JESÚS HA MUERTO
Vinieron a decirme que Jesús ha muerto. Aún quedaban clientes en el McDonald´s
y uno de ellos se santiguó al oírlo. Me quedé petrificado, no quería creerlo,
no podía aceptar que se hubiese ido para siempre.
Cuando pude reaccionar me fui al jefe de turno, le explique lo sucedido y
me permitió marchar antes de tiempo. Me subí en el coche de los colegas de
Jesús y salimos a la avenida Insurgentes que, como de costumbre a aquella hora,
estaba embotellada. No tenía ganas de ir con aquella gente y menos aún subir a
un coche con ellos. No me parecía nada seguro. Pero no tenía otra alternativa
si quería ir donde estaba el cadáver de mi hermano mayor.
Me dicen que soy yo quien ha de decirlo a mis padres. Ahora no podemos
enterrarlo ni declarar su muerte para que la policía no sepa que preparan la
venganza. Saben que banda ha sido. Pensaron que habían matado a los dos y el
compañero de Jesús estaba solo malherido. Ahora lo tienen todo montado. Será
esta noche.
Mientras íbamos dentro de un denso tráfico al lugar donde habían escondido
el cadáver de mi hermano recordaba a Jesús. Él y yo casi nunca nos habíamos llevado
bien, quizá por lo distintos que eramos. Pero ambos nos reconocíamos como
hermanos, era una especie de respecto cuando los dos condenábamos la forma de
vida elegida por el otro.
Ya empezamos a enfrentarnos en la escuela. Le sentó muy mal que él
repitiera curso y yo lo alcanzara. Ese año no soportaba que yo sacara mejores
notas que él. Imagino que eso ayudó a su
abandono escolar, pero estoy convencido que lo habría dejado de todas formas. Nunca
fue capaz de concentrarse en los estudios. En cambio yo seguí hasta acabar la
secundaria, siempre con buenas notas.
Cuando acabé la secundaria mi padre perdió su trabajo y su afición al
tequila no le ayudó a encontrar otro, sólo ayudó a gastar lo poco que había en
casa. De pronto me vi con la necesidad de encontrar trabajo y con un hermano
mayor que de vez en cuando le daba a escondidas dinero a mi madre para ir
tirando. Él, el delincuente que se había convertido en vendedor de drogas, era
el que aportaba dinero de familia. El Jefe.
Jesús me invitó a trabajar con él, a que obtuviese dinero del trapicheo con
drogas. No quería hacerlo, antes prefería pasar hambre. Tanto insistió que me
hizo probar la marihuana. Como no había fumado tabaco en mi vida me mareé,
vomité y decidí que jamás volvería a probar ninguna droga.
Tuve un período
de búsqueda de trabajo sin ninguna suerte y encima teniendo que soportar burlas
de Jesús incluidas sus demostraciones de ser el adinerado de la familia.
Un día que estaba especialmente desanimado Jesús vino con los ojos muy
brillantes a contarme que había cambiado la venta de marihuana por la de coca. Me
dijo: Ahora tengo nuevos clientes que tienen mucho dinero y yo también gano
mucho más.
Lo notaba eufórico y me propuso sustituirle en la venta de marihuana. Tras
otra negativa mía recibí un montón de improperios relativos a mi cabezonería,
pero al verme abatido me rodeó los hombros con uno de sus potentes brazos y me
dijo que, si seguía ganando tanto, me pagaría los estudios para que aprendiera
de economía, de impuestos y todas esas zarandajas para que nos pasáramos al
bando legal y lleváramos una empresa digna.
Sabía que estaba montando castillos en el aire, no pude convencerle que eso
no sería posible, lo que sí le saqué en su extraño estado de excitación fue la
promesa de que, entre tanto, me ayudase a encontrar un trabajo legal. Poco
después me di cuenta que todas sus promesas las hizo bajo el efecto de la coca
y olvidé esa conversación.
Los nuevos trapicheos generaron nuevas competencias por el mercado de la
droga. La lucha entre bandas paso de ser a palos y navajas a ser con pistolas. Las
pistolas se consiguen con mucha facilidad. Es lo que tiene ser el vecino del
sur del país de las armas. Jesús me contó que en Distrito Federal los carteles
de droga trabajan de forma diferente. Se dedican a vender droga a las bandas
juveniles para que ellas las distribuyan. Solo venden, no bajan a la calle
donde podrían detenerlos.
Me enteré de la presencia de pistolas el día que Jesús llego a casa con el
pantalón roto y una quemadura en la piel producida por el roce de una bala. Me
contó que a partir del día siguiente el llevaría también una y que nunca más
saldría huyendo. Ya se sabe las bandas están compuestas de machos muy machos.
Hace seis meses llegó un día a casa
y me hizo salir a la calle para contarme una cosa.
- Tengo un trabajo para ti.
- Ya sabes que no estoy
interesando en tu tipo de trabajo.
- No es eso huevón, te he conseguido
un trabajo digno de tu realeza, tienes que ir a limpiar mierda de los aseos y
mesas de un McDonald´s.
- Cómo lo has conseguido?
Exclamé con sorpresa
- Uno de los ricachones a
los que suministro gestiona varios McDonald´s. Tenía un bajón muy fuerte y lo
pille sin dinero en efectivo. Le dije que le pasaba lo que me pedía pero que me
debía un favor. Tu trabajo es el favor.
