Un amoniaco de intimida para mi cabeza y
en seguida me descubro en otro acento, fuera
la certidumbre de ser uno entre
universos de postizos.
Milagros
Valcárcel
Sólo me quedaban veinticuatro momentos de vida, por
eso cuando la vi aparecer aquella tarde de otoño, soleada y fría, desde aquel
banco solitario del parque en el que me encontraba, supe que ella sería la
elegida.
Caminaba despacio y ensimismada, ajena a lo que
acontecía a su alrededor; su mirada ausente se perdía sin destino fijo entre
las hojas secas y las ramas muertas de los árboles. Muy delgada, sus ojos
negros bajo la frente despejada y su pelo oscuro estirado y recogido tras la nuca
le daban un aire muy personal y elegante. Un bolso de color azul colgado del
hombro, que lucía, flirteando a juego, con el chaquetón claro del mismo tono y
el llamativo detalle de un pañuelo de seda de floreados colores, llevaron su
imagen, cada vez más perfilada, al punto en que me encontraba.
Apenas si me quedaba tiempo. Primero llegó, alargada
y difusa, su sombra informe que me hizo sentir un repentino escalofrío. No era
tiempo de dudas, debía actuar rápidamente, sólo necesitaba llamar su atención y
conseguir que su mirada abstraída se fijara en mí, en mis ojos, directamente. Era
cuestión de pocos segundos.
Agaché la cabeza calculando el avanzar de sus pasos:
uno, dos, tres… No me atrevía a mirarla, la incertidumbre y el miedo me
atenazaban. Estuve a punto de abandonar y salir corriendo. No quería seguir adelante
y enfrentarme a aquella experiencia en la que no creía. Tan desconocida, tan misteriosa.
Cerré los ojos hasta sentir que sus pasos sonaron muy
cercanos y entonces, lentamente, levanté la cabeza y la miré fijamente a los
ojos. Ella notó mi presencia y los suyos, extrañados, me miraron desconcertados.
Había llegado el momento: la brisa se detuvo, ensordeció el silencio.
Tras aquel intercambio fugaz de nuestras miradas,
pronuncié lentamente aquella desagradable y extraña palabra. Una palabra hueca,
sin sentido. Al instante, una convulsa vibración me hizo estremecer y unos segundos
después comencé a notar mi cerebro invadido y mi mente desbordada por un mundo
de nuevas sensaciones totalmente desconocidas. Me sentía bien, Cerré los ojos y
placenteramente empezaron a llegar hasta mi, nuevas voces, nuevos rostros, nuevos
lugares y situaciones. Comencé a reconocer una nueva y fresca memoria que me brindaba
recuerdos y sensaciones inesperadas, que se sucedían, unas a otras, a medida
que mi mente empezaba a reconocerse e instalarse en una nueva dimensión, con nuevos
pensamientos e ideas, con nuevos personajes y espacios hasta entonces ignorados.
Con nuevas dudas y nuevas esperanzas.
Sentí que todo lo nuevo, la risa, los recuerdos, las
nuevas miradas se iban recolocando dentro de mí, adecuada y serenamente hasta
conformar una nueva identidad que a medida que pasaban los segundos iba
reconociendo como propia con absoluta naturalidad.
Me quedé sentada un buen rato, aturdida por tanta
emoción, acogiendo con serenidad y sumo placer la brisa blanca y helada que
acariciaba mi rostro, mientras las hojas secas amarilleaban meciéndose en su
caída final y un mirlo de negro y brillante plumaje correteaba, delante de mí,
apresurado por llegar al seto que bordeaba el camino.
Mientras tanto, a lo lejos, pude ver como una oscura
imagen continuaba con su pausado caminar, cada vez más distante, cada vez más
alejada de sí misma, a cada paso, más abandonada en una difusa silueta que ya
no le pertenecía.
Tercer relato del Taller de Escritura (diciembre
2018)
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