buen grosor.
-
Las veo.
-
No son nubes en realidad. Son un amasijo de
almas. Invisibles al principio pero que conforme se van agrupando se hacen más
visibles en este lado del mundo. Mira, todas las cuerdas que puedes ver a tu
alrededor empiezan siendo apenas un hilo tan fino que apenas se hace visible.
Nosotros los “cauzadores” clavamos una estaca al suelo y atamos en ella ese
primer filamento invisible. El hilo sube hacia tu mundo atravesando el cielo
incoloro que tienes sobre ti y busca serpenteando por allí hasta que encuentra
una de estas pobres almas perdidas. Una vez la localiza, se le enreda como
haría el hilo de una tela de araña alrededor de un insecto, lo que pasa es que
este hilo es tan fino que las almas ni lo notan y debe ser así porque si no se
soltarían, ya que ellas creen estar vivas y no desean abandonar vuestro mundo
de ninguna manera. Nosotros, que sabemos perfectamente cuándo un alma está
enredada, lo que hacemos es volver a la estaca y tirar otro hilo que localizará
otra alma y así hasta el fin de los días.
-
Dices que los hilos son invisibles pues, ¿cómo
es que ahora todas las cuerdas que veo son tan gruesas?
-
Las almas enredadas no paran quietas y como te
he dicho una estaca puede llevar sujetos miles o millones de hilos. Conforme
van acumulándose las almas enredadas en sus hilos y éstos a su vez van
enredándose en pos de la estaca – dijo esto dando dos palmaditas en una de
ellas –, van formando una hilada cada vez de mayor grosor lo que hace que deje
de ser invisible.
-
¡Miles o millones de hilos cada estaca! – no
pude evitar mirar a mi alrededor una vez más porque ciertamente me encontraba
en medio de un auténtico sembrado de estacas, la magnitud de lo que me relataba
era descomunal – Pero debe ser una labor de…
-
Siglos. Sí – me interrumpió –. Aquí una cosa que
sobra es el tiempo.
-
Un
momento, me ha dicho antes que todas deben completar el ciclo…
-
Cierto – me cortó de nuevo – nosotros nos
encargamos de eso. Sólo debemos esperar a que la cuerda alcance el color y el
grosor adecuados y entonces tiramos de ellas. Las almas siempre se resisten
pero están tan enredadas que no pueden escapar. Nosotros comprobamos la tensión
de cada cuerda, cuando una se muestra muy tirante la dejamos pero si al tirar
notamos debilidad, la enrollamos alrededor de la estaca. Así poco a poco vamos
acortando la distancia con el suelo de este mundo y cuando no queda más cuerda
que enrollar…
-
¿Sí? – interrumpí yo esta vez con avidez.
-
Entonces las almas abandonan el mundo de los
vivos, se encauzan hacia donde deben estar y el ciclo vuelve a empezar.
-
¿Cómo?
-
Muy sencillo. Este campo de colinas y estacas es
infinito, pero no es el único, hay más campos infinitos como éste. Tú has
aparecido en el mío, pero en los otros campos hay otros “cauzadores” con otras
funciones. Por ejemplo hay otro campo que encauza almas de dentro hacia fuera,
es decir, almas que salen de allí a la vida. Son los que guían las almas a sus nacimientos.
Otros, los más afanados, hacen la labor contraria y guían a las almas a su
lugar desde que a sus cuerpos les llega la muerte. Esas no pasan por aquí.
-
Pero por todos los santos sólo este campo es
infinito ¿tantos hombres hay de almas
perdidas que se necesita una extensión semejante?
-
¿Por qué supones que sólo son las almas de los
hombres las que se encauzan aquí? – y por segunda vez me sonrió – Esta es una
labor constante y que ocupa mucho tiempo, pero al final todas las almas
perdidas son encauzadas. Algunas nos cuestan siglos, otras sólo unos años.
Imagina que nunca las encauzáramos, cuando fueras de paseo al campo te atormentarían
las almas de algún hombre de las cavernas o de algún animal prehistórico y eso
no puede ser. Si no fuera por nosotros la vida no existiría y nada
evolucionaría, porque debes saber que ninguna alma nace exactamente igual que
cuando nos llegó. Vuelven un poco cambiadas.
Justo entonces
detuvo sus pasos, dejó de hablar y giró la cabeza bruscamente. Yo casi no me di
cuenta de ese cambio de actitud porque en mi cabeza bullían miles de preguntas
que deseaba hacerle, sin embargo su expresión se tornó taciturna y sombría.
-
Sólo tengo tiempo de advertirte sobre algo –
continuó diciendo – cuando llegue tu hora sea cuando sea, no explores el mundo
que se abrirá ante tus ojos por ti mismo. Pégate al cauzador que irá a
recibirte y síguele a dónde vaya.
-
No entiendo.
-
Hay ciertas almas que tratan de separarse de su cauzador,
se pierden y se transforman en eso.
Y entonces
señaló a lo lejos una forma que no sabría definir muy bien en términos de este
mundo. Imaginen que en una preciosa postal se abriera un agujero provocado por
una llama que la devora desde el medio hacia los extremos. Imaginen que dicho
agujero no dejara pasar la luz y su contorno sufriera constantes deformaciones
y horribles cambios gracias a los cuales pudiera desplazarse hacia ustedes. Eso
fue lo que vi y recuerdo que quedé horrorizado.
-
¿Qué criatura es esa? – inquirí.
-
No hay tal criatura. Es un vacío errático. Un
alma infinitamente errante cuyo único objetivo es sustituir a los que caen aquí
como tú para volver al mundo de los vivos. Pero eso no podemos consentirlo
porque desde tu mundo vendría una persona y volvería eso otro. Nuestro tiempo juntos
ha expirado.
Y sin dejar
de mirar aquella cosa informe, oscura y vil extendió un brazo hacia mí y sentí
que algo me impulsaba con una fuerza irresistible fuera de allí.
Recuerdo
entonces abrir los ojos y ver la cara del buen doctor dedicándome una sonrisa
entre sorprendida y alegre. Luego perdí la consciencia y la recuperé cuando ya
estaba tumbado en la cama de mi habitación de matrimonio con mi mujer sentada a
los pies.
En fin mis
queridos amigos, mi relato concluye aquí. Desde esta noche pueden decir ustedes
que conocen al único turista que tras un breve paseo por el inframundo volvió a
éste sin secuelas y con una buena historia de contar. O pueden decir que
conocen a otro viejo excéntrico y medio chiflado que tras casi morir en un
accidente quedó mermado de razón. Eso lo dejo a su sabio entendimiento.
Y ahora si me
lo permiten voy a rellenarme el vaso con un poco más de güisqui con agua, me acercaré
al calor de la chimenea y estaré encantado de responder a todas sus preguntas
si son capaces de hacerlas en orden y sin atropellarse.
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