Se lo agradecí muchísimo. Era el primer trabajo que tenía y no era el de
vender droga. Me sentía feliz no sólo por el trabajo, ¡Era mi hermano me lo había
conseguido! Fui enseguida a decírselo a mi madre que lloró de alegría.
Mi vida cambió. Empecé a trabajar en el turno de tarde. Cerrábamos a las 10
de la noche y tras limpiar salía muy tarde y llegaba a casa pasada la
medianoche. Mi suerte era que el barrio más peligroso que debía de atravesar
era el controlado por la banda de Jesús. Era una sensación extraña. Cuando
llegaba a ese barrio me sentía a salvo. No solo porque me conocían los de la
banda. Era por mi hermano, para mí él había pasado de ser un delincuente a ser
mi salvador y en ese momento entraba en su territorio.
La que lo llevaba mal era mi madre. Ya tenía mucho miedo tanto por mi
hermano mayor y su pistola como por que yo llegara tan tarde a casa. Siempre me
esperaba y cuando me veía entrar siempre me decía lo mal que lo había pasado
esperándome y a continuación se ponía a hablar mal de la vida de Jesús. Yo le
defendía y ella no entendía mi defensa cuando siempre había reprochado su forma
de vida.
Lo que ella no sabía era como había conseguido yo el trabajo. Nunca se lo contamos
ni mi hermano -porque no quería delatar a un cliente- ni yo -porque a mi madre
le hubiera preocupado mucho que yo trabajara para un drogadicto-. Al final de
la discusión me iba a dormir con la sensación que mi madre tenía razón aunque
yo no quería reconocerlo.
Lo veía venir pero no quería aceptarlo. Siempre pensé que sería más tarde,
o que no lo matarían. Pero ahora ya estaba muerto.
Mientras bajaba del coche y entrabamos en un barracón que usaban los
drogadictos para pincharse me dijeron que esperase con el cadáver hasta que
ellos regresasen. Que después ya podría revelar la muerte de mi hermano.
Lo vi allí. Lo habían dejado en aquel sucio suelo, rodeado de basura y de
un olor insoportable. Su piel se había vuelto extrañamente blanca. Estaba semi
tapado con un plástico. Lo levante y comprobé que tenia el pecho destrozado
con dos grandes boquetes. No me pareció que fueran disparos de bala. Junto a su
mano habían dejado su pistola. Me pareció un acto de honor de los de su propia
banda donde Jesús se había ganado el respeto con el manejo de esa pistola.
Me había contado como se había cargado a un par de tipos de una banda rival
que venían a trapichear a nuestro barrio. También recordé la vez que me lo
encontré en la calle de vuelta a casa. Estaba con unos colegas y pude comprobar
el respeto que le tenían. Uno de sus colegas dijo que ya le gustaría a él ser
el hermano de Jesús, que se sentiría orgulloso de serlo.
Con este recuerdo fui yo el que empezó a sentirse orgulloso de ser el
hermano de Jesús. Empecé a comprender su valor, su rebeldía en un país donde
nada funcionaba, donde los carteles de la droga tenían más poder que el
ejército y que el Estado. Comprendí que había decidido hacer su vida sin seguir
los modelos que representaban un padre alcohólico o unos profesores
desencantados y mal pagados. Yo hubiese preferido otro tipo de rebeldía, pero
entendía que él no tenía ninguna otra a mano. Además yo no era capaz de ser
rebelde como él.
Me senté junto a
él en el suelo y empezaron a brotar las lágrimas de mis ojos. No sabía por qué
brotaban hasta que comprendí que lo echaba de menos. A él y a sus brabuconadas,
a su sinceridad, a su valor, a su atrevimiento, a su forma de entender la vida
y a su forma de tratar con las chicas. En esto último eramos especialmente
diferentes. Yo ocupaba el lado tímido de la balanza. Se decía en el barrio que
tenía varias novias y que una vez dos de ellas se habían peleado en la calle
por él.
Pero eso no
importaba. Solo importaba que ya no estaba. Además tenía que ir armándome de un
valor del que era bien escaso para contarle a mi madre que ya sólo le quedaba
un hijo. Me atreví a tocarlo en ese momento en el hombro, sin querer toque su
cuello y me llego una sensación de frío que me recorrió todo el cuerpo . Algo
pasó en mí cuando lo rocé. Sentí dentro una determinación que nunca había
tenido. Dejé de llorar y ya no volví hacerlo. Mis lágrimas no le servirían de nada a mi
hermano. Le quité totalmente el plástico de encima de su cuerpo y me puse en
pie frente a él.
Mirando fijamente
a su cara me dije que no había muerto para nada. Al morir de esta forma me
había dado la lección más grande de mi vida y me hizo ver que no era ni
admiración, ni afecto, ni sensación de protección ni ninguna otra tontería lo
que sentía por él. Le estaba mirando sintiendo un profundo amor. Sentía que lo
podía llamar hermano, pero también podía llamarlo padre.
En mitad de
aquella sensación oí que llegaba un coche y que frenaba bruscamente. Bajaron
dos de sus colegas y me dijeron que podía estar tranquilo que mi hermano
tendría compañía con la cual entretenerse en el otro barrio. Entre ellos los
que le dispararon a Jesús por la espalda.
Fue entonces
cuando, sin saber porqué, me agaché cogí la pistola de mi hermano y les dije:
- Cuando
necesitéis que apriete el gatillo llamadme.
No hay comentarios:
Publicar un comentario